domingo, 15 de octubre de 2023

El espejo

Juan José Saer

 

En la oficina, para los muchachos ya es completamente natural, y casi todos piensan que soy un buen compañero. Incluso me protegen, y hay una especie de pacto tácito según el cual ellos me aceptan y yo guardo mi intimidad sin mezclarla con la oficina, aunque eso divida en dos mi vida. Me consideran culto, de buen gusto, delicado. Para una persona como yo alcanzar la cuarentena se hace difícil, me doy cuenta, y aunque ellos toleran mi singularidad, yo siento que el tiempo de las fiestas ya pasó y que la madurez es bastante dura.

Cuando llegan a la oficina vendedores de libros a domicilio, los muchachos me consultan antes de comprar alguna colección. Yo les aconsejo Huxley (Aldous), Mauriac, Shakespeare, primero porque a todo el mundo puede gustarle Shakespeare, y además porque Shakespeare es un escritor tan reconocido que alguien podría ofenderse si yo le dijese que se abstenga de comprar sus obras completas. Nunca recomiendo Oscar Wilde o André Gide para no despertar desconfianza, pero yo los leo con un sarcasmo entusiasta, los esgrimo en silencio como pruebas, solitario, contra nadie, en nuestra antigua casa del sur en la que mi madre y mi hermana, viejas y sordas, se mueven al atardecer, dando gritos y como nadando en la luz violeta que filtran las glicinas. Como mi cuarto es el último de la galería y soy el que sostiene la familia, cuando no salgo a tomar vino hasta que cierran los últimos bares, a la madrugada, recibo “visitas”. A veces, en los últimos años, he debido pagar, o por lo menos hacer algún regalito.

Es que verse a sí mismo a una luz capital tiene un precio muy alto, que no se puede calcular en dinero o en objetos. Los otros se transforman en mí, y yo soy los otros, así que recibo lo que pude haber dado. Para poder hacer el mundo a mi imagen, he debido convertirme yo mismo en el mundo, y me tiendo como él, ofrecido, abierto. Paso por sobre el mundo con cada uno de los que pasan sobre mí. En el gran espejo del amor el mundo y yo nos contemplamos, sorprendidos, cada uno con la máscara del otro, tratando de leer en esa inversión multiplicada como en un palimpsesto imposible.

 

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