Juan José Saer
En
la oficina, para los muchachos ya es completamente natural, y casi todos piensan
que soy un buen compañero. Incluso me protegen, y hay una especie de pacto tácito
según el cual ellos me aceptan y yo guardo mi intimidad sin mezclarla con la oficina,
aunque eso divida en dos mi vida. Me consideran culto, de buen gusto, delicado.
Para una persona como yo alcanzar la cuarentena se hace difícil, me doy cuenta,
y aunque ellos toleran mi singularidad, yo siento que el tiempo de las fiestas ya
pasó y que la madurez es bastante dura.
Cuando llegan a la oficina vendedores de libros a domicilio,
los muchachos me consultan antes de comprar alguna colección. Yo les aconsejo Huxley
(Aldous), Mauriac, Shakespeare, primero porque a todo el mundo puede gustarle Shakespeare,
y además porque Shakespeare es un escritor tan reconocido que alguien podría ofenderse
si yo le dijese que se abstenga de comprar sus obras completas. Nunca recomiendo
Oscar Wilde o André Gide para no despertar desconfianza, pero yo los leo con un
sarcasmo entusiasta, los esgrimo en silencio como pruebas, solitario, contra nadie,
en nuestra antigua casa del sur en la que mi madre y mi hermana, viejas y sordas,
se mueven al atardecer, dando gritos y como nadando en la luz violeta que filtran
las glicinas. Como mi cuarto es el último de la galería y soy el que sostiene la
familia, cuando no salgo a tomar vino hasta que cierran los últimos bares, a la
madrugada, recibo “visitas”. A veces, en los últimos años, he debido pagar, o por
lo menos hacer algún regalito.
Es que verse a sí mismo a una luz capital tiene un precio
muy alto, que no se puede calcular en dinero o en objetos. Los otros se transforman
en mí, y yo soy los otros, así que recibo lo que pude haber dado. Para poder hacer
el mundo a mi imagen, he debido convertirme yo mismo en el mundo, y me tiendo como
él, ofrecido, abierto. Paso por sobre el mundo con cada uno de los que pasan sobre
mí. En el gran espejo del amor el mundo y yo nos contemplamos, sorprendidos, cada
uno con la máscara del otro, tratando de leer en esa inversión multiplicada como
en un palimpsesto imposible.
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