Sherwood Anderson
Era un hombre de avanzada
edad. Estaba sentado en la escalinata de la estación de tren de una pequeña ciudad
de Kentucky.
Un
hombre bien vestido, probablemente algún viajero proveniente de la gran ciudad,
se acercó y se detuvo ante él.
Su
presencia intimidó al anciano. Su sonrisa se parecía a la de un niño pequeño. De
su hundido y arrugado rostro sobresalía una nariz prominente.
–¿Sufre
usted de tos, catarro, tisis, o de alguna enfermedad hemorrágica?, –preguntó casi
en tono de súplica.
El
forastero negó con la cabeza. El anciano se puso en pie.
–Las
enfermedades hemorrágicas son algo realmente desagradable, se lo digo yo –su inquieta
lengua jugaba entre sus dientes. Puso su mano en el brazo del viajero y se echó
a reír.
–Sí,
señor –exclamó–. Lo curo todo: toses, catarros, tisis, enfermedades hemorrágicas.
Elimino las verrugas de las manos. No me pregunte cómo lo hago. Es un misterio.
No cobro. Es gratis. Me llamo Tom. ¿Le caigo bien?
El
forastero asintió con la cabeza, era un hombre bastante amable. Al anciano le dio
un ataque de nostalgia.
–Mi
padre era un tipo duro –declaró–. Era herrero de profesión, como yo, aunque él solía
llevar sombrero. Cuando el maíz ya había crecido lo suficiente, les decía a los
pobres: “Vayan a los campos y cojan lo que quieran”, pero cuando empezó la guerra
llegó a cobrarle cinco dólares a un rico por unas míseras mazorcas. Me casé en contra
de su voluntad. Un día vino y me dijo: “Escúchame Tom, tengo que decirte algo, esa
chica no me gusta”. “A mí, sí”, le contesté. “Pues a mí, no”, prosiguió. Mi padre
y yo nos sentamos en un tronco. Era un hombre atractivo y llevaba sombrero. “Te
guste o no, voy a casarme”, le dije. “No cuentes con mi dinero”, me contestó. Mi
boda costó veintiún dólares –los gané trabajando en los campos de maíz–; aquel día
llovió. Los caballos estaban ciegos. El cura me preguntó: “¿Ya has cumplido los
veintiuno?”. Yo respondí “sí” y ella respondió “sí”. Lo teníamos escrito con tiza
en los zapatos. Mi padre me dijo: “Que te vaya bien, ya eres libre”. Estábamos sin
dinero. Mi boda costó veintiún dólares. Ella está muerta.
El
anciano levantó la cabeza. Ya había anochecido. Nubes grises cubrían el cielo.
–Pinto
bonitos cuadros y después los voy regalando por ahí –declaró–. Mi hermano está en
la cárcel. Mató a un hombre que, según dice, lo había insultado.
El
decrépito anciano levantó las manos y se las enseñó al viajero. Las tenía negras
de mugre.
–Elimino
las verrugas de las manos –dijo entre lamentos–. Qué manos tan suaves. Toco el acordeón.
Usted tiene treinta y siete años. El otro día fui a visitar a mi hermano a la cárcel.
Me senté a su lado. Es un hombre atractivo y tiene un pelo precioso. “Albert –le
pregunté–, ¿te arrepientes de haber matado a aquel hombre?”. Él me respondió furioso:
“¡Cómo me voy a arrepentir, volvería a hacerlo, mataría a diez, a cien, a mil!”.
Al
anciano se le empezaron a caer las lágrimas y se limpió las manos con su mugriento
pañuelo. Al intentar mascar tabaco, se le desplazaron los dientes postizos. Avergonzado,
se tapó la boca con las manos.
–Estoy
viejo. Usted tiene treinta y siete años, yo bastantes más, –susurró–. Mi hermano
es una mala persona –está lleno de odio–; es un hombre atractivo y tiene un pelo
precioso, pero ha matado a un hombre, para él la vida no vale nada. Odio la vejez.
Me avergüenza ser tan viejo. Me he vuelto a casar. Tendría que ver a mi mujer, es
muy guapa. Le escribí cuatro cartas y me contestó. Se vino hasta aquí y nos casamos.
Me encanta verla caminar. Yo le hago regalos, ¿sabe?, vestidos muy bonitos. Tiene
un pie torcido –no está recto–; mi primera mujer está muerta. Elimino las verrugas
de las manos sin derramar una gota de sangre. Curo toses, catarros, tisis, enfermedades
hemorrágicas. Pueden escribirme, contesto todas las cartas. Si no tienen con qué
pagar, no hay problema. No cobro. Es gratis.
Al
anciano se le volvieron a humedecer los ojos. El forastero trató de consolarlo:
–¿Es
usted feliz? –le preguntó.
–Sí
–le respondió el anciano–, y además soy buena gente. Pregunte por ahí si quiere.
Me llamo Tom, soy herrero de profesión. Aunque tiene un pie torcido, mi mujer camina
con estilo. Le he regalado un vestido largo. Tiene treinta años, yo setenta y cinco.
Tiene montones de zapatos. Yo ya le he comprado algunos, tiene el pie torcido, pero
a mí me da igual, yo le compro zapatos rectos. Ella cree que no me entero –todo
el mundo cree que Tom no se entera–. Le he regalado un vestido largo que le llega
hasta los pies. Me llamo Tom, soy herrero de profesión. Tengo setenta y cinco años.
Me da asco la vejez. Elimino las verrugas de las manos sin derramar una gota de
sangre. Pueden escribirme, contesto todas las cartas. No cobro. Es gratis.
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