Jorge Ibargüengoitia
El episodio cinematográfico sucedió hace cuatro años. Yo estaba embargado
y mi aventura con Angela Darley había entrado en una etapa negra. Una noche me salí
de su casa olvidando, o mejor dicho, fingiendo olvidar, la cabeza etrusca que ella
me había regalado después de tantos ruegos de mi parte. Yo estaba furioso porque
ella había insistido en leer las líneas de la mano del joven Arroyo y le había dicho
lo mismo que me había dicho a mí tres años antes:
–Resulta usted muy atractivo para cierta clase de personas.
Esa noche la soñé, con bigotes y oliendo a azufre. Le
perdí el respeto.
Al día siguiente, hice una fiesta e invité al joven
Arroyo, que me relató sus aventuras con Angela Darley. Afortunadamente no habían
llegado a mayores. Al verme irremplazado, me puse tan contento que bebí más de la
cuenta y acabé a las seis de la mañana, bailando en el Club Nereidas. Esta fue la
obertura del episodio cinematográfico.
Desperté a las seis de la tarde, en estado deplorable, con la noticia de
que Feliza Gross y Melisa Trirreme querían hablar conmigo y estaban esperándome
en la sala. Bajé a saludar envuelto en un impermeable, porque desde los trece años
no he tenido nada que pueda llamarse bata. En la sala, tomé asiento y me cubrí la
boca con la mano, discretamente, para que la fetidez de mi aliento no molestara
a las visitantes.
Melisa, que era poetisa y argumentista, quería hacerme
una proposición, que me pareció sensacional. Para empezar, me explicó las condiciones
en que estaba la Industria Cinematográfica. Esto era allá por 1958; los últimos
descubrimientos de los cazadores de talento consistían, entonces, en la amante del
Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario, una hacienda abandonada en el Estado
de Morelos, un oso amaestrado y su compañero inseparable, un niño oligofrénico y
chimuelo, que era el único que lo sabía dominar. Con estos elementos se había pensado
hacer una Superproducción Megatónica en Technicolor Anastigmático. Hacía falta un
buen argumento y para confeccionarlo se había pensado en formar un equipo de primera,
con ella, Melisa Trirreme, yo y Juan Cartesio, el filósofo y ensayista. El dinero
se nos entregaría en dos partes: una al terminar el argumento y otra al terminar
la adaptación. Urgía ponerse en acción, porque el director, en un arrebato de celo
completamente injustificado, ya se había ido al Estado de Morelos a buscar locaciones,
a pesar de que no sabía de qué iba a tratar la película. A mí me convenía tanta
prisa, porque había decidido comprar un blazer azul marino que había visto en el
aparador de la Casa Rionda.
Al día siguiente nos juntamos Melisa, Juan Cartesio
y yo. Cualquier observador inteligente hubiera comprendido que aquello no iba a
dar buenos resultados. Sin embargo, nosotros no fuimos capaces de ver la trampa
en que estábamos metiéndonos.
Primero había que encontrar un tema. Yo propuse la Vida
de Sor Juana Inés de la Cruz, que bien podía ser representada por la amante del
Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario y que podía desarrollarse en una hacienda
abandonada del Estado de Morelos, pero tanto Cartesio como la Trirreme me objetaron,
ahora comprendo que con mucha razón, que si el personaje central iba a ser Sor Juana
Inés de la Cruz, íbamos a tener muchas dificultades para asimilar en el argumento
al oso amaestrado y al niño oligofrénico. Sin embargo, aquella noche insistí tanto
en defender mi idea que ellos se impacientaron y acabaron por ignorar mis argumentos.
Al ver que no me hacían caso, me ofendí tanto, que me levanté de la mesa (estábamos
en casa de la Trirreme), entré en la cocina y me hice un huevo frito.
La siguiente reunión fue todavía más desagradable. Decidí
no hablar, y provisto de unas hojas de papel y un lápiz, me dediqué a hacer una
serie de dibujos pornográficos. Mientras dibujaba, los oía discutir si el tema había
de ser de gitanos, de peregrinos, de cirqueros, de charros, de psicoanalistas o
de asesinos. Por fin, se pusieron de acuerdo y fabricaron un argumento, mientras
yo seguía dibujando. Cuando me preguntaron mi opinión, tenía la cabeza tan despejada
que destruí en un cuarto de hora lo que ellos habían confeccionado en tres. Esta
vez, ellos fueron los que se molestaron y se fueron a la cocina a hacer huevos fritos.
Durante la siguiente sesión nocturna, me dormí. Y no
sólo me dormí, sino que babeé sobre la mesa de Melisa Trirreme. Cuando abrí los
ojos, ella me miraba fijamente, llena de odio. Supongo que en ese momento decidió
jugarme la mala pasada que me jugó dos días después. Me dijo que Arturo de Córdova
estaba interesado en actuar en una comedia; los elementos eran, Arturo de Córdova,
un paisaje alpino, un hotel de lujo y una mujer joven, que todavía no se sabía si
iba a ser Amadís de Gaula o Pituka de Foronda; ahora bien, ellos dos estaban muy
ocupados haciendo el argumento de Entre el cielo y el río, así que, ¿por
qué no me iba yo a mi casa a hacer un argumento para Arturo de Córdova?
Me fui a mi casa y estuve dos meses y medio haciendo
argumentos para Arturo de Córdova. Ahora estoy convencido de que esos argumentos
están en la basura, pero, ¿quién los puso allí? ¿Arturo de Córdova? ¿Pituka de Foronda?
o ¿Melisa Trirreme?
Cuando terminó la etapa de Arturo de Córdova volví a las reuniones nocturnas.
Las cosas habían cambiado. Melisa tenía un conflicto sentimental que le exigía hacer
llamadas telefónicas de dos horas y media. Mientras ella telefoneaba, Juan Cartesio
y yo íbamos a la cocina a beber cubas libres y a platicar de nuestras frustraciones.
–Hace dos años que no escribo nada que sea mío
–decía Juan.
La obra se había modificado varias veces, porque, afortunadamente,
el oso amaestrado había muerto y había sido sustituido por un joven que cantaba;
por consiguiente, la película había pasado de cirqueros, a ser de charros. Por otra
parte, el productor había decidido que la heroína sufriera una poliomielitis aguda,
para que la última imagen de la película fuera la del cantante empujándola en una
silla de ruedas. Cuando todo parecía resuelto, a alguien se le ocurrió la maldita
idea de que todo pasara en tiempos de la Revolución, así que tuve que irme a mi
casa otra vez a leer Ocho mil kilómetros en campaña. Cuando terminé le lectura
escribí una escena inspirada en la Batalla de Santa Rosa, con federales, revolucionarios
y vías de ferrocarril, que me quedó muy bien. Pero entonces, la amante del Gerente
del Banco de Auxilio Agropecuario descubrió que los sombreros de campana y los chemises
le sentaban estupendamente. Adiós Revolución, adiós federales, adiós revolucionarios,
adiós balazos. La película iba a tratar ahora de la vida de un cantante que, después
de muchas privaciones llegaba a triunfar en el Teatro Degollado. La hacienda abandonada
del Estado de Morelos había caído en desgracia.
Hubo necesidad de hacer todo otra vez, hasta aquella
escena, en la que después de una larga secuencia a base de intershots mostrando
botas que hienden burós, puños que hienden ventanas, rifles que hienden puertas,
un carrancista hendía a Beatriz, la hermana menor de la heroína. Esta reparación,
tuvimos que hacerla Juan Cartesio y yo, solos, porque Melisa, al ver que la cosa
se prolongaba ad nauseam, había decidido no dar golpe. Había comprado uno
de esos libros enormes, llamados Diarios, había apuntado en él una infinidad de
números y pasaba las noches haciendo sumas.
El cansancio, el descontento y la miseria, empezaron
a hacernos mella. Cartesio y yo pasábamos las noches entre la máquina y el couch,
uno dictaba y el otro escribía. De vez en cuando, suspendíamos el trabajo e íbamos
a la cocina, pasando al hacerlo, junto a Melisa, que seguía en la mesa del comedor
haciendo sumas. En la cocina, preparábamos cubas libres, platicábamos un rato y
veíamos, con horror, cómo nos iba creciendo la barba.
Una noche, Cartesio cometió el error de confesarme que
pensaba escapar. ¿De qué? De la Trirreme, de Entre el cielo y el río, de
mí.
Decidí adelantármele.
Mi oportunidad vino dos noches después. Melisa me dio
un billete de quinientos pesos y me pidió, como un gran favor, que fuera a comprar
un garrafón de Bacardí. Tomé el billete, salí de la casa y no he vuelto a poner
un pie en ella. Al día siguiente fui a la Casa Rionda y compré el blazer.
Durante dos meses creí que Melisa Trirreme iba a presentarse
en mi casa a cobrarme los quinientos pesos, pero supongo que prefirió castigarme
con su silencio y no he vuelto a verla.
Entre el cielo y el río nunca llegó a filmarse. Los fondos
con que iba a ser financiada fueron retirados cuando el Gerente del Banco de Auxilio
Agropecuario descubrió que su amante le era infiel. Melisa es ahora Eminencia Gris
en la Secretaría de Catastro y Prevención, el joven cantante fue atropellado por
un tranvía en la Avenida Cuauhtémoc, Juan Cartesio vive muy lejos, en un destierro
voluntario y honorable. Sólo quedo yo, que de vez en cuando hago argumentos para
el cine.
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