Roberto Bolaño
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos
escritores, aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores.
En uno de los relatos aborda la figura de A, un autor de su misma edad pero que
a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las mayores ambiciones (y
en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es famoso ni tiene
dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A y
B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o
de un proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una
parecida curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera
de A, sin embargo, ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector
ávido, le parece insoportable. A, al principio desde los periódicos pero cada vez
más a menudo desde las páginas de sus nuevos libros, pontifica sobre todo lo existente,
humano o divino, con pesadez académica, con el talante de quien se ha servido de
la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde su
torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en
el que ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen,
A se ha convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos
se burla de A. La burla no es cruenta (sobre todo teniendo en cuenta que se trata
sólo de un capítulo de un libro más o menos extenso). Crea un personaje, Álvaro
Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las mismas opiniones que A. Cambian
los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía, Medina Mena lo hace
contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el arte contemporáneo,
Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la pornografía. La historia
de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si
no mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se publica –es la primera
vez que B publica en una editorial grande– y comienza a recibir críticas. Al principio
su libro pasa desapercibido. Luego, en uno de los principales periódicos del país,
A publica una reseña absolutamente elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás
críticos y convierte el libro de B en un discreto éxito de ventas. B, por supuesto,
se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio, luego, como suele
suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste, sin
duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida
en otro periódico (no tan importante como aquel en donde publicó su reseña), A menciona
una vez más el libro de B, de forma por demás elogiosa, tachándolo de altamente
recomendable: “Un espejo que no se empaña”. En el tono de A, sin embargo, B cree
descubrir algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor famoso le dijera: no
creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé que te burlaste de mí. Ensalza
mi libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza mi libro para que
nadie lo identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha dado cuenta
de nada y nuestro encuentro escritor-lector ha sido un encuentro feliz. Todas las
posibilidades le parecen nefastas. B no cree en los encuentros felices (es decir
inocentes, es decir simples) y comienza a hacer todo lo posible para conocer personalmente
a A. En su fuero interno sabe que A se ha visto retratado en el personaje de Medina
Mena. Al menos tiene la razonable convicción de que A ha leído todo su libro y que
lo ha leído tal como a él le gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por qué se
ha referido a él de esa manera? ¿Por qué elogiar algo donde se burlan –y ahora B
cree que la burla, además de desmesurada, tal vez ha sido un poco injustificada–
de ti? No encuentra explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta
de la sátira, probabilidad nada despreciable dado que A cada vez es más imbécil
(B lee todos sus artículos, todos los que han aparecido después de la reseña elogiosa
y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a puñetazos su cara, la cara de A cada
vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la santa impaciencia, como
si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no
tiene éxito. Viven en ciudades diferentes. A viaja mucho y no siempre es seguro
encontrarlo en su casa. Su teléfono casi siempre marca ocupado o es el contestador
automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga en el acto pues
le aterrorizan los contestadores automáticos.
Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en
contacto con A. Intenta olvidar el asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro.
Cuando se publica A es el primero en reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía
cualquier disciplina de lectura, piensa B. El libro ha sido enviado a los críticos
un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos cinco folios, donde demuestra,
además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura lúcida, clarificadora
incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que antes había pasado
por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado.
Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que
la editorial lo envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un
libro enviado el jueves, tal como va el correo en España, en el mejor de los casos
llegaría el lunes de la semana siguiente. La primera posibilidad que a B se le ocurre
es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro, pero rápidamente rechaza
esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La segunda posibilidad
es más factible: que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B telefonea
a la editorial, habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que
A ya haya leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña
y está contenta) y le promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien
se puede poner de rodillas telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche.
El resto del día, como no podía ser menos, lo pasa imaginando historias, cada una
más disparatada que la anterior. A las nueve de la noche, desde su casa, lo telefonea
la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por supuesto, A estuvo en la editorial
días antes y se fue con un ejemplar del libro de B con el tiempo suficiente como
para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia devuelve la serenidad a B.
Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer
fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo
por calles desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado
antes y entra. Todas las mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana,
en un rincón apartado de la chimenea que débilmente calienta el comedor. Una muchacha
le pregunta qué quiere. B dice que quiere comer. La muchacha es muy hermosa y tiene
el pelo largo y despeinado, como si se acabara de levantar. B pide una sopa y después
un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a leer la reseña. Tengo que
ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise jugar a esto,
piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan
a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B
con desgana, tal vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas,
a sangre. El frío del restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma del
estómago y a la mañana siguiente se arrastra como puede hasta el ambulatorio. La
doctora que lo atiende le receta antibióticos y una dieta suave durante una semana.
Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un amigo y contarle toda
la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo cuento a
él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia
y acto seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente
proceder a demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama
a nadie y muy pronto un miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que
alguien, un lector anónimo, se hubiera dado cuenta de que Álvaro Medina Mena es
un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le parece horrenda. Con más de
dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable. ¿Pero quiénes
son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Álvaro Medina Mena?
En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su libro, en la práctica
sólo unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los crucigramas, los
que, como él, estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de milenio.
¿Pero qué puede hacer B para que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias
posibilidades, desde escribir una reseña elogiosa en grado extremo del próximo libro
de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la obra de A (incluidos sus malhadados
artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y poner las cartas boca arriba
(¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el zaguán de su piso,
obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al pegarse
como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo
con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito
de público. A nadie le parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando
no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y de la política) españolas,
es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra. Al cabo
de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su
imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio,
producto de sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado
por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de
un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una anécdota algo desmesurada en
el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio sobre nueva
literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar
otro libro y el coloquio, piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento.
El viaje y la estancia en el hotel, por supuesto, están pagados y B quiere aprovechar
los pocos días de estadía en la capital para visitar museos y descansar. El coloquio
dura dos días y B participa en la jornada inaugural y asiste como espectador a la
última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la casa de la
condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre
los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en
la capital, y una beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no
conoce a nadie, está en el grupo que acude a cerrar la velada a casa de la condesa.
La fiesta, precedida por una cena ligera pero deliciosa y bien regada con vinos
de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la madrugada. Al principio, los
participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se van sumando
al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero
donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores
de televisión, toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser
presentado a la condesa y el honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de
la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice
la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada
de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa, en
alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne
y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del “amigo”.
Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se
mueve y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como
si se hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa
la reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín
y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el movimiento
fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica: debe
estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender
que la única salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera
de huir sería permanecer en alguna de las innumerables habitaciones de la casa y
esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B, tal vez se trate del director
de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea conocerme.
Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar
las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas
a la glorieta. Al llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien
ha estado allí y decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve
a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como
actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle
una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la
condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa
seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya
se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos.
Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En
la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso
a su ciudad, B dedica la mañana a trasladarse a un hotel más barato donde se instala
como si planeara quedarse a vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda
la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las primeras llamadas sólo escucha
el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que dicen, uno después
del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato, que
dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos
puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas
ideas respecto a A y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen.
Primero, la voz de la mujer. Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A,
posiblemente enérgica, dispuesta a hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar
su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la voz de A. Un arquetipo de serenidad,
la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos que yo pero parece como
si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono de alegría?,
¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo
y se va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran
una obra de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar
la felicidad que los embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas
que B se hace obtiene respuesta. Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente,
y a las diez de la noche, desde la cabina de un restaurante económico, le contesta
una voz de mujer. Al principio, sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta
la mujer. Lo repite varias veces y luego guarda silencio, pero sin colgar, como
si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después, en un gesto que se adivina
lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un teléfono de la
calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la
que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber
dicho: quiero hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar.
B no contesta, pide perdón, insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice
la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda unos segundos, como si pensara quién es B
y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado, piensa
B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la mujer ha
dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared de la cocina,
oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer,
A y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera
persona, un hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece
que conversan, que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una
conversación interesante en grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo.
O que tardan en ponerse de acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que
A coja de una vez por todas el teléfono. Y en la espera o en la incertidumbre alguien
grita, tal vez A. Después se hace un silencio repentino, como si una mujer invisible
taponara con cera los oídos de B. Y después (después de varias monedas de un duro)
alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que
no hizo. Primero pensó en insistir pero decidió llevado por una superstición cambiar
de cabina. Los dos siguientes teléfonos que encontró estaban estropeados (la capital
era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por fin encontró uno en condiciones,
al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le temblaban como si hubiera
sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que estuvo a punto
de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y que
para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar y al cabo de un rato,
después de haber desechado varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios,
entró en un establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban
más de treinta personas. El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una
camaradería indiscriminada y bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas
que no conocía de nada y que normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera
mantenido a distancia. Se celebraba una despedida de soltero o la victoria de uno
de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al hotel de madrugada, sintiéndose
vagamente avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde
comer (descubrió sin asombro que era incapaz de probar bocado), B se instala en
la primera cabina que encuentra, en una calle bastante ruidosa, y telefonea a A.
Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es reconocido de inmediato.
A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio: sentimos mucho
lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando y luego
colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me pareció que
no era oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya cualquier atisbo
de discreción. Por varias razones, dice la mujer... A no se encuentra muy bien de
salud... Cuando habla por teléfono se excita demasiado... Estaba trabajando y no
es conveniente interrumpirlo... A B la voz de la mujer ya no le parece tan juvenil.
Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el trabajo de buscar mentiras convincentes,
además no menciona al hombre de la voz grave. Pese a todo, a B le parece encantadora.
Miente como una niña mimada y sabe de antemano que yo perdonaré sus mentiras. Por
otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si realzara su propia
belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta que
vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos
de punta) y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos
B los emplea en imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador.
Lo mejor será que vengas esta noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice
B. Muy bien, te esperamos a cenar a las ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de
voz y cuelga.
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio
a otro, como un vagabundo o como un enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un
solo museo aunque sí entra a un par de librerías en donde compra el último libro
de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro es fascinante, aunque cada página
rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B. Considera su propia obra, maculada
por la sátira y por la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A. Después
se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y yonquis
que a primera vista dan la impresión de movimiento pero que en realidad no se mueven,
aunque tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la
ropa que usó durante el primer día de estancia en la ciudad y que es la más limpia
que tiene, y luego vuelve a salir a la calle. A vive en el centro, en un viejo edificio
de cinco plantas. Llama por el portero automático y una voz de mujer le pregunta
quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que se abre
dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo sube al
piso de A, B cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de lagartija
o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está
esperando. Es alto, pálido, un poco más gordo que en las fotos. Sonríe con algo
de timidez. B siente por un momento que toda la fuerza que le ha servido para llegar
a casa de A se evapora en un segundo. Se repone, intenta una sonrisa, alarga la
mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo evitar el melodrama.
Por fin, dice A, cómo estás. Muy bien, dice B.
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