Sherwood Anderson
Elizabeth Willard, la
madre de George Willard, era alta y flaca y tenía la cara picada de viruelas.
Aunque no pasaba de los cuarenta y cinco años, alguna oscura enfermedad había
apagado su fuego interior. Iba y venía con indolencia por el hotel viejo y destartalado
mirando el descolorido empapelado de las paredes y las alfombras deshilachadas,
y ejerciendo, cuando podía, el trabajo de camarera entre las camas mancilladas
por el sueño de los gruesos viajantes de comercio. Su marido, Tom Willard, un
hombre esbelto, agraciado y ancho de espaldas, que andaba con paso militar y
decidido, y tenía un bigote negro al que había acostumbrado a girar bruscamente
hacia arriba, trataba de disuadirla. Aquella figura alta y fantasmal que se
movía lentamente por las habitaciones le parecía un reproche a su persona. Al
pensar en ella se indignaba y soltaba un juramento. El hotel era poco rentable
y estaba siempre al borde de la quiebra y le habría gustado librarse de él.
Pensaba en el viejo edificio y en la mujer que vivía allí con él como en cosas
derrotadas y acabadas. El hotel en que había empezado a vivir con tantas
esperanzas ya no era sino una mera sombra de lo que debería ser un hotel. A
veces, cuando andaba muy serio y acicalado por las calles de Winesburg, se
paraba y se volvía de pronto, como si temiera que el espíritu del hotel y de su
mujer le persiguieran incluso por la calle. “¡Qué vida más perra!”, farfullaba
sin objeto.
Tom
Willard sentía pasión por la política local y durante años había sido el líder
demócrata en una comunidad declaradamente republicana. “Algún día –se decía– la
marea de la política se pondrá de mi lado y todos estos años de servicios
inútiles pesarán mucho a la hora de repartir las recompensas”. Soñaba con ir al
Congreso e incluso con llegar a ser gobernador. Una vez que un miembro más
joven del partido se levantó en una conferencia política y empezó a alardear de
sus fieles servicios, Tom Willard se puso lívido de furia.
–¡Silencio!
–rugió mirando con rabia en torno suyo–. ¿Qué sabrá usted de servicios? ¡Si no
es más que un muchacho imberbe! ¡Fíjese en mí! He sido demócrata en Winesburg
cuando era un crimen serlo. En los viejos tiempos faltaba poco para que nos
persiguieran a tiros.
Entre
Elizabeth y su único hijo George había un profundo e inefable vínculo de
simpatía, basado en un sueño juvenil femenino largamente olvidado. En presencia
del hijo era tímida y reservada, pero a veces, mientras él iba de aquí para
allá por el pueblo, dedicado a su tarea de reportero, ella entraba en su
habitación, cerraba la puerta y se arrodillaba junto al pequeño escritorio,
hecho con una mesa de cocina, que había junto a la ventana. Allí, junto al
escritorio, llevaba a cabo una ceremonia que era en parte una plegaria y en
parte una petición dirigida a los cielos. Deseaba ver renacer en la figura del
muchacho algo que una vez había sido parte de sí misma. A eso se refería la
plegaria. “Aunque muera, sabré alejar de ti la derrota”, exclamaba con tanta
determinación que todo su cuerpo se estremecía, los ojos le brillaban y
apretaba los puños. “Si muero y lo veo convertirse en una figura gris e
insignificante como yo, volveré –afirmaba–. Le pediré a Dios que me conceda ese
privilegio. Lo exigiré. Pagaré el precio que sea. Ya puede Dios darme de
puñetazos. Aceptaré cualquier golpe con tal de que mi hijo tenga ocasión de
decir algo en nombre de los dos”. La mujer se detenía dubitativa y contemplaba
la habitación del muchacho. “Y tampoco permitiré que acabe siendo un listillo
triunfador”, añadía de forma vaga.
Exteriormente,
la comunión entre George Willard y su madre era formal y desprovista de
significado. Cuando ella estaba enferma y se sentaba junto a la ventana de su
cuarto, él a veces iba a visitarla por la tarde. Se sentaban junto a una
ventana que daba al tejado de un pequeño edificio de madera en la calle Mayor.
Con sólo volver la cabeza, podían mirar por otra ventana hacia un callejón que
había detrás de las tiendas de la calle Mayor y conducía a la puerta trasera de
la panadería de Abner Groff. A veces, mientras estaban allí, se desarrollaba
ante sus ojos una escena de la vida pueblerina. Abner Groff aparecía en la
puerta trasera de su tienda con un bastón o una botella de leche vacía en la
mano. Hacía mucho tiempo que el panadero se la tenía jurada a un gato gris que
pertenecía a Sylvester West, el farmacéutico. El chico y su madre veían al gato
colarse por la puerta de la panadería y volver a salir perseguido por el
panadero que maldecía y agitaba los brazos. El panadero tenía los ojos pequeños
y enrojecidos, y el cabello negro y la barba cubiertos de harina. En ocasiones
se enfadaba tanto que, aunque el gato hubiera desaparecido, lanzaba palos,
trozos de cristal roto e incluso algunas de sus herramientas. Una vez rompió
una ventana de la parte de atrás de la ferretería Sinning. En el callejón, el
gato gris se agazapaba detrás de barriles llenos de papel y botellas rotas
sobre los que se cernía un negro enjambre de moscas. En una ocasión en que
estaba sola, tras observar un largo e inútil arrebato por parte del panadero,
Elizabeth Willard se tapó la cara con las manos largas y blancas y lloró.
Después, nunca volvió a mirar hacia el callejón, sino que trató de olvidar la
disputa entre el barbudo y el gato. Le pareció una representación de su propia
vida, terrible por su realismo.
Por
la tarde, cuando el hijo se sentaba con su madre en la habitación, el silencio
los hacía sentirse extraños. Anochecía y el tren nocturno llegaba a la
estación. Abajo, en la calle, se oían los pasos de la gente que iba y venía
sobre los tablones de la acera. En la estación, tras la partida del tren
nocturno, reinaba un profundo silencio. Tal vez Skinner Leason, el agente de
transporte arrastrara una carretilla a lo largo del andén. En la calle Mayor
resonaba la risotada de un hombre. La puerta de la oficina de transportes se
cerraba de un portazo. George Willard se levantaba, atravesaba la habitación y
buscaba a tientas el pomo de la puerta. A veces chocaba con una silla y la
hacía rechinar contra el suelo. La enferma seguía junto a la ventana, indolente
y totalmente inmóvil. Se veían sus manos largas, blancas y exangües apoyadas en
los brazos del sillón.
–Deberías
salir con los otros chicos. Pasas demasiado tiempo encerrado –decía
esforzándose por aliviar la turbación de la partida.
–Pensaba
ir a dar un paseo –replicaba George Willard, que se sentía raro y confuso.
Una
tarde de julio, en que escaseaban los pasajeros que hacían del New Willard
House su hogar temporal y los pasillos, iluminados con lámparas de queroseno a
media luz, estaban sumidos en la oscuridad, Elizabeth vivió una aventura.
Llevaba varios días enferma en cama y su hijo no había ido a visitarla. Se
alarmó. Su ansiedad avivó la débil chispa de vida que quedaba en su cuerpo
hasta convertirla en una llama y se deslizó fuera de su lecho, se vistió y
corrió por el pasillo hacia la habitación de su hijo, agitada por unos temores
exagerados. Avanzó apoyándose y deslizando la mano por el empapelado de la
pared del pasillo y respirando con dificultad. El aire silbaba entre sus dientes.
Mientras se apresuraba hacia allí, pensó que aquello era una locura.
“Son
cosas de jóvenes –pensó–. Tal vez haya empezado a salir con alguna chica”.
Elizabeth
Willard temía que la vieran los huéspedes del hotel que antes había sido de su
padre y del que todavía era propietaria, según constaba en el registro de la
propiedad del condado. El hotel no dejaba de perder clientes debido a su mal
estado y ella también creía estar en mal estado. Su habitación estaba en un
rincón oscuro y, cuando se sentía capaz de trabajar, prefería dedicarse a hacer
las camas, porque podía hacerlo cuando los huéspedes estaban fuera tratando de
hacer negocios con los comerciantes de Winesburg.
La
madre se arrodilló junto a la puerta del dormitorio de su hijo y escuchó para
ver si se oía algún ruido dentro. Cuando oyó al muchacho moverse por la
habitación y hablar en voz baja, acudió a sus labios una sonrisa. George
Willard tenía la costumbre de hablar solo y eso siempre le había producido un
extraño placer a su madre, que tenía la sensación de que aquel hábito reforzaba
el vínculo secreto que había entre ellos. Mil veces había musitado para sus
adentros, a propósito de aquel asunto. “Está tanteando, tratando de encontrarse
a sí mismo –pensaba–. No es ningún patán obtuso, todo palabrería y ocurrencias.
Hay algo dentro de él que pugna secretamente por crecer. Es lo mismo que yo
permití que matasen en mi interior”.
En
la oscuridad del pasillo, la enferma se incorporó y volvió a su habitación. Le
asustaba que la puerta pudiera abrirse y el chico la encontrara allí. Cuando
llegó a una distancia prudencial y estaba a punto de doblar la esquina para
seguir por otro pasillo se detuvo y, apoyándose con ambas manos, esperó a que
se le pasase un tembloroso acceso de debilidad que había sufrido de pronto. La
presencia del muchacho en la habitación la había alegrado. En su cama, durante
las largas horas que había pasado sola, los pequeños temores que la habían
asediado se habían convertido en gigantes. Ahora habían desaparecido. “Cuando
vuelva a mi habitación podré dormir”, murmuró agradecida.
Pero
Elizabeth Willard no iba a volver a su cama a dormir. Mientras esperaba
temblorosa en la oscuridad, se abrió la puerta del cuarto de su hijo y quien
salió fue Tom Willard, el padre del muchacho. Se quedó allí con la mano en el
picaporte, iluminado por la luz que salía por la puerta, y habló. Lo que dijo
enfureció a su mujer.
Tom
Willard tenía ambiciones para su hijo. Siempre se había tenido por un
triunfador, aunque nada de lo que había hecho había tenido éxito. No obstante,
cuando estaba lejos del New Willard House y no corría el riesgo de toparse con
su mujer, fanfarroneaba y se pintaba a sí mismo como uno de los hombres más
influyentes del pueblo. Quería ver triunfar a su hijo. Era él quien le había
buscado la ocupación en el Winesburg Eagle. Ahora, le estaba dando solemnes
consejos sobre su forma de comportarse.
–Te
digo, George, que va siendo hora de que espabiles –dijo con aspereza–. Will
Henderson me ha insistido ya varias veces. Asegura que te pasas horas sin
responder cuando te hablan y que actúas como una chica atolondrada. ¿Se puede
saber qué es lo que te pasa? –Tom Willard soltó una carcajada franca–. En fin,
supongo que ya se te pasará –afirmó–, es lo que le dije a Will. No eres
estúpido y no eres ninguna chica. Eres el hijo de Tom Willard, así que ya
espabilarás. No me preocupa. Lo que me has dicho aclara las cosas. Si el
trabajo de periodista te ha sugerido la idea de meterte a escritor, a mí no me
parece mal. Aunque para eso también tendrás que espabilar, ¿eh?
Tom
Willard se marchó a toda prisa por el pasillo y bajó un tramo de escaleras
hasta su despacho. En la oscuridad, su mujer lo oyó reír y conversar con un
huésped que estaba pasando aquella tarde aburrida dormitando en una butaca
junto al despacho. Volvió a la puerta de la habitación de su hijo. Se le había
pasado la debilidad como por milagro y avanzó con paso decidido. Mil ideas
cruzaron por su imaginación. Cuando oyó arrastrar una silla y el ruido de la
pluma al arañar el papel, se dio la vuelta y regresó por el pasillo a su
cuarto.
La
derrotada mujer del hotelero de Winesburg había tomado una decisión que era el
resultado de largos años de reflexiones tranquilas e ineficaces. “Bueno –se
dijo–, ha llegado el momento de actuar. Algo está amenazando a mi hijo y tengo
que impedirlo como sea”. El hecho de que la conversación entre Tom Willard y su
hijo hubiese sido tan tranquila y natural, como si entre ellos hubiese un claro
entendimiento, la sacaba de quicio. Hacía años que odiaba a su marido, pero su
odio había sido siempre impersonal. Él formaba parte de algo que ella
aborrecía. Ahora, aquellas palabras pronunciadas en la puerta lo habían
convertido en su más pura personificación. En la oscuridad de su cuarto apretó
los puños y miró fijamente en torno suyo. Sacó unas largas tijeras de coser de
una bolsita de tela que colgaba de un clavo de la pared y las empuñó como una
daga.
–Lo
apuñalaré –dijo en voz alta–. Ha escogido convertirse en portavoz del mal y lo
mataré. Cuando lo haya matado, algo se quebrará en mi interior y yo también
moriré. Será una liberación para todos.
En
su juventud, y antes de celebrarse su matrimonio con Tom Willard, Elizabeth
había disfrutado de una reputación más bien dudosa en Winesburg. Durante muchos
años había sido, como suele decirse, un poco teatrera y se había paseado por
las calles en compañía de los viajantes de comercio que se hospedaban en el
hotel de su padre, vestida con ropa muy llamativa y animándolos a que le
hablaran de las ciudades de donde provenían. En cierta ocasión, había
conmocionado al pueblo entero al ponerse ropa de hombre y recorrer en bicicleta
la calle Mayor.
En
esos tiempos, aquella muchacha alta y morena estaba muy confusa. La dominaba
una enorme inquietud que se expresaba de dos maneras diferentes. En primer
lugar, sentía un apremiante deseo de cambiar y de dar un giro radical a su
vida. Dicho deseo era el que le había hecho interesarse por el teatro. Soñaba
con unirse a alguna compañía y recorrer mundo, conocer caras nuevas y entregar
algo de sí misma a su público. A veces, de noche, la idea le impedía conciliar
el sueño, pero cuando trataba de hablar con los miembros de las compañías
teatrales que pasaban por Winesburg y se alojaban en el hotel de su padre, no
sacaba nada en claro. O bien no parecían entenderla o, si lograba expresar en
parte su apasionamiento, se burlaban de ella. “No es eso –decían–. Resulta tan
aburrido y poco interesante como lo de aquí. No conduce a ninguna parte”.
Cuando
paseaba con los viajantes, y luego con Tom Willard, la cosa era muy distinta.
Siempre daban la impresión de entenderla y compadecerla. En las calles menos
frecuentadas del pueblo, en la oscuridad bajo los árboles, la cogían de la mano
y ella pensaba que una parte inexpresable de sí misma pasaba así a formar parte
de algo no menos inexpresable de ellos.
Y
luego estaba la segunda expresión de su inquietud. Cuando eso se producía, se
sentía liberada y feliz durante un tiempo. No culpaba a los hombres que
paseaban con ella y más tarde no culpó a Tom Willard. Era igual cada vez:
empezaba con besos y acababa, tras unas emociones extrañas y desbocadas, con
una sensación de paz y de lloroso arrepentimiento. Mientras sollozaba apoyaba
la cara en la mano del hombre y siempre pensaba lo mismo. Aunque fuese grande y
con barba, pensaba que se había convertido de pronto en un niño pequeño. Le
sorprendía que no se pusiese a llorar él también.
En
su cuarto, oculta en un rincón del viejo Willard House, Elizabeth Willard
encendió una lámpara y la colocó en una mesita que había junto a la puerta. Se
le había metido una idea en la cabeza, así que se dirigió al armario y sacó una
cajita cuadrada que dejó sobre la mesa. La caja contenía artículos de
maquillaje y llevaba allí desde que la dejara olvidada, junto a algunas cosas más,
una compañía teatral que había recalado en Winesburg. Elizabeth Willard había
decidido ponerse guapa. Su cabello todavía era negro y formaba una gran masa
trenzada y recogida alrededor de la cabeza. La escena que iba a suceder en el
despacho de abajo empezaba a cobrar forma en su imaginación. No sería una
figura fatigada y fantasmal lo que se enfrentaría a Tom Willard, sino algo
mucho más sorprendente e inesperado. Alta, con las mejillas morenas y la mata
de cabello cayéndole sobre los hombros, bajaría a grandes pasos las escaleras
ante los ojos de los atónitos huéspedes del hotel. Sería una figura silenciosa,
pero rápida y terrible. Aparecería como una tigresa cuyo cachorro estuviera en
peligro, saldría de entre las sombras, deslizándose furtiva y sigilosa y
empuñando las largas y temibles tijeras.
Con
un sollozo ahogado en la garganta, Elizabeth Willard apagó la lámpara que había
dejado sobre la mesa y se quedó débil y temblorosa en la oscuridad. La fuerza
que había animado su cuerpo como por milagro desapareció y a punto estuvo de
desplomarse en el suelo, tuvo que aferrarse al respaldo de la silla en la que
había pasado tanto tiempo contemplando los tejados de uralita de la calle
Mayor. Se oyeron unas pisadas en el pasillo y George Willard entró por la puerta.
Se sentó en una silla junto a su madre y empezó a hablar.
–Voy
a marcharme –dijo–. No sé a dónde ni lo que haré, pero me marcho.
La
mujer de la silla esperó temblorosa. Sintió un impulso.
–Supongo
que ya va siendo hora de que espabiles –respondió–. ¿No crees? Así que quieres
ir a la ciudad a ganar dinero, ¿eh? ¿No te parece que lo mejor que puedes hacer
es convertirte en un hombre de negocios y ser activo, agudo y despierto? –Esperó
y tembló.
El
hijo negó con la cabeza.
–No
sé si conseguiré hacértelo entender, pero ojalá pudiera –dijo muy serio–. No
puedo hablar de esto con mi padre. Ni siquiera voy a intentarlo. No serviría de
nada. No sé lo que haré. Sólo quiero irme, observar a la gente y pensar.
Volvió
a reinar el silencio en la habitación donde estaban la mujer y el chico. Una
vez más, como las otras tardes, se sentían cortados. Al cabo de un rato, el
chico trató de reiniciar la conversación.
–Supongo
que no será hasta dentro de un año o dos, pero lo he estado pensando –afirmó
levantándose y dirigiéndose hacia la puerta–. Después de lo que me ha dicho mi
padre no me queda otro remedio que marcharme.
Toqueteó
torpemente el pomo de la puerta.
En
la habitación el silencio se hizo insoportable para la mujer. Quería llorar de
felicidad por las palabras que habían salido de los labios de su hijo, pero
expresar alegría se había vuelto imposible para ella.
–Deberías
salir con los otros chicos. Pasas demasiado tiempo encerrado –dijo.
–Pensaba
ir a dar un paseo –respondió el chico saliendo torpemente de la habitación y
cerrando la puerta.
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