Eraclio Zepeda
A Enrique Florescano
La estatua de Carlos IV se bamboleaba
en los ojos de Fermín Saldívar. Oscilaba hacia la derecha, hacia la izquierda; el
caballo con la pesada cabeza en alboroto moviéndola con nervio, el hocico cargado
de espuma metálica y el rey arriba con sus piernas sosteniéndose jinete. En los
ojos de Fermín Saldívar la bestia relinchaba, se venía para adelante con un trote,
para atrás con un reparo, haciendo círculos en el aire la mano en alto de Carlos
IV.
–Ahí está el
caballo. ¡Méndigo caballito! Con tu pata al aire, lista para bajarte del altar e
irte a galope por entre los carros y tranvías.
Fermín Saldívar,
bolero de profesión, con la placa 56 del sindicato, cumplía años aquel día. El bolero
Fermín Saldívar estaba borracho: se había tomado unas cervezas porque era el día
de su cumpleaños.
–Tú también,
caballo, como que estás a medios chiles. Pero aguántala, caballo. Quédate quietecito
como todos, no te vayas a bajar caballo… a lo macho, no te vayas a bajar al suelo.
A estas horas,
medio día, con el verano cayendo a bocanadas, ardiendo sobre las avenidas, sobre
los cofres de los camiones, sobre los rieles del tranvía, México huele a aburrimiento,
el ruido se pone de mal humor al medio día. La esquina de Juárez y Bucareli hierve
de peatones; parece que de golpe, sin razón, toda la ciudad hubiera salido a la
calle para pasar enfrente de la estatua de Carlos IV.
–Caballito,
mira nomás todo este mundo de gente. Míralos cómo se van matando; nadie sabe para
qué sale, para qué camina, para qué traga. Tú sí sabes bien para qué sirves: estás
de estatua. Pero ahora te empeñas en venir para abajo. Si te estoy mirando el ansia
caballo. No la riegues, para qué quieres venir a estar como la gente, como yo, como
toda la bola de tarugos que andamos aquí en la calle sin saber qué hacer… quédate
ahí arriba, caballo.
El bronce de
la estatua de Carlos IV se llenaba de luz, a las doce en punto del día. Disparaba
destellos igual que un potro vivo sudado y brillante después de una carrera. Fermín
Saldívar no distraía la mirada del monumento que en sus ojos se iba y venía para
atrás y para adelante. En sus ojos estaba brioso el caballo de Carlos IV.
–Esta gente
es móndriga, mano… no te dejan hacer nada. Parece que Dios les hubiera dicho: les
cae negra si se dejan que alguno cambie. ¡Palabra que así se portan! Si eres bolero,
pues que te quedes para siempre de bolero; si eres caballo, hasta el panteón te
quedas de caballo, caballito. ¡Y hasta eso! Tú ni cuando vayas al panteón porque
estás engarrotado como santo de iglesia, que para algo eres estatua, caballo. Ya
ves pues, mejor ni te muevas, mano.
La gente se
arremolinaba en las esquinas; aguardaba nerviosa el cambio de la luz en el semáforo
y se lanzaba a la acera de enfrente para perderse en seguida. Pasaban a los lados
de Fermín Saldívar que con su caja de bolear colgándole del hombro como si fuera
un brazo nuevo ya muy suyo, hablaba con palabras de borracho. Por delante, por detrás,
le rozaban los transeúntes; les sentía los pasos, los respiros, los olores. Proseguían
nerviosos su camino. Nadie observaba ni siquiera un instante. Fermín Saldívar, con
sus ojos húmedos, veía la estatua ecuestre de Carlos IV.
–Mira, caballo:
esta gente se muere como nace, les gusta andar así, carrereando sin ver, sin tocar
nada, como dicen en mi pueblo que andan los espantos. Caminan pero no se mueven,
quedan en el mismo lugar, no cambian. Y si alguno quiere cambalachear su turno,
nomás no lo dejan manito. Mírame a mí, sentado en el banco todos los días, todo
el día, limpiándole los cacles al que sea, al que pague. Así me la paso a diario,
así me miran a diario; así todos están recontentísimos. Pero si por pura puntada
le dijera al cuate que estoy boleando: “ora vale, bájate pa’l banco y dame bola
para que veas cómo se siente”, te apuesto que me manda al diablo, caballo, y con
él toda esta gente junta. Así son, mano… si estás abajo, mejor que estés abajo.
Pero si ya estás a donde estás no seas maje, caballo; mírate en mi espejo; quédate
donde te toca, te lo digo a lo macho, manito.
Miles de personas
moviéndose en uno y otro sentido, cambiando de dirección los pasos, en conjunto
llevando un ritmo como el del trigo maduro a la mitad del viento. Gente de no se
sabe dónde, sin hablar, sin reír, sin nombre conocido, sin tener un pedazo de tierra
del cual ponerse a hablar por las tardes. Gente con la que no se cuenta para nada,
que pasa así nada más, se bolean, pagan y vuelven a caminar por estas calles con
el ceño fruncido, preocupados de algo, todos preocupados de algo.
–Este gentío
se mueve como ciegos de los ojos, no ven. Nomás ponen las patas en la calle y se
van como Dios les da a entender. Aquí todos son patas: patas para ir, patas para
venir, patas para ganarse los frijoles, patas para que yo les dé una boleada ¡patas
para qué te quiero!
Se sentó en
la banqueta; estiró las piernas y apoyó la cara en el hueco de las manos apuntalando
los codos sobre el vientre. Le daba vueltas la cabeza y las avenidas se le trenzaban
como palabras de borracho.
–Ahí estás mejor
caballo. Ahí estás sin ver a esta colección de cábulas, o nomás mirando a los que
quieres. Quédate ahí, caballo. Aquí vas a ver un montón de pudriciones. Aquí no
te dejan ver más que los zapatos, es a lo único que le tiras cuate. Allí donde estás
puedes ver hasta árboles, caballo…
Un policía se
acercó y le ordenó que se levantara de la banqueta, que se fuera a dormir o a trabajar
pero que se saliera de donde estaba sentado.
–Ya ves, caballo:
no te dejan. Es cumpleaños pero no te dejan. Tienes un año más de andar tonteando
pero no te dejan hacer otra cosa que bolear. Sólo para eso sirves, según ellos.
Así son, caballo.
Aprovechó que
el semáforo le permitía el paso y atravesó la calle. Se detuvo en la acera de enfrente
y volteó la cabeza hacia la estatua.
–No, caballito.
No te puedo dejar solo; ánimas te animas a echarte a trotar por estas calles ¿y
quién si no tu cuate para enseñarte los caminos?
Ahora podía
ver el monumento en toda su longitud; desde los belfos abiertos del caballo hasta
la cola espesa como un tronco, pasando por el rey jinete con cabeza de romano. El
caballo se inclinaba más, se asentaba en los cuartos traseros haciendo vibrar la
musculatura de sus piernas, dispuesto a dar el salto e irse cabalgando por Bucareli.
En los ojos de Fermín Saldívar el caballo estaba a punto de lanzarse al suelo.
–Te lo digo,
caballo, aquí abajo todo está más dado al catre que nada. Ahí a donde estás subido
siquiera tienes aire, aquí ni eso manito. No caballo, no seas ni te hagas…
Durante todos
los años que había pasado con su caja de bolear, aquí en esta esquina enfrente del
Caballito, en Juárez y Bucareli, en el exacto cogote de México, durante estos años
Fermín Saldívar había deseado, medio en broma, medio en serio, llegar un día arriba
del pedestal en que descansa la estatua de Carlos IV. Se había pensado jineteando
el caballito. Había estudiado cuidadosamente todos los posibles asideros que los
rebordes del monumento le prestaban para escalarlo. Había meditado bastante en ello;
le daba vueltas como a un jarro al que se le busca algún defecto, le golpeaba quedamente
con los nudillos para oír el sonido entero del proyecto. En verdad la idea aquélla
se había hecho, poco a poco, algo muy propio del bolero Fermín Saldívar.
–Mira manito:
de plano, en todos estos años que tengo de darle a la boleada en esta líquida esquina,
nomás me la he pasado viéndote y viéndote. Aunque la envidia apesta yo a ti te tengo
envidia; envidia de la buena, de la que y tal vez ni apesta. Eso de verte tan alto,
tan bien parado, tan en tu chamba… Si a mí me hubieran preguntado qué quería ser
cuando me hicieron bolero, les hubiera dicho que caballo de estatua, como tú mero.
¡Y ahora te quieres ir! ¡No le hagas ahí estás bien, no se te ocurra bajarte!
Sin advertirlo
cabalmente empezó a caminar hacia la rotonda donde se alza el monumento; los carros
le zumbaban dejando un aire chillón y repetido. Alguna bocina le sonaba en las orejas.
–Estás muy bien
caballo, ahí estás a gusto, estás solo, porque el mono ése que está sobre ti montado
como que ya no es él; como que ya se ha vuelto también algo caballo de tanto andar
contigo. Palabra que es uno juntamente.
La caja de bolear,
adornada con espejos y fotografías de bailarinas, le pesaba en el hombro mientras
avanzaba dando bandazos rumbo a la glorieta.
–Quédate ahí,
caballo, Si te vas tronchas el alma. Tú eres mi cuate, manito. No te vayas, caballo.
Llegó a las
boyas que aíslan el tráfico a la rotonda del Caballito. Se acercó a la base del
pedestal, descolgó del hombro la caja de bolear y la colocó sobre el suelo con cuidado.
–Ah, caballo.
Ahora sí me vas a oír. Ahí estás alto, seguro. Mírame a mí en el suelo, acogotado.
¿No viste cómo me corrió el azul de la banqueta, hace un rato? Aquí abajo todos
te corren. Caballo.
Desde el suelo,
el Caballito se elevaba enorme; teniendo el sol exactamente sobre las crines, la
parte superior se perdía en un restallar de luces mientras que la panza quedaba
en medio de una sombra plomiza; el pesado casco de la mano izquierda se movía nervioso
buscando en dónde apoyarse. A los ojos de Fermín Saldívar el paso de la bestia era
inminente.
–Si no te quedas
quieto me subo y te sofreno. ¡Palabra de hombre que ahora sí me subo y te sofreno,
caballo!
Aquel día, en
que para festejar su cumpleaños se había tomado unas cervezas, la idea de llegar
hasta la altura del Caballito le salió dando vueltas desde adentro, desde más allá
de las costillas y le reverdeció en las manos. Ahora, precisamente ahora, iba a
subirse al monumento.
–Te lleve patas
de cabra, caballo. Tú eres mi cuate y por eso no te permito que te largues. Ahora
sí caballo, me voy a montar en tus lomos para ver qué tan bien miras las cosas.
Asió fuertemente
con la mano izquierda un reborde agarrándose a la orilla superior del basamento
y los pies encontraron apoyo en la placa de mármol “Este monumento es obra de…”
–¡Ahí te voy,
caballo! Ahora vas a ver quién es tu cuate: el bolero Fermín Saldívar con la placa
56 del sindicato.
Cuando se incorporó
acezando junto a las patas del caballo, una clara satisfacción le espigó por todo
el cuerpo. Se afianzó en las piernas del rey y escaló la escultura hasta el lomo
del caballo.
–Miren a Fermín
Saldívar –gritó.
Desde los lomos
del caballo veía a su esquina de Juárez y Bucareli, con los centenares de peatones
moviéndose ciegos sin detenerse ante nada, rápidos, sin sonreír siquiera.
–Mírenme, méndigos.
Vengan acá para ver si los boleo. ¡Mírenme, méndigos! Vengan acá para ver si los
boleo. ¡Mírenme, méndigos!
Una gran luminosidad
estaba floreándole en el pecho.
–Estoy sobre
el caballo. Sobre todos, sobre México, sobre el día de mi cumpleaños arriba del
caballo.
–¡Bájese, desgraciado!
–le gritó un policía desde la base del monumento. Tres más venían corriendo por
entre los carros–. ¡Bájese o lo bajo!
Fermín Saldívar
sintió un quebranto. De nuevo ellos, los mismos, las voces, las órdenes. Otra vez
impidiéndole los gustos, sacándole los ojos del contento.
–Estoy sofrenando
al cuaco, jefe –dijo, con palabras que se le tropezaban en la boca.
–Borracho de
porquería… ¡Bájese!
–Se va a ir
el caballo…
–Te vas a ir
a donde ya sabes si no te bajas –rugió uno de los policías recién llegados.
–Ahí están,
caballo. Ya viste cómo tratan a los de abajo. ¡Y tú que te querías brincar al suelo,
tarugo! Ahí están, míralos como son, como si Dios los hubiera mandado para no dejar
que nadie se salga de bolero.
–¿Qué esperas
pedazo de…?
–Ahí voy, ahí
voy. Nomás le dejo un recado al cuaco…
Uno de los policías
sintió ganas de reírse. Lo hubiera hecho de no haber sido policía y estar de servicio.
Frunció el ceño y ahogó la risa con un
–Te rompo la
madre si no bajas a la de tres: uno… dos…
–Ahí voy, ahí
voy. –Fermín Saldívar inició el descenso lentamente. De golpe le habían arrebatado
el mundo, cerrado las ventanas, echado abajo los pilares del gozo. –Pero te vi de
cerca, caballo; te toqué, te sofrené. ¿Qué tal si no te calmo? Ahorita tendrías
a todos los azules pegándote de gritos. ¿Qué tal si no estoy, caballo…?
–Ahí te lo dejamos,
mi cabo –y los tres policías que llegaron al último se regresaron a la acera de
Juárez y Bucareli.
–No te apenes,
caballo, mi cuaco. ¡Mira! Si hasta tienes los ojos tristes. Mírame, yo ando todavía
contento. A lo macho que estoy contento… me di el gusto de estar allá arriba, de
darle en la mera torre a todos los que nomás quieren que me quede en el suelo boleando,
hasta que buenamente me quede muerto. No estés triste caballo.
–Mira a todos
esos bueyes que nunca se han subido a donde quieren, a donde tú estás, tan alto,
tan bien puesto. No estés triste caballito. ¡Palabra! Algún día voy a venir a verte
de nuevo y hasta puede que entonces ya no me bajen y me quede allí como el cuate
ése que ya se hizo caballo de tanto andar contigo.
Los peatones
van y vienen con el gesto preocupado. Pasan sin detenerse, abstraídos en algo que
les duele como un clavo. Fermín Saldívar con la placa 56 del sindicato, borracho
el día de su cumpleaños, con el cuello de la chamarra estrujado por la mano del
policía, iba contento y satisfecho. La caja de bolear, abandonada a los pies del
monumento reflejaba en sus espejos los automóviles que pasaban zumbando alrededor
de la estatua ecuestre de Carlos IV.
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