Arthur Koestler
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía
en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad
y rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta
aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona
que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente,
en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada
hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo
hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó
con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió
airadamente al verdugo:
–¿Por qué prolongas mi agonía? –le preguntó–. ¡Habías
sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo
de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima
y le dijo:
–Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario