martes, 31 de octubre de 2023

Duelo en Sirte

Poul Anderson

 

La noche entregaba su mensaje, nacido a muchas millas de aquella soledad, llevado por el viento, repetido por los líquenes y los árboles enanos, transmitido de unas a otras por las pequeñas criaturas que se escondían bajo las peñas, en cuevas, o a la sombra de las móviles dunas. Sin palabras, pero despertando un oscuro impulso de miedo que repercutía en el cerebro de Kreega, corría la advertencia:

–Están cazando otra vez.

Kreega se estremeció ante una súbita ráfaga de viento. La noche profunda lo rodeaba por todos lados, desde la férrea amargura de las colinas a las resplandecientes y móviles constelaciones, a años-luz sobre su cabeza, y advirtió que sintonizaba sus temblorosas percepciones con la maleza, con el viento y con las pequeñas plantas ocultas a sus pies, al dejar que la noche le hablara.

Estaba solo. No había ningún otro marciano en cien millas a la redonda; únicamente los pequeños animales y matorrales estremecidos por el agudo y triste soplo del viento.

El grito sin voz de la muerte corría por el matorral de planta en planta, encontrando un eco en los aterrados pulsos de los animales y en las rocas que lo reproducían por reflexión.

Kreega se cobijó bajo un alto risco. Sus ojos, como lunas amarillas, relumbraban en la oscuridad, plenos de terror y de frío aborrecimiento. El exterminio se iba realizando implacablemente en un círculo de diez millas a la redonda, dentro del cual se hallaba, y pronto el cazador vendría tras él. Miró el indiferente relucir de las estrellas y se estremeció.

 

Todo comenzó pocos días antes, en la oficina del comerciante Wisby.

–Vengo a Marte para llevarme un “buhito” –dijo Riordan.

Wisby observó al otro hombre por encima de sus lentes, calibrándolo.

Aun en rincones olvidados por Dios, como en aquel Puerto Armstrong, se escuchó hablar de Riordan, heredero de una empresa de navegación aérea que él extendió por todo el sistema; también era famoso como cazador de piezas mayores. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los helados reptiles de Plutón, lo cazó todo. Excepto, claro, un marciano, cuya caza estaba prohibida por entonces.

–Ya sabe que es ilegal. Son veinte años de condena si lo atrapan –advirtió Wisby.

–¡Bah! El comisionado para Marte está ahora en Ares, a la mitad del ecuador del planeta. Si vamos decididos a nuestro objetivo, ¿quién va a enterarse? –Riordan terminó de un sorbo su bebida–. De lo que estoy bien convencido es de que, dentro de otro año, habrán estrechado tanto la vigilancia que será imposible conseguir algo. Ésta es la última oportunidad de la cual dispone alguien para adjudicarse un buhito, y por eso estoy aquí.

Wisby, indeciso, miró por la ventana. Un terrícola, en traje de vuelo y casco transparente, bajaba por la calle y una pareja de marcianos se recostaba contra la pared. Por lo demás, nada en absoluto. La vida en Marte no era muy grata a los humanos.

–¿No habrá caído usted en esa martofilia que hace estragos en la Tierra? –preguntó Riordan, despreciativo.

–¡Oh, no! –repuso Wisby–. Pero los tiempos han cambiado. No se puede evitar.

–Antes fueron esclavos –gruñó Riordan.

–Sí, los tiempos cambian –repitió suavemente Wisby–. Cuando los primeros hombres llegaron a Marte, hace cien años, la Tierra concluía de padecer las Guerras Hemisféricas, las peores que el hombre conoció. Ellas hundieron e hicieron odiosas las viejas ideologías de Libertad e Igualdad. Las personas se volvieron recelosas y rudas. Tenían que existir, que sobrevivir. No fueron capaces de comprender a los marcianos ni pensar en ellos sino como en animales inteligentes. ¡Eran unos esclavos tan útiles! Podían alimentarse con poca comida, calor y oxígeno, y hasta eran capaces de aguantar quince minutos sin respirar. Y la de los marcianos se convirtió en una hermosa caza, la de unos seres inteligentes que podían escapar en muchas ocasiones, y aun arreglárselas para matar al cazador.

–Ya lo sé –contestó Riordan–. Por eso quiero cazar uno. Si la pieza no tiene defensa, la caza no es divertida.

–Pero ahora es distinto –prosiguió Wisby–. La Tierra ha permanecido en paz un largo tiempo. Una de las primeras reformas fue la de terminar con la esclavitud marciana.

Riordan lanzó un juramento.

–No tengo tiempo de filosofar con usted. Si puede conseguir que cace a un marciano, se lo agradeceré.

–¿En cuánto?

Hubo entre ellos un breve regateo antes de fijar una cifra. Riordan estaba provisto de fusiles y de una lancha cohete, pero Wisby debía suministrar el material radiactivo, un “halcón” y un perro. El precio final resultó elevado.

–Y ahora, ¿dónde consigo mi marciano? –inquirió Riordan, y señalando con un gesto a los dos que estaban en la calle, añadió:

–¡Atrape a uno de esos y suéltelo en el desierto!

Ahora le tocó a Wisby mostrarse despreciativo.

–¿A uno de esos? ¡Bah! ¡Vagabundos de ciudad! Un terrícola le daría a usted más guerra.

Los marcianos no parecían impresionantes. De algo más de un metro de estatura, sus piernas eran flacas y sus pies estaban provistos de garras y sus brazos terminaban en cuatro huesudos y ágiles dedos. Tenían el pecho amplio y robusto, pero la cintura era ridículamente estrecha. Eran vivíparos, de sangre caliente, y amamantaban a sus hijos; pero estaban cubiertos de plumaje gris. Las cabezas redondas estaban armadas de curvados picos, tenían enormes ojos ambarinos y las orejas rematadas por penachos de plumas, que justificaban su apodo de “buhitos”. Vestían sólo cinturones con bolsillos y llevaban agudos puñales. Ni siquiera los liberales de la Tierra estaban dispuestos a permitir a los indígenas el uso de armas modernas. Había demasiados agravios acumulados.

–Lo que usted necesita –dijo Wisby– es un marciano de la vieja época, y yo sé dónde hay uno.

Extendió un mapa sobre el escritorio, y dijo:

–Mire usted aquí, en las colinas de Hraef, a unas cien millas. Estos marcianos tienen una larga vida, quizás de dos siglos, y este sujeto, Kreega, ha merodeado por ahí desde que llegaron los primeros terrícolas. Dirigió muchos ataques marcianos en los primeros tiempos, pero desde la paz y amnistía general, vive solitario allá arriba, en una de las torres derruidas. Se trata de un viejo guerrero. Viene por aquí de cuando en cuando y trae pieles y minerales para cambiar; por eso sé algo sobre él –y los ojos de Wisby destellaron con rencor–. Nos haría usted un favor disparando sobre ese maldito arrogante. Ronda por aquí como si este sitio le perteneciera. Le sacará jugo a su dinero cazándolo.

La fuerte cabeza de Riordan asintió, con satisfacción.

 

El cazador tenía un halcón y un perro. Aquello era malo para la presa. El perro podía seguir su rastro por el olor y el pájaro, localizarla desde lo alto.

Kreega se sentó en una cueva mirando, entre las arenas, matojos requemados por el sol y rocas socavadas por el viento, y a varias millas de allí, los destellos metálicos del cohete posado en el suelo. El cazador era una pequeña mancha en el enorme paisaje estéril, un insecto solitario que se movía bajo el rojo anaranjado del cielo. Un débil y pálido sol se vertía sobre las rocas pardas, ocres o rojizas, sobre los bajos y polvorientos matorrales espinosos, los retorcidos arbustos y la arena que se movía suavemente entre ellos.

Solitario o no, el cazador tenía un arma, llevaba animales, y hasta un aparato de radio en la nave-cohete con el cual llamar a sus compañeros. Y la muerte trazaba en torno a ellos dos un círculo encantado, que Kreega no podría franquear sin atraer sobre sí una muerte aun peor que la que el rifle podría darle.

Pero, ¿había una muerte aun peor que aquella: ser fusilado por un monstruo y que luego éste se llevase su piel disecada como trofeo? El viejo orgullo férreo de su raza se irguió en Kreega, duro, amargo e irreductible. Él no le pedía mucho a la vida en aquellos días; soledad en su torre para reflexionar sobre la larga evolución de los marcianos y crear esas pequeñas, pero exquisitas obras de arte que amaba, la compañía de los seres de su raza en la Estación de la Asamblea, grave y antigua ceremonia que le procuraba un áspero goce, y la posibilidad de engendrar y dejar tras de sí hijos; una visita ocasional a los establecimientos de los terrícolas para obtener las mercancías de metal y vino (únicas cosas valiosas que habían traído a Marte); un vago anhelo de llevar a los suyos a un lugar donde pudiesen vivir como iguales ante todo el Universo. Nada más.

Barbotó una maldición contra los humanos y emprendió nuevamente su trabajo. Estaba tallando una punta de lanza. El matorral crujió, seca y alarmantemente; pequeños animales ocultos chillaron con terror, y el desierto entero le avisó que el monstruo se dirigía hacia su cueva. Pero ya no podía escapar.

 

Riordan esparció el isótopo del metal pesado en un círculo de veinte kilómetros de diámetro alrededor de la torre.

El isótopo radiactivo que empleaba tenía una vida media de unos cuatro días, lo que significaba que no sería seguro acercarse a aquellos lugares al menos en unas tres semanas; dos, como mínimo. Había, pues, tiempo para acosar al marciano en un espacio tan reducido. No existía siquiera el riesgo de que éste intentara cruzarlo. Los marcianos habían aprendido lo que significaba la radiactividad, desde los primeros días de su lucha con los terrícolas.

Riordan puso en marcha un aparato de alarma de su nave-cohete que, si no volvía dentro de dos semanas a desconectarlo, emitiría señales, y éstas, oídas por Wisby, le traerían auxilio. Comprobó el resto de su equipo. Tenía un traje de vuelo adaptado a las condiciones de vida marcianas; un compresor que le daría al aire del planeta la presión necesaria para que él pudiera respirarlo y, asimismo, absorbería el anhídrido carbónico de su respiración. También llevaba un rifle del 45, construido para disparar en Marte. Y, desde luego, brújula, binoculares y catre de campaña.

Para un caso extremo, cargó también un pequeño tanque de suspensina, gas que, mediante el giro de una válvula, podía mezclar con el aire que respirara, y que tenía la propiedad de paralizar las terminaciones nerviosas locales y retrasar el metabolismo hasta el punto en que un hombre pudiera vivir durante semanas con una bocanada de aire. Pero Riordan no esperaba tener que usarlo. Sería desagradable yacer tendido y con plena conciencia, esperando que funcionara la señal automática para llamar a Wisby.

Les silbó a sus animales. Eran bestias indígenas, de antaño domesticadas por los marcianos y luego por el hombre. El perro era como un lobo; flaco, pero de enorme pecho emplumado. El halcón, en la tenue atmósfera marciana, necesitaba una envergadura de dos metros para poder elevar su pequeño cuerpo.

Riordan no había mirado de cerca la torre. Era un edificio derruido que aún se erguía en la cumbre de una colina rojiza. Antiguamente –un ayer acaso diez mil años atrás–, los marcianos habían alcanzado una civilización que creó ciudades, agricultura y una cierta tecnología de tipo neolítico. Pero, según sus propias tradiciones, lograron una simbiosis con la vida salvaje del planeta y abandonaron, por inútiles, los mecanismos.

El perro ladró, y su ladrido pareció caer del frío y tranquilo aire, rebotar contra las rocas y quebrarse y morir, a su pesar, bajo el hondo silencio. De pronto, saltó; había descubierto huellas.

El mismo Riordan dio otro gran salto, que la escasa gravedad le facilitaba, mientras brillaban sus ojos verdes como el hielo herido por el sol. La caza había comenzado.

La respiración en los pulmones de Kreega se hizo rápida, dura y dolorosa. Sintió debilitarse y pesar sus piernas, y el latido del corazón pareció sacudir todo su cuerpo.

Pese a ello, corrió aún, mientras el horroroso clamor y el ruido de pasos se aproximaban.

Saltando, retorciéndose, rebotando de uno a otro despeñadero, deslizándose por profundos precipicios y espesos grupos de árboles, Kreega huyó. El perro iba tras él y el halcón aleteaba sobre su cabeza. El desierto luchaba a su favor; las plantas, con su extraña y ciega vida que ningún terrestre podría entender nunca, estaban de su parte. Las espinosas ramas se apartaban cuando él se arriesgaba entre ellas, y luego volvían a su primitiva posición para arañar los costados del perro y frenar su brutal carrera.

El terrestre ya llevaba cubiertos un par de kilómetros, pero no daba aún señales de cansancio. Kreega continuaba corriendo, pues quería alcanzar el borde rocoso antes de que el cazador le apuntara a través de la mira de su rifle. Subió corriendo la larga cuesta. El halcón revoloteaba en torno suyo, chocando con él, tratando de hundirle el pico y las garras en la cabeza, mientras su perseguido le pegaba con la lanza.

El marciano llegó, con esfuerzo, al borde de la roca aguda y vio el fondo del desfiladero, hundiéndose en las oscuras profundidades. Más allá, el sol poniente brillaba ante sus ojos. Sólo se detuvo un instante; luego saltó sobre el borde rocoso.

Kreega bajó por el otro lado de la roca, temiendo que se derrumbara por su peso. El halcón voló sobre él, muy cerca, agrediéndole y chillando para llamar la atención de su amo.

Se deslizó, de cara al precipicio, hasta la mancha gris verdosa de un viñedo, y sus nervios vibraron ante la atracción de la antigua simbiosis.

El halcón se precipitó de nuevo sobre él, que quedó inmóvil, rígido, como muerto, hasta que el ave se posó sobre su hombro, con un graznido de triunfo, lista para sacarle los ojos.

Entonces las parras se agitaron. No eran fuertes pero sus espinosos zarcillos se hundieron en el pájaro, que no pudo liberarse. Kreega se dirigió con apuro por el desfiladero, mientras las parras retenían al halcón.

Riordan asomó amenazador, destacándose vivamente contra el oscuro cielo, e hizo dos disparos; las balas pasaron silbando, muy cerca, rozando las profundidades que albergaban al marciano. La noche se aproximaba como una cortina. En medio de la oscuridad, Kreega oyó reír a su perseguidor, y las rocas se estremecieron ante aquella risa.

Después de un rato, Riordan acampó. Se acostó mirando la espléndida noche estrellada. Marte era oscuro durante la noche; sus dos satélites, Fobos, una simple mancha móvil, y Deimos, sólo una estrella, lo alumbraban bien poco. Era oscuro, frío y vacío. El perro se había enterrado en la arena, cerca de allí.

Las matas, los árboles y los pequeños animales charlaron, murmuraron y chismorrearon, con palabras que él no podía oír, sobre el terrícola que se calentaría trabajosamente. Pero Riordan no podía comprender aquel lenguaje, que no era propiamente lenguaje.

Soñoliento, Riordan recordó pasados lances de caza. La caza mayor de la Tierra: leones, tigres, elefantes, búfalos y carneros salvajes en las altas cimas de las Rocallosas bañadas por el sol.

Las húmedas selvas de Venus y el rugido, semejante a una tos, del monstruo miriápodo de los pantanos, aplastando los árboles al pasar hacia el sitio donde él lo esperaba emboscado. Primitivos redobles de tambores en una cálida y húmeda noche, cantos de batidores que bailan en torno al fuego, algarabías en las infernales llanuras de Mercurio, con un sol agobiante cayendo sobre los mezquinos trajes aislantes, la grandeza y desolación de los pantanos de gas líquido en Neptuno y la pujante y ciega vida que gritaba en ellos hasta el atontamiento.

Pero aquella era la más solitaria, extraña y, quizás, peligrosa caza de todas y, por lo mismo, la mejor.

Despertó a la primera luz de un alba gris, tomó un parco desayuno y le silbó al perro para que lo siguiera.

El perro se puso en marcha y tardó una hora en hallar el rastro. Entonces lanzó un ladrido, sonoro y profundo, y siguieron caminando, más lentamente ahora, pues el camino era difícil y pedregoso. Todo estaba tranquilo, con una tranquilidad profunda, tensa y, en cierto modo, expectante.

El perro quebró aquella paz con un ansioso ladrido y salió corriendo. Riordan se lanzó tras él, tropezando en la tupida maleza, jadeante, gruñendo y maldiciendo de excitación.

De súbito, la maleza se abrió a sus pies. Con un aullido de terror, el perro resbaló por la inclinada pared del pozo que se veía al descubierto. Riordan se lanzó tras el animal, con rapidez felina, y se echó de bruces, mientras una de sus manos alcanzaba a asir la cola del perro. El golpe casi lo hizo caer también a él en el agujero. Enganchó el brazo a una mata que, a su vez, se le clavó en el casco, y jaló al perro hacia arriba.

Aún estremecido observó la trampa. Estaba bien hecha; unos seis metros de profundidad, con paredes tan rectas y estrechas como lo permitía lo arenoso del suelo y astutamente cubierta de rastrojos. Hincadas en el fondo brillaban tres amenazadoras puntas de lanza talladas en pedernal.

Enseñó los dientes con una mueca de lobo, y miró en torno suyo. El buhito debía haber pasado la noche entera haciendo eso, luego no podía estar muy lejos. Además, debía estar muy cansado.

Como en respuesta a sus pensamientos, una piedra se desprendió de la pared rocosa más cercana. Riordan se echó a un lado y la vio chocar en el sitio que él ocupaba antes.

–¡Adelante! –aulló, lanzándose hacia la roca.

Durante un momento una forma gris se destacó sobre el borde rocoso y arrojó una lanza; Riordan le disparó, y la visión se desvaneció.

La lanza rozó el áspero tejido de sus ropas y él saltó a una estrecha cornisa al borde del precipicio.

Al marciano no se le veía por ninguna parte, pero un débil rastro de sangre se internaba en la abrupta comarca.

Siguieron ese rastro durante dos o tres kilómetros y luego lo perdieron. Riordan inspeccionó el panorama de árboles y ramas que ocultaban el horizonte por doquier. Un sudor, que no podía enjuagar, bañaba su cara y su cuerpo. Sentía un intolerable ardor y sus pulmones se irritaban al respirar aquel aire enrarecido. Pero, con todo, reía con verdadero deleite. ¡Vaya cacería!

Kreega yacía a la sombra de una elevada peña y se estremecía por su debilidad. Más allá, la luz del sol danzaba en lo que, para él, era un cegador e intolerable deslumbramiento, ardiente, cruel y devorador, duro y brillante como el metal de los conquistadores. Ahora tenía hambre, la sed era un tormento salvaje en su boca y garganta, y aún lo seguían.

Ya no estaban lejos. Todo el día lo acosaron a través de la atormentada extensión de piedra y arena, y ahora sólo podía esperar el combate. Sintió la extenuación como una carga férrea.

La herida del costado le quemaba. No era profunda, pero le había causado sangrado y dolor. Por un instante, el guerrero Kreega desapareció para convertirse en un solitario y asustado chiquillo que sollozaba en el desierto: “¿Por qué no pueden dejarme solo?” Un arbusto bajo, de color verde sucio, crujió. Un correarenas pio en una de las hendiduras. Los perseguidores se acercaban.

Rápidamente, Kreega se subió a la cima de la roca y se aplastó contra ella, de bruces. Le habían seguido la pista y ahora tendría, por fuerza, que acercarse a su torre.

Desde allí podía verla. Una baja y amarillenta ruina, combatida por los vientos durante milenios. En su huida sólo había tenido tiempo de tomar un arco, unas pocas flechas y un hacha. ¡Míseras armas! Las flechas no podían traspasar las ropas del terrícola, cuando manejaba el arma un débil marciano, y aunque el hacha hubiera sido de acero, era siempre algo pequeña y poco contundente. Pero era todo lo que tenía, eso y sus pocos aliados del desierto, que pugnaban por conservar su soledad.

Kreega colocó una flecha en la cuerda y se tendió en silencio bajo la pálida luz del sol, a la espera.

Llegó primero el perro, ladrando y aullando. Kreega tensó el arco cuanto pudo. El animal estaba más allá de la roca; el terrícola, casi debajo de ella. Disparó la flecha.

Estremeciéndose salvajemente, Kreega vio la flecha atravesar al perro, vio a éste saltar en el aire y luego rodar y rodar, aullando y mordiendo el astil con furia.

Como una centella gris, el marciano saltó de la roca y se arrojó sobre el terrícola. Golpeó al hombre y cayeron juntos.

Fieramente manejó el marciano el hacha, que partió el casco de su enemigo. Sin sitio para revolverse, Riordan rugió y respondió con un puñetazo. Kreega rodó hacia atrás. Riordan le disparó. Kreega se levantó y huyó. El otro, rodilla en tierra, le apuntó con cuidado a la sombra gris que trepaba por la colina más próxima.

Una pequeña serpiente de arena mordió la pierna del cazador y luego se enrolló en su muñeca, lo que bastó para desviar el tiro.

El marciano vio la breve agonía de la serpiente al ser rechazada por el hombre, que la aplastó con el pie. Algo más tarde oyó una explosión. El hombre había volado la torre.

Kreega había perdido el hacha y el arco. Estaba completamente inerme; y el cazador no cejaría en su intento. Aun sin sus animales lo seguiría, más despacio pero tan incansablemente como antes.

Kreega descansó un momento sobre el saliente de una roca. Sus sollozos sacudían el delgado cuerpo y el viento del crepúsculo vespertino sonaba a su compás.

El suave rumor de los pasos de un correarenas despertó los ecos de las rocas bajas, batidas por el viento, y la maleza comenzó a hablar murmurando, por doquier, con su antiguo y mudo lenguaje.

El desierto, el planeta entero, su arena y su viento, bajo las altas y frías estrellas, la tierra, toda soledad y silencio y destino (un destino que no era el del hombre), le hablaron. La enorme unidad de la vida marciana, sublevada contra el cruel medio ambiente, se estremeció en su sangre.

“No luchas solo –murmuraba el desierto–; luchas por todo Marte y nosotros estamos a tu lado.”

Algo se movió en la oscuridad; una pequeña forma cálida, corriendo sobre su mano; una pequeña cosa plumosa y arratonada, que moraba escondida bajo la arena y pasaba su breve vida, fugitiva, contenta con su forma de vivir. Pero era parte de aquel mundo, y Marte no conoce la piedad.

Aún había ternura en el corazón de Kreega que, suavemente y en su lenguaje articulado, preguntó:

–¿Harás esto por nosotros? ¿Lo harás, pequeño hermano?

Riordan estaba demasiado rendido para dormir bien. Había permanecido despierto mucho rato, pensando. Así pues –se acordó–, también el perro estaba muerto. El incidente lo indujo a considerar la inmensidad del desierto. Oía murmullos; el matorral gemía en la oscuridad, el viento soplaba con salvaje y fúnebre sonido sobre las rocas débilmente iluminadas por las estrellas; era como si todo aquello tuviera voz, como si el mundo entero le murmurara amenazas en la noche. Vagamente se preguntaba si el hombre dominaría alguna vez Marte, si la raza humana no había corrido esta vez tras algo más grande que ella misma.

De pronto, algo se estremeció, despertándolo de un inquieto sueño, y vio una cosa pequeña que se le acercaba. Buscó el rifle, junto a su saco de dormir, y luego lanzó una carcajada. Era un ratón de arena.

Al apuntar el alba se levantó. Con ojos adiestrados buscó la pista del marciano, pero sólo halló arena y matorrales por doquier.

El mediodía lo encontró en un terreno más alto, de informes colinas con delgadas agujas rocosas que se destacaban contra el cielo. Proseguía avanzando confiado en su propia capacidad para descubrir a la presa. La huella aparecía ya, clara y fresca.

Se puso en tensión, convencido de que el marciano no podía estar lejos. Asió el rifle y siguió caminando más despacio.

Ascendió a una alta cordillera y contempló el oscuro y fantástico paisaje. Cerca del horizonte vio una raya oscura. Era el límite de su barrera radiactiva, que el marciano no podría traspasar.

Conectó el amplificador e hizo resonar su voz en la tranquilidad del ambiente:

–Sal, buhito. Voy a atraparte. Podrías salir ahora y así terminaríamos antes.

Los ecos la esparcieron por el espacio entre las desnudas peñas, temblorosas y estremecidas bajo la bronceada bóveda del cielo:

–Sal de ahí, sal de ahí, sal.

Le pareció distinguir al marciano surgiendo como un fantasma gris entre las amontonadas piedras. Quedó allí, inmóvil, a menos de seis metros. Por un instante, la sorpresa fue excesiva; Kreega esperaba, apenas visible, como si fuera un espejismo.

Luego el cazador lanzó un grito y levantó el rifle. Continuó allí el marciano, como una estatua esculpida en piedra gris; y Riordan, con un poco de desencanto, pensó que, después de todo, el marciano había decidido entregarse a la muerte inevitable.

–¡Hasta nunca! –murmuró, y oprimió el gatillo.

Como el ratón de arena se había introducido en el cañón, el fusil estalló.

Riordan sintió el estallido y vio el cañón abierto, como un plátano podrido. No resultó herido pero, mientras se reponía de la sorpresa, Kreega saltó sobre él.

El marciano medía poco más de un metro, era flaco y estaba desarmado, pero se lanzó sobre el terrícola como un pequeño vendaval. Sus piernas rodearon la cintura del hombre y sus manos se aferraron a su garganta.

Riordan cayó ante la acometida. Rugió como un tigre y enganchó sus manos en la estrecha garganta del marciano. Kreega lo atacó inútilmente con su pico. Rodaron ambos en una nube de polvo. Los matorrales murmuraban excitados.

Riordan trató de romperle el cuello, pero Kreega lo evitó revolviéndose hacia atrás.

Con un estremecimiento de terror, Riordan oyó el silbido del aire que se le escapaba cuando el pico y las garras de Kreega abrieron el tubo de oxígeno. Riordan maldijo, y de nuevo trató de agarrar la garganta del marciano. Lo consiguió y así se mantuvo a pesar de todos los esfuerzos de Kreega por romper aquel lazo.

Riordan sonrió cansadamente, sin soltar su presa. Al cabo de unos cinco minutos, Kreega ya no se movía. Siguió apretando otros cinco minutos, para asegurarse. Luego lo soltó y se palpó la espalda, tratando de alcanzar el aparato.

El aire que encerraba en su traje era impuro y caliente. No lograba conectar el tubo con la bomba.

Miró la ligera y silenciosa forma del marciano. Un débil aliento rizaba las plumas grises. ¡Qué luchador había sido! Sería el orgullo de su colección de trofeos cuando volviera a la Tierra. Desenrolló su saco y lo extendió cuidadosamente. De ningún modo podría regresar hasta el cohete con el aire que le quedaba; no había más remedio que emplear la suspensina, pero tenía que hacerlo cuando estuviera dentro del saco, si no quería que las heladas noches le cuajaran la sangre.

Se arrastró hasta él, asegurando cuidadosamente las válvulas de cierre y abriendo la del depósito de suspensina. Se iba a aburrir horriblemente, tumbado allí hasta que Wisby captara la señal dentro de unos diez días y viniera a buscarlo; pero sobreviviría. Sería otra experiencia que recordar. En aquel aire seco, la piel del marciano se conservaría perfectamente.

Sintió cómo la parálisis se apoderaba de él, cómo se atenuaban los latidos del corazón y la actividad de los pulmones. Sus sentidos y su mente estaban vivos, y se daba cuenta de que la relajación completa también tiene sus aspectos desagradables. Pero había vencido. Había matado con sus propias manos a la presa más salvaje.

En aquel momento, Kreega se incorporó y se palpó cuidadosamente. Le pareció que tenía una costilla rota. Había permanecido asfixiado durante diez largos minutos; pero un marciano puede pasar hasta quince sin respirar.

Abrió el saco y le quitó las llaves a Riordan; después se dirigió lentamente hacia el cohete. Uno o dos días de experimentos le enseñaron a manejarlo. Volvería con sus congéneres, cerca de Sirte. Ahora tenía una máquina terrestre y armas terrestres que copiar…

Pero primero había que atender otra cosa. Volvió y arrastró al terrícola hasta una cueva, dejándolo fuera de toda posibilidad de que lo encontrara alguna cuadrilla de salvamento.

Durante un rato, miró los ojos de Riordan, sobrecogidos de horror. Luego habló lentamente, en un inglés defectuoso:

–Por los que has matado y por ser extranjero en un mundo que no te necesita, y en espera del día en el que Marte sea libre, te abandono.

Antes de irse trajo varios depósitos de oxígeno y los enchufó al aparato del hombre. Con aquello bastaba para que, en aquella hibernación provocada por la suspensina, se mantuviera vivo durante mil años.

 

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