domingo, 22 de octubre de 2023

El cocodrilo

Fiódor Dostoyevski

 

I

Eran las doce y media del trece de enero del presente año de mil ochocientos sesenta y cinco cuando Elena Ivánovna, esposa de Iván Matvéich, erudito amigo mío, colega y algo pariente, aunque lejano, manifestó el deseo de ir a ver el cocodrilo exhibido en el Pasaje por un módico precio de entrada. Iván Matvéich, que tenía ya en el bolsillo el boleto para emprender un viaje al extranjero (no tanto por motivos de salud como por afán de instruirse) y, por consiguiente considerándose ya de permiso, estaba totalmente libre de obligaciones aquella mañana, lejos de oponerse al vehemente deseo de su esposa, se sintió también embargado por una ardiente curiosidad.

–¡Magnífica idea! –exclamó muy orondo–. Iremos a ver el cocodrilo. A punto de salir para Europa, no está de más ir conociendo aquí ya los indígenas que la pueblan. Con estas palabras, y tomando del brazo a su esposa, se dirigió inmediatamente al Pasaje en su compañía. En cuanto a mí, siguiendo mi costumbre, emprendí el camino a su lado en calidad de amigo de la casa. Nunca había visto yo a Iván Matvéich de mejor humor que aquella mañana, memorable para mí. ¡Bien es verdad que nuestro destino es un arcano!

Nada más entrar en el Pasaje, Iván Matvéich manifestó inmediatamente su admiración por la munificencia del edificio y, cuando llegamos al local donde era mostrado el monstruo recién traído a nuestra capital, expresó el deseo –cosa que nunca le había sucedido– de pagarle por mí al cocodrilero los veinticinco kopeks del boleto. Dentro ya del local, que era de reducidas dimensiones, advertimos que, aparte del cocodrilo, había allí loros de la especie extranjera llamada cacatúa y, además, un grupo de simios en un armario especial empotrado en un hueco. Justo al lado de la puerta, a lo largo de la pared izquierda, se encontraba un gran recipiente de cinc parecido a una bañera, cubierto por una sólida tela de alambre y con una pulgada de agua en el fondo.

En aquel charco insignificante era mantenido un tremendo cocodrilo que yacía como un tronco, totalmente inmóvil y, al parecer, privado de todas sus facultades naturales debido a nuestro clima, húmedo y desapacible para los extranjeros. Al principio, aquel monstruo no despertó particular atención en ninguno de nosotros.

–¡Conque esto es un cocodrilo! –exclamó Elena Ivánovna decepcionada. Pues, yo me lo había figurado distinto…

Lo más probable es que se lo hubiera imaginado hecho de brillantes. Un alemán que había salido a recibirnos, el amo, el propietario del cocodrilo, nos miraba muy orgulloso.

–Se comprende –me susurró Iván Matvéich–: sabe que es el único que exhibe ahora un cocodrilo en toda Rusia.

Esta absurda observación, la relaciono yo también con la extraordinaria euforia que embargaba a Iván Matvéich, sumamente envidioso en otras ocasiones.

–A mí me parece que este cocodrilo suyo no está vivo –profirió de nuevo Elena Ivánovna que, molesta por la sequedad del dueño y recurriendo a una maniobra muy propia de las mujeres, le habló con amable sonrisa para rebajarle los humos a aquel grosero.

–¡Oh, perdón señora! –protestó el alemán desollando las palabras y en seguida levantó un poco la tela de alambre y se puso a pincharle levemente en la cabeza al cocodrilo con una varita.

Entonces, para dar señales de vida, el pérfido monstruo agitó un poco las patas y la cola, levantó el hocico y exhaló una especie de prolongado resoplido.

–Bueno, bueno, no te enfades Kárlchen –pronunció cariñosamente el alemán, cuyo amor propio había quedado satisfecho.

–¡Qué odioso es este cocodrilo! Incluso me ha asustado –gorjeó Elena Ivánovna con mayor coquetería. Ahora, seguro que se me aparece en sueños…

–Pero en sueños no morderá él a usted, señora –observó el alemán con galantería horteril, y fue el primero en reírse la gracia, pero nadie lo secundó.

–Mejor será que vayamos a ver los monos, Semión Semiónich –dijo Elena Ivánovna dirigiéndose exclusivamente a mí–. Me encantan los monos. Algunos son tan graciosos… En cuanto al cocodrilo, es horrible.

–¡Oh, no temas, querida! –gritó detrás de nosotros Iván Matvéich dándose el gusto de echárselas de valiente delante de su esposa–. Este soñoliento habitante del reino de los faraones no nos hará nada.

Se quedó junto al recipiente. Por si fuera poco, agarró uno de sus guantes y con él se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en la nariz para obligarlo a resoplar de nuevo, según me confesó más tarde. En cuanto al alemán, siguió a Elena Ivánovna, por tratarse de una señora, hacia el espacio de los monos.

Así, pues, todo marchaba a la perfección y no era de prever ningún contratiempo. Elena Ivánovna se divertía locamente con los monos y parecía dedicada enteramente a ellos. Pegaba chillidos de alborozo, dirigiéndose siempre a mí como si recalcara que no le prestaba la menor atención al alemán, y reía a carcajadas al descubrir cierto parecido entre los animalitos y algunos conocidos o amigos. También yo me divertía, pues los parecidos que señalaba eran indudables. El propietario alemán, que no sabía si reír o no, acabó muy enfurruñado. Fue en ese preciso instante cuando estremeció la estancia un grito pavoroso y yo diría incluso que sobrenatural.

Sin saber qué pensar, primero me quedé petrificado en el sitio; pero, al advertir que gritaba también Elena Ivánovna, di media vuelta rápidamente y ¿qué vi? Pues vi –¡oh, Dios mío!– al desdichado Iván Matvéich que, apresado por la mitad del cuerpo entre las terribles mandíbulas del cocodrilo y mantenido así horizontalmente en el aire, pataleaba desesperadamente. Un instante después, había desaparecido. Pero lo referiré en detalle ya que, habiendo permanecido todo el tiempo inmóvil, pude contemplar el proceso entero de lo que sucedía delante de mí con una atención y una curiosidad que no recuerdo haber experimentado nunca. “Porque ¡menudo contratiempo –pensé en aquel instante fatal– si todo eso me hubiera ocurrido a mí y no a Iván Matvéich!” Volvamos a los hechos. El cocodrilo empezó por darle la vuelta al pobre Iván Matvéich entre sus espantosas fauces de manera que las piernas estuvieran enfiladas hacia ellas, y primero se tragó las piernas; luego, eructando un poco a Iván Matvéich, que pugnaba por escapar y se aferraba al borde del recipiente, volvió a engullirlo, esta vez hasta más arriba de la cintura. De nuevo lo eructó un poco y tragó otra vez, y otra… De este modo fue desapareciendo Iván Matvéich ante nuestros ojos. Finalmente, con un último movimiento de deglución, el cocodrilo se engulló a mi erudito amigo, esta vez sin dejar nada. Sobre la piel del cocodrilo se podía observar, según las formas que adquiría, cómo pasaba Iván Matvéich por su interior. Estaba yo a punto de gritar nuevamente, cuando el destino quiso gastarnos otra pérfida broma: el cocodrilo hizo un esfuerzo, al parecer atragantado por la enormidad del objeto engullido, abrió de nuevo sus espantosas fauces, y de ellas emergió de pronto por un segundo, como último eructo, la cabeza de Iván Matvéich con una expresión desesperada en el rostro; y en ese preciso momento, sus anteojos se deslizaron por la nariz y cayeron al fondo del recipiente.

Era como si aquella cabeza, de expresión desesperada, sólo hubiera emergido para lanzar una mirada postrera a todos los objetos y despedirse mentalmente de todas las alegrías de este mundo. Pero no le dio tiempo a realizar su propósito: el cocodrilo, que había recobrado fuerzas, hizo otro movimiento de deglución, y al instante desapareció la cabeza, esta vez para siempre. El hecho de la aparición y la desaparición de una cabeza humana, aún con vida, había sido tan espantoso, pero al mismo tiempo encerraba algo tan risible –quizá por lo imprevisto y sorprendente o quizá debido a la caída de los anteojos–, que yo solté de pronto la carcajada; pero, al percatarme de que, en mi calidad de amigo de la casa, no me cuadraba reír en tal momento, en seguida me dirigí a Elena Ivánovna, diciéndole con aire de condolencia:

–¡Ahora, kaput nuestro Iván Matvéich!

No intentaré siquiera describir la intensa emoción de que fue presa Elena Ivánovna a lo largo de todo lo ocurrido. Al principio, nada más lanzar el primer grito, se quedó como petrificada en el sitio y contempló el barullo que se desarrollaba delante de ella con aparente indiferencia, pero con los ojos extraordinariamente desorbitados; luego estalló de pronto en un alarido desgarrador, pero yo la tomé de las manos. En aquel momento, también el propietario del cocodrilo, que al principio se había quedado igualmente sobrecogido de horror, juntó de pronto las manos y gritó mirando al cielo:

–¡Oh, mi cocodrilo! ¡Oh, mein allerliebster Kärlchen! Mutter, Mutter, Mutter!

A sus gritos se abrió la puerta del fondo y apareció la Mutter, mujer entrada en años, subida de color, con el cabello revuelto debajo de la cofia, que corrió hacia su hijo chillando.

Entonces fue cuando se produjo la gran barahúnda: como enajenada Elena Ivánovna corría del alemán a la Mutter repitiendo “¡Al potro con él! ¡Al potro!” y dando así la impresión de que, en su locura, pretendía que alguien fuera llevado al potro y sometido a tormento por alguna razón. En cuanto al alemán y a la Mutter, no nos hacían el menor caso a ninguno: berreaban como locos junto al recipiente del cocodrilo.

–¡Está perdido! ¡En seguida estará reventando porque tragó un funcionario todo entero! –gritaba el alemán.

Unser Kärlchen! Unser allerliebster Kärlchen wird sterben! –aullaba la Mutter.

–¡Quedamos sin amparo y sin pan! –se lamentaba por su lado el dueño.

–¡Al potro! ¡Al potro con él! –vociferaba Elena Ivánovna, aferrada a la levita del alemán.

–Él molestaba al cocodrilo. ¿Por qué su marido molestar al cocodrilo? –gritaba el alemán tratando de desasirse. Usted pagar si Kärlchen wird reventado: das war mein Sohn, das war mein einziger Sohn!

Confieso que yo estaba terriblemente indignado viendo tamaño egoísmo en el alemán forastero y tanta aridez de corazón en su despeinada Mutter. Sin embargo, los gritos de “¡Al potro con él! ¡Al potro!”, constantemente repetidos por Elena Ivánovna, aumentaban mi inquietud y terminaron por captar toda mi atención hasta el punto de sobresaltarme… Dejaré sentado que yo había dado una interpretación totalmente errónea a dichas extrañas exclamaciones: me pareció que Elena Ivánovna, enajenada por un instante pero deseosa, sin embargo, de vengar la muerte de su amado Iván Matvéich, exigía como satisfacción que ataran al cocodrilo al potro de tormento y le diesen azotes. En realidad, lo que ella pretendía expresar era una cosa muy distinta. Mirando hacia la puerta con bastante preocupación, rogué a Elena Ivánovna que se tranquilizara y, especialmente, que no empleara una palabra tan peliaguda como “potro”. En efecto, la manifestación de semejante deseo retrógrado, allí, en el corazón mismo del Pasaje y de un público erudito, a dos pasos de la sala donde quizá estuviera el señor Lavrov dando una conferencia pública en aquel preciso instante, no era sólo inadmisible sino incluso descabellada y podía exponernos, de un momento a otro, a la rechifla de las personas ilustradas y a las caricaturas del señor Stepánov. Pronto comprobé, con horror, que no iba descaminado en mis temores: la cortina que separaba el local del cocodrilo del tabuco de entrada, donde había que abonar los veinticinco kopeks del billete, se descorrió de pronto, descubriendo al otro lado del umbral a un señor de barba y bigotes que, con su gorra de uniforme entre las manos, inclinaba cuanto podía hacia nosotros la parte superior del cuerpo, aunque procurando muy precavidamente mantener los pies fuera de la cocodrilera para conservar el derecho de no pagar la entrada.

–Un deseo tan retrógrado, señora mía –profirió el desconocido, siempre cuidando de quedarse al otro lado del umbral y no caer fortuitamente del lado donde nos encontrábamos nosotros–, no hace honor a su desarrollo intelectual y está condicionado por la escasez de fósforo que contiene su cerebro. Será usted inmediatamente vapuleada en la crónica progresista y en nuestras publicaciones satíricas…

No pudo concluir su tirada: viendo, horrorizado, a una persona que hablaba dentro de la cocodrilera sin haber pagado nada, el alemán se recobró y arremetió contra el progresista desconocido, echándolo de allí a puñetazos. Ambos desaparecieron de nuestra vista detrás de la cortina, y sólo entonces caí yo por fin en la cuenta de que todo aquel barullo se había formado sin razón. Elena Ivánovna era totalmente inocente. No había estado en su ánimo –como he señalado más arriba– imponerle al cocodrilo el retrógrado castigo de azotes: quería, simplemente, que lo ataran a un potro para abrirle la barriga con un cuchillo y extraer así a Iván Matvéich de su interior.

–¡Cómo! ¡Usted querer que mi cocodrilo era muerto! –rugió el alemán volviendo a la carrera–. ¡Nein! ¡Mejor el marido suyo primero era muerto y luego el cocodrilo!… ¡Mein Vater mostraba el cocodrilo, mein Grossvater mostraba el cocodrilo, mein Sohn mostrar después el cocodrilo y yo mostrar ahora el cocodrilo! ¡Todos mostrar! A mí conoce ganz Europa, pero a usted ganz Europa no conoce y me pagará multa.

Ja, Ja –intervino la alemana furiosa–. Ustedes no escapar. ¡Multa cuando Kärlchen era reventado!

–Además, que sería inútil abrirle la barriga –añadí yo con calma, buscando el modo de llevarme cuanto antes a Elena Ivánovna de allí–, pues lo más probable es que nuestro querido Iván Matvéich se encuentre ya en los empíreos.

–Amigo –profirió en ese momento, y de la manera más inesperada la voz de Iván Matvéich, dejándonos totalmente sorprendidos–: en mi opinión, hay que recurrir directamente a la comisaría, pues este alemán es incapaz de comprender la verdad sin ayuda de la policía.

Estas palabras pronunciadas con entereza y convicción, y que expresaban una extraordinaria presencia de ánimo, nos sorprendieron tanto al principio, que nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Pero, como es natural, corrimos al recipiente del cocodrilo y escuchamos al desdichado cautivo con tanta devoción como incredulidad. Tenía una voz apagada, débil e incluso destemplada, como si llegara desde una distancia considerable. Era igual que cuando algún bromista, retirado a una estancia contigua y con la boca pegada a una almohada, se pone a gritar, imitando para las personas que permanecen en la otra habitación, el diálogo a distancia entre dos hombres que se hallan en un desierto o están separados por un profundo barranco, espectáculo que tuve ocasión de escuchar una vez por Navidad en casa de unos conocidos.

–¡Iván Matvéich, querido mío! ¿De manera que estás vivo? –gorjeaba Elena Ivánovna.

–Sí, estoy sano y salvo –contestó Iván Matvéich–. Gracias al Altísimo, he sido tragado sin sufrir el menor daño. Lo único que me preocupa es pensar en cómo estimarán este episodio mis superiores al enterarse de que, teniendo ya en mano el billete para viajar al extranjero, he ido a parar a la panza de un cocodrilo, hecho que ni siquiera tiene gracia…

–¡Querido mío, no te preocupes por si tiene o no gracia! Ante todo, lo que hace falta es encontrar el modo de arrancarte de ahí –lo interrumpió Elena Ivánovna.

–¡Arrancar! –gritó el alemán. ¡No dejaré arrancarle nada al cocodrilo! Ahora, publicum vendrá muy mucho, yo cobraré fünfzig y no veinticinco kopeks de un billete y Kärlchen dejar de reventar.

Gott sei dank! –exclamó la Mutter.

–Tiene razón –observó Iván Matvéich con calma–: el principio económico es ante todo.

–Amigo mío –grité yo–: corro ahora mismo a las debidas instancias y formularé una queja, pues presiento que nosotros solos no saldremos de este atolladero.

–Lo mismo pienso yo –observó Iván Matvéich–; pero, en estos tiempos nuestros de crisis comercial, es difícil hacer abrir la panza de un cocodrilo de balde, sin compensación económica. De modo que se plantea la cuestión inevitable de cuánto pedirá el amo por su cocodrilo y, tras ella, la de quién va a pagar, pues bien sabes tú que yo no poseo medios…

–Si acaso, con un anticipo sobre el sueldo –aventuré tímidamente.

Pero el alemán me interrumpió en seguida.

–Yo no vender el cocodrilo. Si yo vender cocodrilo, tres mil rublos; si yo vender cocodrilo, cuatro mil rublos… Ahora publicum vendrá mucho. ¡Si yo vender cocodrilo, cinco mil rublos!

En una palabra, que se había puesto por las nubes. La avidez y la sórdida codicia ponían destellos de alegría en sus ojos.

–Voy ahora mismo –exclamé indignado.

–¡Y yo! ¡Y yo también! Llegaré hasta el propio Andréi Osipich y lo conmoveré con mis lágrimas –dijo Elena Ivánovna compungida.

–No, querida, no hagas eso –se apresuró a interrumpirla Iván Matvéich, pues hacía tiempo que estaba celoso de Andréi Osipich y sabía que su mujer iría encantada a lloriquear delante de un hombre culto, ya que el llanto la agraciaba–. Y tampoco a ti, amigo mío, te aconsejo que vayas así, de golpe y porrazo –continuó dirigiéndose a mí–; podría ser contraproducente. Mejor será que te acerques hoy a casa de Timoféi Semiónich en plan de visita particular. Es hombre chapado a la antigua y de escasos alcances, pero tiene una buena posición y, sobre todo, es franco. Lo saludas de mi parte y le pintas todas las circunstancias de lo ocurrido. Y como le debo siete rublos de la última partida que jugamos, aprovecha la ocasión para dárselos: será una manera de ablandar al viejo. En cualquier caso, podremos atenernos a su consejo. Y, ahora, llévate de aquí a Elena Ivánovna… Cálmate, querida –prosiguió dirigiéndose a su esposa–. Estoy fatigado de tanto grito y tanta chinchorrería y quisiera echar un sueño. Porque aquí hace buena temperatura y se está blando, aunque todavía no he tenido tiempo de inspeccionar este inesperado albergue…

–¡Inspeccionar! ¿Es que hay alguna claridad ahí dentro? –exclamó muy contenta Elena Ivánovna.

–No. Me rodea una oscuridad absoluta –contestó el desdichado cautivo–: pero, puedo palpar y, en cierto modo, inspeccionar con las manos… Adiós, pues. No te preocupes ni te prives de distracciones ¡Hasta mañana! En cuanto a ti, Semión Semiónich, vuelve a verme esta tarde. Y como eres distraído y se te puede olvidar, hazte un nudo en el pañuelo…

Confieso que me encantaba la idea de marcharme, pues estaba ya muy cansado y aburrido también. Por eso, tomando en seguida el brazo de Elena Ivánovna, triste pero embellecida por la emoción, la saqué inmediatamente de la cocodrilera.

–Esta tarde, otra vez veinticinco kopeks por entrada –gritó el alemán a nuestra espalda.

–¡Dios mío! ¡Qué interesada es esta gente! –profirió Elena Ivánovna, que iba mirándose en todos los espejos del Pasaje y parecía satisfecha de comprobar que estaba incluso más guapa.

–El principio económico… –dije, algo emocionado y presumiendo de acompañante.

–El principio económico –repitió ella con voz agradable–: no he comprendido nada de lo que acaba de decir Iván Matvéich acerca de ese odioso principio económico.

–Se lo explicaré –dije, y me puse inmediatamente a hablarle de los beneficiosos resultados de la inversión de capitales extranjeros en nuestro país, según lo que había leído aquella misma mañana en Noticias de San Petersburgo y en El Cabello.

–¡Qué extraño es todo eso! –me interrumpió a las pocas palabras–. Pero, no sea odioso y deje de contar esas tonterías… Dígame: ¿estoy muy sofocada?

–Está usted preciosa y no sofocada –observé, aprovechando la ocasión para decirle un cumplido.

–¡Qué pícaro! –gorjeó ella halagada–. ¡Pobre Iván Matvéich! –añadió al momento, inclinando con coquetería su cabecita sobre un hombro–. De verdad que me da pena de él. ¡Dios mío! –exclamó luego de pronto–. Diga: ¿cómo podrá cenar hoy ahí dentro y… y… cómo se las arreglará, si siente alguna necesidad?

–Ésta es una cuestión imprevista –contesté preocupado también, pues la verdad es que no me había pasado aquello por la imaginación. ¡Y es que las mujeres son mucho más prácticas que los hombres a la hora de resolver las cuestiones de la vida cotidiana!

–¡Pobrecillo! ¡Mire que ir a parar ahí dentro!… Sin ninguna distracción, a oscuras… Siento que no me haya quedado ninguna fotografía suya… De modo que ahora estoy como viuda –añadió con una sonrisa encantadora, y al parecer intrigada por aquella nueva situación suya–. Hum… ¡De todas maneras, me da pena por él!

En una palabra, aquello era la expresión de la congoja, muy comprensible y natural, de una mujer que ha perdido a su esposo. La acompañé finalmente hasta su casa, logré tranquilizarla, comí con ella y, después de una aromática taza de café, a las seis de la tarde me dirigí a casa de Timoféi Semiónich con la idea de que, a esa hora, todo hombre que tuviese un hogar y ejerciera determinadas actividades se encontraría tranquilamente en su casa o estaría incluso descansando acostado.

Habiendo escrito este primer capítulo en el estilo adecuado al suceso que relato, tengo la intención de emplear en adelante un estilo menos elevado, pero sí más natural, y así se lo anuncio de antemano al lector.

 

II

El respetable Timoféi Semiónich me recibió como aturulladamente y algo azorado. Me hizo pasar a su angosto despacho, y cerró la puerta herméticamente: “Para que no molesten los niños”, explicó con evidente desasosiego. Luego me ofreció una silla junto a su mesa escritorio, tomó él asiento en un sillón, cruzó los faldones del batín acolchado y, a todo evento, adoptó un aire oficial, incluso casi severo, aunque él no era jefe mío, ni tampoco de Iván Matvéich, y hasta entonces lo habíamos considerado como a un simple colega, como a un conocido.

–Ante todo –comenzó–, tome usted en consideración que yo no soy un superior, sino una persona subordinada, exactamente igual que usted y que Iván Matvéich. Yo soy parte, y no tengo el propósito de inmiscuirme en nada.

Yo me sorprendí de que, al parecer, lo supiera ya todo. A pesar de ello, volví a referirle toda la historia con detalle. Me expresé incluso con vehemencia, pues en aquel instante cumplía con mi obligación de auténtico amigo. Él me escuchó sin especial sorpresa, pero dando inequívocas muestras de desconfianza.

–Pues, ya ve usted –dijo después de oírme–: yo siempre supuse que habría de ocurrirle eso.

–Pero, ¿por qué, Timoféi Semiónich? El hecho, de por sí, es sumamente extraordinario…

–De acuerdo. Pero, a lo largo de toda su carrera, Iván Matvéich ha tendido precisamente a un resultado como ése. Mucho desparpajo; yo diría incluso engreimiento… Siempre a vueltas con el “progreso”, amén de ciertas ideas… ¡Vea usted adónde conduce el progreso!

–Sin embargo, este caso es de lo más inusitado y no se puede tomar, de ninguna manera, como regla general para todos los progresistas…

–Así es, no obstante. Todo esto, ¿sabe?, proviene de una ilustración excesiva, créame. Y es que la gente excesivamente ilustrada se mete en todas partes: primordialmente, allí donde nadie la llama. Aunque, quizá sepa usted más que yo –añadió como resentido–. Yo no tengo tanta ilustración; además, soy viejo. Hijo de soldado era cuando comencé mi carrera en la administración, y este año se ha cumplido mi cincuenta aniversario de servicio.

–¡Por Dios, Timoféi Semiónich! Me habré explicado mal. Iván Matvéich, por el contrario, ansía que usted le aconseje, que usted lo oriente. Lo implora con lágrimas en los ojos, diría yo.

–¿Con lágrimas en los ojos? Hum… Bueno, esas son lágrimas de cocodrilo y no se les puede dar mucho crédito. Vamos a ver: ¿quiere decirme por qué se le ha ocurrido hacer un viaje al extranjero? ¿Y con qué dinero, además? Porque él no tiene fortuna, ¿verdad?

–Con lo que había ahorrado, Timoféi Semiónich, con lo de su última gratificación –repliqué con acento dolido–. Sólo se proponía hacer un viaje de tres meses… a Suiza… la patria de Guillermo Tell.

–¿Guillermo Tell? ¡Hum!

–Deseaba presenciar la llegada de la primavera en Nápoles. Quería visitar museos, conocer las costumbres, los animales…

–¡Hum! ¿Los animales? Pues, a mi juicio, era simplemente por orgullo. ¿Qué animales? ¿Los animales? ¿Acaso tenemos aquí pocos animales? Hay Casas de Fieras, museos, camellos. Tenemos osos a las puertas mismas de San Petersburgo. Incluso, ya lo ve, el propio Iván Matvéich se encuentra actualmente dentro de un cocodrilo…

–¡Por compasión, Timoféi Semiónich! Ese hombre se halla en un apuro, ese hombre recurre a usted como a un amigo, como a un pariente mayor, ansioso de un consejo suyo, y usted lo recrimina… ¡Por lo menos, tenga piedad de la pobre Elena Ivánovna!

–¿Se refiere usted a su esposa? Una mujercita encantadora –profirió Timoféi Semiónich que, algo más suave, aspiró con deleite una toma de rapé–. Una criatura sutil. Rellenita y con la cabecita así, un poco ladeada, un poco ladeada… Muy agradable. Anteayer mismo me hablaba de ella Andréi Osipich.

–¿Le habló de ella?

–En efecto. Y en términos de lo más elogiosos. “El busto”, decía, “la mirada, el peinado… Más que una mujer”, decía, “un bomboncito”. Y se echó a reír. Los pocos años, todavía, claro –Timoféi Semiónich se sonó la nariz con estrépito–. Aunque, ya ve usted, por joven que sea, la carrera que está haciendo…

–Pero, aquí se trata de otra cosa, Timoféi Semiónich.

–Sí, claro; claro.

–¿Y entonces, Timoféi Semiónich?

–¿Qué puedo hacer yo?

–Pues, como persona de experiencia, como pariente, diría yo, dar algún consejo, alguna orientación… ¿Qué gestiones emprender? ¿Se recurre a la superioridad o…?

–¿A la superioridad? ¡De ninguna manera! –protestó con viveza Timoféi Semiónich–. Si quiere un consejo, lo que hace falta, ante todo, es echarle tierra al asunto y actuar de modo exclusivamente privado, por decirlo así. El caso es sospechoso, sí; y, además, inaudito. Eso, sobre todo. Inaudito, puesto que no ha habido otro ejemplo, y de mal efecto… Por eso, ante todo hace falta prudencia… Que se quede allí de momento. Hay que aguardar, aguardar…

–Pero, ¿cómo se puede aguardar, Timoféi Semiónich? ¿Y si se asfixia allí dentro?

–¿Por qué ha de asfixiarse? ¿No ha dicho usted mismo que se ha instalado allí, incluso con cierto confort?

Volví a contarlo todo desde el principio. Timoféi Semiónich se quedó pensativo.

–Hum… –profirió dándole vueltas a la tabaquera entre los dedos–. A mi juicio, incluso es bueno que permanezca allí algún tiempo en lugar de marcharse al extranjero. Que aproveche para meditar. Desde luego, nada de asfixiarse. Por ello, hay que tomar las medidas adecuadas para proteger la salud: prevenir la tos, por ejemplo, y demás… En cuanto al alemán, según mi opinión personal, está en su derecho, incluso más que la parte contraria, puesto que se han metido en su cocodrilo sin autorización suya y no ha sido él quien se ha metido sin autorización en el cocodrilo de Iván Matvéich, quien, dicho sea de pasada, en lo que yo recuerdo no poseía un cocodrilo propio. Y como el cocodrilo es propiedad privada, no se le puede destripar sin pagar una indemnización.

–Para salvar a un ser humano, Timoféi Semiónich.

–Eso, ya, es cosa de la policía. A ella hay que recurrir.

–Pero, ¿y si en el negociado necesitaran a Iván Matvéich para alguna cosa, si lo mandaran llamar?

–¿Necesitar a Iván Matvéich? ¡Je, je! Además, se considera que está disfrutando ya de su permiso y nosotros podemos desentendernos de todo mientras él anda recorriendo tierras de Europa. Otra cosa será si no se presenta cuando haya expirado el plazo de su permiso. Entonces, claro que preguntaremos, haremos indagaciones…

–¡Es que son tres meses! ¡Por Dios Santo, Timoféi Semiónich!

–La culpa la tiene él. ¿Quién lo metió en el cocodrilo? Siguiendo la cosa así, habría que ponerle un guarda a cargo del Presupuesto. Y eso no encaja en ninguna partida. Además, el cocodrilo es propiedad privada y, por consiguiente, aquí entra en acción el llamado principio económico. Y el principio económico es lo primero de todo. Anteanoche mismo lo decía Ignati Prokófich durante una velada en casa de Luká Andréich. Ignati Prokófich, ya sabe usted, ¿verdad? Un capitalista, un hombre metido en negocios; pero, le advierto que se expresa muy bien. Decía: “Necesitamos industria; tenemos poca industria. Hay que engendrarla. Hay que engendrar capitales, o sea, una capa media, la llamada burguesía. Y, como no tenemos capitales, debemos hacer que vengan del extranjero. En primer lugar, hay que dar paso a las compañías extranjeras para que compren nuestras tierras por parcelas, como se practica ahora en todos los países. ¡La propiedad en común es un veneno, es la muerte!”. ¡Y hablaba con un ardor!… Claro que los hombres como él se lo pueden permitir: tienen capitales, no son funcionarios… Dijo que con nuestro sistema de propiedad en común no podrán engrandecerse la industria ni la agricultura. Hay que hacer, dijo, que las compañías extranjeras compren, a ser posible, todo nuestro territorio por partes y después fraccionarlo, fraccionarlo, fraccionarlo en parcelas lo más pequeñas que se pueda –acentuando mucho lo de fraccionar, ¿sabe?– para venderlas entonces en propiedad. Y ni siquiera venderlas, sino simplemente arrendarlas. Cuando toda la tierra se encuentre en manos de compañías extranjeras, decía, entonces se podrá fijar el precio de arriendo que se quiere. Conque el mujik trabajará el triple, sólo por el pan de cada día, y se podrá hacer de él lo que se quiera. De esta manera se espabilará, será obediente, pondrá afán y producirá el triple por el mismo precio. Porque, ahora, con el régimen de comunidad, ¿qué le importa nada? Como sabe que no va a morirse de hambre, se dedica a hacerse el remolón y a emborracharse. Pero, de la otra manera, entraría dinero en nuestro país, se formarían aquí capitales, se desarrollaría la burguesía. Incluso el Times, un periódico inglés político y literario, comentaba hace unos días, en un análisis de nuestras finanzas, que si éstas no crecen es precisamente porque no hay en nuestro país una capa media, no hay grandes fortunas, no hay proletarios serviciales… Habla bien, Ignati Prokófich. Es todo un orador. Quiere presentar una memoria a la superioridad y publicarla luego en Izvestia. Esto no son ya unos versitos de nada, como los que escribe Iván Matvéich…

–Y a propósito de Iván Matvéich, ¿qué se hace? –aproveché para volver al tema después de dejar que el viejo se explayara, pues Timoféi Semiónich gustaba a veces de perorar un poco para demostrar que no andaba atrasado en noticias, sino muy enterado de todo.

–¿Qué se hace de Iván Matvéich? A eso voy, precisamente. Estamos buscando el modo de atraer capitales extranjeros a nuestra patria y ahí tiene usted: apenas se ha duplicado, por medio de Iván Matvéich el capital traído por el cocodrilero, lo que procuramos nosotros, en lugar de proteger a ese propietario extranjero, es destripar a lo que constituye su capital principal. Dígame: ¿es eso sensato? A mi entender, Iván Matvéich debe incluso alegrarse y enorgullecerse, como auténtico hijo de la patria, de haber duplicado, o incluso triplicado, con su intervención, el valor de un cocodrilo extranjero. Eso es lo que hace falta para atraer capitales. ¿Que uno sale adelante? Pues en seguida se presentará otro, también con un cocodrilo, luego un tercero trayendo dos o tres de golpe, y así irán agrupándose los capitales a su alrededor. Ahí tiene usted ya formada la burguesía. ¡Eso, hay que estimularlo!

–¡Por Dios, Timoféi Semiónich! –exclamé yo–. ¡Usted le exige un sacrificio casi sobrenatural al pobre Iván Matvéich!

–Yo no exijo nada, y ante todo le ruego, como le he rogado ya anteriormente, tomar en consideración que yo no soy ningún jefe y, por lo tanto, no puedo exigir nada a nadie. Hablo como hijo de la patria; bueno, no hablo como el Hijo de la Patria, sino que hablo, sencillamente, como hijo de la patria. Por otra parte, ¿quién le mandó meterse en el cocodrilo? Un hombre serio, funcionario de cierto rango, casado como Dios manda… ¡y de pronto dar ese paso! ¿Es eso sensato?

–Pero, es que ese paso lo dio fortuitamente.

–¡Cualquiera sabe! Además, explíqueme usted a ver de dónde se saca el dinero para pagarle al amo del cocodrilo.

–Si acaso, del sueldo de Iván Matvéich, ¿no?

–¿Iba a alcanzar?

–No alcanzaría, Timoféi Semiónich –repliqué con dolor–. Al principio, el cocodrilero se asustó pensando que iba a reventar el animal; pero, viendo luego que no pasaba nada, empezó a engallarse y se alegró de poder duplicar el precio de la entrada.

–¡Y podrá triplicarlo, y cuadruplicarlo también! Ahora acudirá el público a montones. Y los cocodrileros son gente hábil. Además, es carnívoro, aficionado a las diversiones… Por todo ello, repito, lo que debe hacer Iván Matvéich antes que nada es guardar el incógnito. Que no se precipite. Que todos sepan que está dentro del cocodrilo, pero que no lo sepan oficialmente. En ese aspecto, Iván Matvéich se encuentra en circunstancias particularmente favorables, puesto que se le considera en el extranjero. ¿Que nos dicen que se encuentra dentro del cocodrilo? Nosotros no le damos crédito. Es una cosa que se puede hacer perfectamente. Lo principal es que espere con paciencia. Además, ¿qué prisa tiene?

–Pero, ¿y si…?

–No se preocupe. Es de complexión robusta…

–Bueno, ¿y luego, cuando termine la espera?

–Pues, no le negaré que el hecho es de lo más casuístico. Resulta difícil orientarse y, sobre todo, el mayor escollo es que, hasta ahora, no se ha dado un ejemplo parecido. Si tuviéramos un ejemplo, aún podríamos orientarnos de alguna manera. Pero, así, ¿cómo se puede decidir? Y si nos ponemos a cavilar, podemos perder un tiempo precioso.

Una idea salvadora me pasó por la mente.

–¿Y no se podría hacer, puesto que se halla destinado a permanecer en las entrañas de un monstruo y a conservarse vivo por voluntad de la Providencia, no se podría hacer que presentara una instancia para que lo consideren en servicio activo?

–Hum… Si acaso, a título de excedencia con suspensión de sueldo.

–¿No podría ser con abono del sueldo?

–¿Con qué fundamento?

–Como comisión de servicios.

–¿De qué clase, y adónde?

–Pues, a las entrañas, a las entrañas del cocodrilo… Pongamos que para información, para el estudio de los hechos sobre el lugar. Claro que sería una cosa innovadora, pero también progresista, y al mismo tiempo pondría de manifiesto la preocupación por el saber.

Timoféi Semiónich se quedó pensativo.

–En mi opinión personal, sería absurdo comisionar a las entrañas de un cocodrilo a un funcionario para misiones especiales. No lo estipula el Reglamento. Además, ¿qué clase de misión se puede realizar allí dentro?

–Pues, digamos que el estudio directo de la naturaleza in situ, en vivo. Actualmente se trata mucho de las Ciencias Naturales, de la Botánica… Viviría allí y transmitiría informaciones… pues… acerca de la digestión o sencillamente de los usos… Para recopilación de datos, vamos.

–Eso entra ya en la estadística. La verdad, eso no es mi fuerte. Además, yo no soy un filósofo. Datos, dice usted; pero, es que estamos abrumados de datos y no sabemos qué hacer con ellos. Por otra parte, esa estadística es peligrosa.

–¿Peligrosa?

–Sí, peligrosa. Además, comprenderá usted que esos datos iba a comunicarlos estando en la flojera, por decirlo de algún modo. Pero, ¿acaso puede un funcionario cumplir su cometido estando en la flojera? Eso también es una innovación, y peligrosa, por añadidura. Sin contar que no ha habido un ejemplo igual. Si por lo menos tuviéramos algún ejemplo anterior, aunque fuera insignificante… entonces, a mi juicio, quizá se pudiera gestionar lo de la comisión de servicios.

–Pero, es que tampoco había traído nadie un cocodrilo vivo hasta ahora.

–Hum, claro… –se quedó otra vez pensativo–. Esta objeción suya es cierta, si quiere, e incluso podría servir de base para la tramitación del asunto. Pero, por otra parte, considere usted que si conforme van apareciendo cocodrilos vivos empiezan a desaparecer funcionarios y luego, con el aquel de que allí se está calientito y confortable, van a solicitar comisiones de servicios para allá y después dedicarse a la flojera… convendrá usted en que sería un mal ejemplo. Porque, puestas así las cosas, muchos iban a querer meterse allí dentro para cobrar sin hacer nada.

–¡Influya usted, Timoféi Semiónich! A propósito: Iván Matvéich me ha rogado que le entregue a usted un piquillo de siete rublos que le quedó a deber cuando jugaron la última vez…

–¡Ah, sí! Los perdió hace unos días en casa de Nikífor Nikíforich. Me acuerdo. Estaba de tan buen humor, gastando bromas, y ahí tiene usted…

El hombre estaba sinceramente conmovido.

–Influya usted, Tomoféi Semiónich.

–Haré gestiones. Hablaré en nombre propio, de modo privado, como si pidiera informes. Por cierto: entérese oficiosamente, a través de alguien, de la cantidad exacta que aceptaría el alemán por su cocodrilo.

Timoféi Semiónich se ablandaba, evidentemente.

–Lo haré sin falta –contesté–, y en seguida vendré a comunicárselo.

–Por cierto… su esposa se quedó sola ahora. Lo echará de menos.

–¿Y si fuera usted a verla, Timoféi Semiónich?

–Le haré una visita. Precisamente estaba pensándolo hace unos días, y ésta me parece la ocasión adecuada… Pero, ¿qué falta le haría ir a ver el cocodrilo? ¿Qué falta le haría? Aunque, también yo desearía verlo.

–Hágale usted una visita al pobre, Timoféi Semiónich.

–Sin falta. Desde luego, sin que este paso mío sirva para alentar esperanzas. Iré como particular… Hasta la vista, pues. Esta noche voy también a casa de Nikífor Nikíforich. ¿Y usted?

–No: yo voy a ver al cautivo.

–¡Ahora, el cautivo! ¡Lo que hace la falta de seso!

Me despedí del viejo. Me rondaban la cabeza ideas encontradas. Timoféi Semiónich era un hombre bondadoso y honrado a carta cabal. Sin embargo, al abandonar su casa me alegré de que hubiera cumplido ya cincuenta años de servicio y de que los Timoféi Semiónich fueran ya una rareza entre nosotros. Naturalmente, corrí al Pasaje para informar de todo al pobre Iván Matvéich. Además, me moría de curiosidad por saber cómo se habría acomodado dentro del cocodrilo y cómo se podría vivir dentro de un cocodrilo. En efecto, ¿se podría realmente vivir dentro de un cocodrilo? Había momentos, la verdad, en que todo aquello me parecía un sueño monstruoso; más aún porque, de hecho, se trataba de un monstruo…

 

III

Y, sin embargo, aquello no era un sueño, sino la auténtica e indiscutible realidad. De lo contrario, ¿iba yo a contarlo? Pero, prosigo. Llegué al Pasaje ya tarde, cerca de las nueve de la noche, y me vi obligado a penetrar en la cocodrilera por la puerta de atrás, pues el alemán había cerrado el establecimiento antes que de costumbre. Andaba por allí con atuendo casero, consistente en una vieja levita de mala muerte, llena de lamparones, y se le notaba tres veces más satisfecho que por la mañana. Era evidente que no sentía ya ningún temor y que publicum había venido muy mucho. La mutter salió más tarde, evidentemente para vigilarme. Ambos intercambiaban a menudo algunas palabras en voz baja.

A pesar de que el establecimiento estaba cerrado ya, el alemán me hizo pagar los veinticinco kopeks. ¡Qué meticulosidad tan fastidiosa!

–Usted, cada vez, tendrá pagar. Publicum tendrá pagar rublo, pero usted un cuarto de rublo porque ser usted buen amigo de su buen amigo y yo estimo amigos…

–¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras, docto amigo mío? –exclamé conforme me acercaba al cocodrilo, con la esperanza de que mis palabras llegarían ya a Iván Matvéich y halagarían su amor propio.

–Estoy sano y salvo –contestó como si hablara desde lejos o desde debajo de una cama, aunque yo estaba junto a él–. Estoy sano y salvo; pero, luego hablaremos de eso. ¿Cómo van las cosas?

Deliberadamente, hice como si no hubiera oído la pregunta y, a mi vez, me puse a inquirir con simpatía y precipitación cómo se encontraba él, qué hacía y cómo se las arreglaba dentro del cocodrilo y, en una palabra, qué era el interior de un cocodrilo. Hice lo que exigían la amistad y la simple cortesía. Pero él me interrumpió desabridamente.

–¿Cómo van las cosas? –gritó, tratándome sin miramiento, según acostumbraba, y su voz chillona era esta vez particularmente odiosa.

Le referí, hasta el último detalle, mi conversación con Timoféi Semiónich y, al hacerlo, procuré exteriorizar cierto resentimiento en mi tono.

–El viejo tiene razón –sentenció Iván Matvéich con la aspereza que, como siempre, empleaba para hablar conmigo–. A mí me gusta la gente práctica y no soporto a los blandengues melosos. Sin embargo, estoy dispuesto a reconocer que tampoco es totalmente absurda tu idea acerca de la comisión de servicios. En efecto, puedo informar de muchas cosas, tanto en el aspecto científico como en el moral. Pero todo esto adquiere ahora un cariz nuevo e inesperado, de manera que no vale la pena hacer gestiones tan sólo por el sueldo. Escúchame con atención. ¿Estás sentado?

–No. Estoy de pie.

–Pues, siéntate en cualquier parte, aunque sea en el suelo, y escúchame atentamente.

De mal talante, agarré una silla y, rabioso, pegué un fuerte golpe con ella al dejarla otra vez en el suelo.

–Escucha –empezó despóticamente–: hoy vino aquí un montón de gente. Por la tarde, como faltaba sitio, hubo que recurrir a la policía para que pusiera orden. El alemán creyó incluso conveniente cerrar el establecimiento a las ocho, o sea, mucho antes que de costumbre, y suspender la exhibición a fin de recontar el dinero recaudado y prepararse mejor para mañana. Yo sé que mañana estará esto tan concurrido como una feria. Conque es de suponer que pasarán por aquí todas las personas ilustradas de la ciudad, señoras de la alta sociedad, embajadores extranjeros, magistrados y demás. También acudirá gente de las numerosas provincias de nuestro vasto e interesante imperio. De manera que, a la vista de todos, aunque oculto, yo domino la situación. Le daré una lección a la multitud ociosa. Respaldado por la experiencia, seré un ejemplo de grandeza de alma y de resignación ante el destino. Seré, en cierto modo, la cátedra desde donde ilustraré a la Humanidad. Solamente los datos científicos que puedo comunicar acerca del monstruo que habito son ya de por sí valiosos. Y, por eso, lejos de lamentar lo que me ha ocurrido, tengo la firme esperanza de hacer una carrera brillantísima.

–¿No acabará eso aburriéndote?

Lo que más rabioso me ponía era ver las ínfulas que gastaba. Sin embargo, todo aquello me desconcertaba. “Pero, ¿de qué presumirá ese cabeza de chorlito? ¿De qué presumirá, cuando lo que debía hacer es llorar?”, me preguntaba, rabiando por lo bajo.

–¡No! –contestó tajantemente a mi observación–. No, porque, plenamente imbuido de grandes ideas, sólo ahora que dispongo de tiempo puedo soñar con mejorar el destino de toda la Humanidad. De este cocodrilo saldrán ahora la verdad y la luz. No cabe duda de que inventaré una nueva teoría acerca de las nuevas relaciones económicas y de que me sentiré orgulloso de ella, cosa que hasta el momento no he podido realizar por tanto como me ataban mi empleo y las triviales distracciones mundanas. Ahora lo desmentiré todo y seré un nuevo Fourier. Pero, concretemos. ¿Y ella?

–Me imagino que preguntas por Elena Ivánovna, ¿verdad?

–¡Ella! –gritó, incluso con cierta estridencia.

¿Qué podía hacer yo? Humildemente, aunque a regañadientes otra vez, le referí cómo había dejado a su esposa. Ni siquiera me escuchó hasta el final.

–Con respecto a ella, tengo ciertas miras especiales –me interrumpió, impaciente–. Si he de ser famoso yo aquí, quiero que ella sea famosa allá. Científicos, poetas, filósofos, mineralogistas forasteros, estadistas visitarán el salón de Elena Ivánovna por las tardes después de haber platicado conmigo por las mañanas. A partir de la próxima semana deben comenzar las veladas diarias en su salón. Doblado por las dietas, mi sueldo alcanzará para estas recepciones, sobre todo porque bastará con un té servido por criados de una agencia de servicios. Desde hace tiempo ansío que se presente la ocasión de que todo el mundo hable de mí, aunque sin lograrlo debido a mi poco renombre y a mi escasa importancia en el escalafón. Ahora, en cambio, todo eso queda alcanzado merced al más simple movimiento de trasiego de un cocodrilo. Cada una de mis palabras será escuchada como un oráculo; cada una de mis sentencias será meditada, transmitida de boca en boca, publicada… ¡Ya lo creo que me daré a conocer! Al fin comprenderán qué brillantes facultades han dejado zozobrar en las entrañas de un monstruo. “Ese hombre habría podido ser ministro de cualquier país y gobernar un reino”, dirán unos. “¡Y este hombre no gobernaba un reino extranjero!”, dirán otros. Porque, vamos a ver, ¿en qué desmerezco yo de un Garnier-Pagès o de otro por el estilo?… A mi mujer le corresponde ser mi pendant: yo tengo la inteligencia, ella, la hermosura y la amabilidad. “Es bella, y por eso es la esposa de ese hombre”, dirán unos. “Es bella porque es la esposa de ese hombre”, puntualizarán otros. Por si acaso, que Elena Ivánovna compre mañana mismo el Diccionario Enciclopédico que se edita bajo la dirección de Andréi Kraevski, a fin de que pueda hablar de cualquier tema. Que se lea, sobre todo, el premier-politique de Noticias de San Petersburgo y lo confronte a diario con El Cabello. Supongo que el alemán accederá a llevarme de vez en cuando, con el cocodrilo, al brillante salón de mi esposa. Yo estaré dentro de un cajón, en medio de la magnífica estancia, y soltaré un sinfín de agudezas, preparadas desde por la mañana. Al estadista le daré a conocer mis proyectos; con el poeta hablaré en verso; con las señoras me mostraré ingenioso y galante, dentro de la decencia, ya que soy totalmente inofensivo para sus esposos. A todos los demás, les serviré de vivo ejemplo de sumisión al destino y a la voluntad de la Divina Providencia. Haré de mi mujer una notable dama literaria; yo me encargaré de su promoción y de darla a conocer a la gente. Como esposa mía, debe rebosar de maravillosas virtudes y si con razón se dice a Andréi Alexándrovich que es nuestro Alfredo de Musset ruso, con mayor razón habrán de llamarla a ella nuestra Eugenia Tour rusa.

Confieso que, aunque todos aquellos disparates cuadraban un poco con el Iván Matvéich de cada día, me pasó por la imaginación la idea de que entonces tenía fiebre y deliraba. Seguía siendo el Iván Matvéich corriente de cada día, pero observado a través de un cristal que todo lo aumentaba veinte veces.

–Amigo mío –pregunté–, ¿piensas vivir mucho tiempo así? En una palabra, dime si te encuentras bien, cómo comes, cómo duermes, cómo respiras… Tengo amistad contigo y comprenderás que el caso es excesivamente sobrenatural para que no sea excesivamente natural mi curiosidad.

–Vana curiosidad, y nada más –sentenció él–; pero, será satisfecha. Me preguntas que cómo me he acomodado en las entrañas del monstruo. En primer lugar, y para gran sorpresa mía, el cocodrilo está totalmente vacío. Su interior consiste en una especie de enorme saco, hecho de goma, por el estilo de los artículos de goma que suelen vender en la calle Gorójovaia, en la Morskaia y, si no me equivoco, también en la avenida Voznesenski. De lo contrario, ¿te imaginas cómo cabría yo dentro?

–¿Es posible? –exclamé con asombro muy comprensible–. ¿De verdad está totalmente vacío el cocodrilo?

–Totalmente –confirmó Iván Matvéich grave y enfáticamente–. Y lo más probable es que se halle configurado de esta suerte respondiendo a las leyes de la propia Naturaleza. El cocodrilo sólo posee unas fauces provistas de dientes afilados y, como complemento, una cola considerablemente larga. De hecho, eso es todo. Pero en el centro, entre dichos extremos suyos, se encuentra un espacio vacío, circundado con algo que se parece al caucho y que probablemente es caucho en efecto.

–Pero, ¿y los pulmones, el estómago, los intestinos, el hígado, el corazón…? –lo interrumpí incluso con rabia.

–Nada. No hay lo que se dice nada de eso, y de seguro que no lo ha habido nunca. Puras fantasías de triviales exploradores. Y ahora lo mismo que se hincha de aire una almohadilla para las hemorroides, así hincho yo el cocodrilo con mi persona. Es increíblemente elástico. Incluso tú, en tu calidad de amigo de casa, podrías acomodarte a mi lado si fueras un espíritu generoso, y aún sobraría sitio. Incluso estoy pensando, en último caso, en traerme aquí a Elena Ivánovna. Te advierto que esta estructura hueca del cocodrilo se halla en perfecta consonancia con las Ciencias Naturales. En efecto, supongamos, por ejemplo, que tuvieras tú que construir un cocodrilo nuevo. Naturalmente, surgiría la pregunta de cuál es la propiedad esencial de un cocodrilo. La respuesta está clara: la de engullir gente. ¿Cómo darle al cocodrilo la estructura adecuada para que engulla gente? La respuesta es más simple todavía: construyéndolo vacío. La Física ha demostrado hace ya mucho tiempo que la Naturaleza no consiente el vacío. A tenor de ello, el interior del cocodrilo debe estar precisamente vacío para que, al ser inadmisible el vacío, esté engullendo sin cesar y llenándose con todo lo que encuentra a mano. Ahí tienes la única razón sensata de que todos los cocodrilos nos engullan a nosotros. En la estructura humana, es distinto: cuanto más vacía está una cabeza humana, por ejemplo, menos ansias experimenta de llenarse. Y ésta es la única excepción a la regla general. Para mí, todo esto resulta ahora más claro que la luz del día; todo lo he descubierto gracias a mi propio talento y mi experiencia al encontrarme en las entrañas de la Naturaleza, por decirlo de algún modo: en su retorta, captando los latidos de su pulso. Incluso la etimología está de acuerdo conmigo, pues el propio nombre del cocodrilo implica voracidad. Crocodillo es una palabra evidentemente italiana, moderna, aunque puede venir de los antiguos faraones egipcios y, desde luego, tiene su origen en la raíz francesa croquer, que significa comer, devorar… consumir como alimento, vamos. Todo esto, tengo la intención de exponerlo como primera conferencia a las personas reunidas en el salón de Elena Ivánovna cuando me lleven allá dentro del cocodrilo.

–¿Y si tomaras ahora por lo menos un laxante, amigo mío? –grité sin poderme contener, mientras repetía con horror para mis adentros: “Eso es la calentura. Tiene calentura. Está delirando”.

–¡Tonterías! –contestó él desdeñosamente–. Además, que sería muy incómodo en mi actual situación. Aunque, en parte, ya sabía yo que saldrías con lo del laxante.

–Y dime, amigo mío: ¿cómo… cómo te las arreglas ahora para alimentarte? ¿Has comido hoy?

–No; pero, no tengo hambre, y lo más probable es que, desde ahora, no vuelva nunca a consumir alimentos. También es perfectamente natural: al llenar todo el interior del cocodrilo, hago que se sienta siempre como repleto de comida. Ahora, se le puede tener años enteros sin echarle de comer. Por otra parte, al sentirse repleto gracias a mí, también él me transmitirá de modo natural todos los jugos vitales de su cuerpo. Algo así como lo que ocurre con ciertas señoras que, en su refinada coquetería, aplican por las noches filetes crudos sobre todas sus redondeces y, después de tomar su baño por la mañana, quedan más lozanas, tersas, jugosas y seductoras. De modo que, al alimentar yo al cocodrilo con mi persona, en respuesta recibo alimento de él; por lo tanto, nos alimentamos recíprocamente. Pero, ya que ha de serle difícil, incluso a un cocodrilo, digerir a un hombre como yo, se comprende que note cierto peso en el estómago –del que, por otra parte, carece– y por esa razón, para no causarle excesivo dolor al monstruo, procuro cambiar raramente de postura. Aunque podría hacerlo, lo evito por humanismo. Éste es el único inconveniente de mi actual situación, y Timoféi Semiónich está alegóricamente en lo cierto al decir que me encuentro aquí flojeando. Pero he de demostrar que aun flojeando –es más: que únicamente flojeando– es posible cambiar los destinos de la Humanidad. Todas las grandes ideas, así como la orientación de nuestros periódicos y nuestras revistas, se les han ocurrido, evidentemente, a personas tumbadas en la flojera. Por eso se dice que son ideas de gabinete. Bueno, ¡al cuerno con el nombre que les den! Yo inventaré ahora todo un sistema social. Aunque no te lo creas, es facilísimo. Basta recogerse en algún rincón apartado –dentro de un cocodrilo, por ejemplo– cerrar los ojos y en seguida descubres un paraíso para ofrecérselo a toda la Humanidad. Antes, cuando te fuiste, me puse en seguida a cavilar y llevo inventados ya tres sistemas; ahora, prepararé el cuarto. Cierto que, para empezar, hay que echarlo todo abajo; pero, eso es sencillísimo desde dentro de un cocodrilo. Más aún: desde dentro de un cocodrilo parece que lo ve uno todo mejor… Claro que mi situación tiene también sus inconvenientes, aunque pequeños: el interior del cocodrilo es algo húmedo y así como viscoso; además, huele un poco a goma, exactamente igual que mis chanclas del año pasado. Pero, eso es todo; no tiene ningún defecto más.

–Todas ésas son maravillas a las que apenas puedo dar crédito, Iván Matvéich –lo interrumpí–. Y, dime, ¿de verdad, de verdad no piensas comer nunca más en tu vida?

–Pero, ¿cómo puedes pararte a pensar en esas nimiedades, cabeza de chorlito? Yo estoy exponiéndote grandes ideas, y tú… Has de saber que tengo alimento suficiente con las grandes ideas que iluminan la noche que me circunda. Aunque el afable propietario del monstruo y su bondadosa mutter han convenido entre ellos esta tarde que todas las mañanas meterán por las fauces del cocodrilo un tubo metálico encorvado como una trompetilla a fin de que yo pueda sorber un café o un caldo de pan migado. El tubo lo han encargado ya por aquí cerca, aunque yo opino que es un lujo superfluo. Espero vivir por lo menos mil años, si es cierto que los cocodrilos alcanzan esa edad. A propósito, ahora que me acuerdo: consulta mañana mismo una Historia Natural para comprobar si es cierto ese dato, y ven a decírmelo, pues he podido equivocarme, confundiendo al cocodrilo con cualquier otro fósil. Sólo una circunstancia me ofusca un poco: ahora, como estoy vestido de paño y calzado con botas altas, es evidente que el cocodrilo no me puede digerir. Además, estoy vivo y por eso me resisto con toda mi voluntad a ser digerido, pues se comprende que no quiera transformarme en lo que se transforma cualquier alimento, ya que sería demasiado humillante para mí. Temo, sin embargo, que el paño de mi levita –desgraciadamente de fabricación rusa– llegue a pudrirse a lo largo de un milenio y entonces yo, al quedarme sin ropa y a despecho de toda mi indignación, quizá empiece a ser digerido. Aunque de día no lo permitiré ni lo consentiré en modo alguno, de noche, durante el sueño, cuando la voluntad abandona al hombre, puedo correr la suerte más humillante de una papa, unos blinis o un pedazo de ternera. Esta idea me pone frenético. Creo que esta sola razón debería ser suficiente para modificar los aranceles y estimular la importación de paños ingleses, que son más sólidos y, por consiguiente, habrán de resistir más a la Naturaleza en caso de que una persona vaya a parar al interior de un cocodrilo. Aprovecharé la primera oportunidad para comunicarle esta idea mía a cualquier hombre de Estado y, a la vez, a los comentaristas políticos de nuestros diarios. Que hablen bien alto de ello. Espero que sea esto lo único que copien ahora de mí. Preveo que cada mañana acudirán en tropel, provistos del cuarto de rublo pagado por sus respectivas redacciones, y se apiñarán a mi alrededor para recoger mi opinión acerca de los telegramas de la víspera. En una palabra, que veo el porvenir auténticamente de color de rosa.

“¡Es la calentura, es la calentura!”, murmuraba yo para mis adentros.

–Pero, ¿y la libertad, amigo mío? –inquirí para conocer a fondo su opinión–. Porque tú, por así decirlo, te encuentras preso, en tanto la aspiración del hombre es gozar de la libertad.

–Eres tonto –me contestó–. La gente salvaje ama la independencia; pero la gente cuerda ama el orden y si no hay orden…

–Iván Matvéich, por compasión…

–Calla y escucha –chilló, contrariado por mi interrupción–. Nunca he sentido mi espíritu tan elevado como ahora. En mi angosto refugio, sólo me preocupan la crítica literaria de las revistas voluminosas y la rechifla de nuestros periódicos satíricos. Temo que quieran ponerme en ridículo los visitantes triviales, los estúpidos, los envidiosos y, en general, los nihilistas. Pero, yo tomaré mis medidas. Estoy impaciente por conocer mañana los juicios de la opinión pública y, sobre todo, el de los periódicos. De lo que digan los periódicos, infórmame mañana mismo.

–Bueno: mañana mismo traeré una pila de periódicos.

–Mañana es pronto para esperar comentarios en los periódicos, puesto que los anuncios sólo aparecen al cuarto día. Pero, en adelante, ven todas las tardes por la entrada del patio. Pienso utilizarte como secretario. Tú me leerás los periódicos y las revistas y yo te dictaré mis pensamientos y te encargaré lo que necesite. Sobre todo, no te olvides de los telegramas. Todos los telegramas de Europa deben estar aquí a diario. Pero, basta. Probablemente tendrás sueño. Vete a casa y no pienses en lo que acabo de decirte acerca de la crítica. No la temo, puesto que ella misma se encuentra en situación crítica. Basta ser sabio y virtuoso para verse finalmente sobre un pedestal. Si no soy Sócrates, soy Diógenes, o ambos a la vez, y ya tengo trazado mi futuro papel en la Humanidad.

De este modo trivial y obsesivo (cierto que por efecto de la calentura) se apresuraba a exponerme sus puntos de vista Iván Matvéich, emulando a esas mujeres de carácter flojo, incapaces de guardar un secreto, según dice el refrán. Por otra parte, cuanto había dicho acerca del cocodrilo me parecía poco verosímil. Vamos a ver: ¿cómo podía ser que el cocodrilo estuviera totalmente vacío? Apuesto que, en ese punto, se había jactado por vanidad y, en parte, para humillarme. Verdad es que estaba enfermo y que a los enfermos hay que seguirles la corriente; pero reconozco sinceramente que nunca he podido soportar a Iván Matvéich. Durante toda la vida, desde que era niño, he deseado librarme de su tutela, sin conseguirlo. Mil veces quise romper de mala manera con él, y otras tantas volví a tratarlo, como si aún esperase demostrarle mi razón y vengarme de algo. ¡Singular amistad la mía! Puedo afirmar rotundamente que, en las nueve décimas partes, se componía de inquina. Sin embargo, aquella noche nos despedimos emocionados.

Fuestro amigo es hombre mucho inteligente –me dijo el alemán a media voz cuando se disponía a acompañarme hasta la puerta después de haber estado todo el tiempo escuchando atentamente nuestra conversación.

–A propósito, y antes de que se me olvide –proferí–. ¿Cuánto pediría usted por su cocodrilo en caso de que quisieran comprárselo?

Se nota que Iván Matvéich había oído la pregunta y esperaba la respuesta con curiosidad porque le hubiera molestado que el alemán pidiese poco; por lo menos, carraspeó de una manera muy particular cuando hice la pregunta.

Al principio, el alemán no quería ni oír del asunto; incluso se enojó.

–¡Ninguno comprar puede mi cocodrilo propio! –gritó furioso, y se puso colorado como un cangrejo–. ¡No querer yo que sea vendido cocodrilo! Ni un millón de talers quería yo pedido por el cocodrilo. Hoy tenía cobrado ciento treinta talers del publicum y mañana tenía diez mil talers cobrado y luego cien mil talers cada día tenía cobrado. ¡No querer yo vendido cocodrilo!

A Iván Matvéich se le escapó incluso una risita de satisfacción.

Haciendo de tripas corazón, pues cumplía con mi deber de amigo verdadero, le di a entender fría y razonablemente al desatinado alemán que sus cálculos no eran del todo exactos, pues si recaudaba un centenar de miles a diario, en cuatro días habría pasado todo San Petersburgo por su establecimiento y no quedaría luego nadie a quien cobrarle; que la vida y la muerte están en la mano de Dios; que el cocodrilo podía reventar por cualquier razón; que Iván Matvéich podía caer enfermo y fallecer, y así sucesivamente.

El alemán se quedó pensativo.

–Yo daré a él gotas de la botica –recapacitó al fin–, y el amigo fuestro no será morir.

–Lo de las gotas está muy bien –repliqué–; pero, tenga en cuenta que se puede entablar un proceso. La esposa de Iván Matvéich puede exigir la devolución de su marido legítimo. Usted, en lo que piensa es en hacerse rico. Pero, ¿ha pensado en asignarle alguna pensión a Elena Ivánovna?

–¡No, yo no pensar! –contestó decidida y gravemente el alemán.

–¡No-o! ¡No pensar! –corroboró la Mutter, incluso con rabia.

–Entonces, ¿en vez de una ganancia problemática, no les convendría más agarrar ahora de golpe alguna cantidad segura y palpable, aunque sea módica? Considero deber mío añadir que, si se lo pregunto, no es por mera curiosidad.

El alemán tomó del brazo a su Mutter y se apartó, para conferenciar con ella, hacia el rincón donde se encontraba la jaula del mono más grande y más feo de la colección.

–¡Ahora verás! –me dijo Iván Matvéich.

Por lo que a mí se refiere, en ese momento ardía en deseos, primero, de pegarle una paliza al alemán; segundo, de pegarle una paliza aún mayor a la Mutter y, tercero, de atizarle la mayor de las palizas a Iván Matvéich por su desmedido engreimiento. Sin embargo, nada de eso tenía importancia al lado de la respuesta del codicioso alemán.

Después de deliberar con su Mutter, exigió por el cocodrilo cincuenta mil rublos en bonos de la Deuda Interior, con sorteo, una casa de ladrillo en la calle Gorójovaia con botica propia instalada en ella y, por añadidura, el rango de coronel ruso.

–¿Te das cuenta? –exclamó triunfalmente Iván Matvéich–. ¡Ya te lo decía yo! Aparte de la última y disparatada pretensión de que lo hagan coronel, tiene toda la razón, pues comprende perfectamente el actual valor del monstruo que exhibe. ¡El principio económico es lo que priva!

–¡Un momento! –rugí–. ¿Por qué razón iban a hacerlo coronel, eh? ¿Qué proeza ha realizado, qué servicios ha prestado, qué gloria militar ha alcanzado? ¿No es usted un insensato, después de todo esto?

–¿Insensato? –gritó el alemán ofendido–. No. Yo ser hombre mucho sensato y usted ser hombre mucho tonto. Yo haber merecido coronel porque mostrar cocodrilo con dentro de él encerrado Hofrat vivo, pero ruso no poder mostrar cocodrilo con Hofrat vivo encerrado dentro de él. Yo ser hombre extraordinario inteligente y quiero mucho ser coronel.

–Bueno, Iván Matvéich, ¡adiós! –grité temblando de indignación, y salí a toda prisa al notar que no podría responder de mí si me quedaba un momento más en la cocodrilera. Eran insoportables las descabelladas pretensiones de aquellos dos cretinos. El aire frío calmó un poco mi indignación al quitarme el sofoco. Finalmente, y después de escupir con energía unas quince veces a un lado y a otro, tomé un coche de punto, llegué a mi casa, me desnudé y me tiré en la cama. Lo que más coraje me daba era encontrarme de secretario suyo. Ahora, ¡a morirse de aburrimiento todas las veladas cumpliendo el deber de auténtico amigo! Me entraban ganas de pegarme a mí mismo por ello y, efectivamente, después de apagar la vela y taparme con el edredón, me aticé unos cuantos puñetazos en la cabeza y otros lugares del cuerpo. Esto me alivió un poco y acabé conciliando el sueño, incluso bastante profundo, pues estaba muy cansado. Me pasé la noche entera soñando con monos; pero, ya al amanecer, soñé también con Elena Ivánovna.

 

IV

Si soñé con monos, supongo que sería por haberlos visto en el establecimiento del cocodrilero. Por lo que se refiere a Elena Ivánovna era cosa distinta.

Empezaré por decir que yo la amaba. Pero me apresuro a añadir –y me apresuro con la velocidad de un expreso– que la amaba como un padre. Ni más ni menos. Llego a esa conclusión porque había sentido muchas veces el incontenible deseo de besar su cabecita o sus sonrosadas mejillas. Y aunque nunca llegué a hacerlo, confieso que no me hubiera negado a besarla incluso en los labios. Y no ya en los labios, sino en los dientecitos que aparecían de modo tan encantador, semejantes a una sarta de perlas igualitas, cada vez que se reía. Y ella reía con extraordinaria frecuencia. En sus efusiones de cariño, Iván Matvéich la llamaba su “lindo desatino”, apelación en grado sumo justa y adecuada. Era una mujer bombón, y nada más. Por ello, no comprendo cómo se le había ocurrido ahora al propio Iván Matvéich ver en su esposa a nuestra Eugenia Tour rusa. Sea como fuera, y dejando a un lado los monos, mi sueño me produjo una impresión de lo más grata. De modo que, al repasar todo lo sucedido la víspera mientras tomaba el té de por la mañana, decidí pasar inmediatamente por casa de Elena Ivánovna, de camino hacia la oficina, cosa que, por otra parte, tenía la obligación de hacer en mi calidad de amigo de la casa.

Elena Ivánovna me recibió en un cuartito diminuto contiguo a la alcoba –ellos lo llamaban la sala pequeña, aunque también era pequeña la sala grande–, sentada en un lindo divancito ante una pequeña mesita de té, vestida con una vaporosa mañanita y tomando café de una pequeña tacita en la que mojaba una diminuta galletita. Estaba arrebatadoramente linda, aunque también me pareció como meditabunda.

–¡Ah, es usted, picarón! –exclamó acogiéndome con sonrisa ausente–. Siéntese, so veleta, y tome una taza de café. ¿Qué hizo usted anoche, vamos a ver? ¿Fue al baile de máscaras?

–Pero, ¿acaso estuvo usted? Yo no suelo ir a esos bailes… Además, es que anoche visité a nuestro cautivo.

Exhalé un suspiro y adopté una expresión compungida al tomar la taza de café que me ofrecía.

–¿A quién? ¿A qué cautivo? ¡Ah, sí! ¡Pobrecillo! Bueno, ¿y cómo está? ¿Se aburre? Verá…. quisiera preguntarle a usted una cosa…. Ahora puedo solicitar el divorcio, ¿verdad?

–¡El divorcio! –grité indignado, y estuve a punto de derramar el café. “Eso es cosa del morenito”, pensé con furia para mis adentros.

Porque había cierto morenito de bigotito, perteneciente al negocio de obras de construcción, que los visitaba con harta frecuencia y tenía una habilidad especial para divertir a Elena Ivánovna. Confieso que yo lo odiaba y no me cabía duda de que se las había ingeniado la víspera para verse con Elena Ivánovna (en el baile de máscaras o quizá allí mismo) y contarle un montón de tonterías.

–Pero, bueno… –se disparó de pronto Elena Ivánovna como si repitiera una lección–. Pero, ¿es que se va a estar él allí, dentro del cocodrilo, sin volver quizá en toda la vida, mientras yo me quedo aquí esperándolo? Un marido debe vivir en su casa y no dentro de un cocodrilo…

–Es que se trata de un suceso imprevisto –quise explicarle con emoción muy natural.

–¡No, por Dios! Déjeme de historias. ¡No quiero escucharlo, no quiero! –gritó ella, realmente enojada de pronto–. ¡Siempre se pone usted en contra mía, mala persona! Con usted no se puede ir a ninguna parte; es incapaz de aconsejar nada. Incluso personas extrañas me dicen que me concederán el divorcio porque Iván Matvéich quedará suspendido de sueldo.

–¡Elena Ivánovna! –exclamé en tono patético–. Parece mentira que sea usted quien así habla. ¿Qué desalmado ha podido imbuirle tales ideas? Además, es totalmente imposible obtener el divorcio por una razón tan nimia como la suspensión de sueldo. ¡Y el pobre Iván Matvéich consumiéndose de amor por usted incluso en las entrañas de ese monstruo! Es decir: se derrite de amor como un terrón de azúcar… Anoche mismo, mientras usted se divertía en el baile de máscaras, aludió a que, en último caso, quizá se decida a llevársela a usted, como legítima esposa, al interior del cocodrilo, sobre todo teniendo en cuenta que hay sitio de sobra, y no sólo para dos, sino incluso para tres personas.

A renglón seguido le referí toda aquella interesante parte de la conversación mantenida la víspera con Iván Matvéich.

–¿Cómo? ¿Qué dice? –gritó estupefacta–. ¿Pretende usted que me meta yo también allí con Iván Matvéich? ¡Valiente ocurrencia! ¿Y cómo iba a meterme? ¿Con el sombrero puesto y la crinolina? ¡Señores, qué estupidez! Y luego, ¿qué papel iba yo a hacer metiéndome en ese monstruo, sobre todo si estuviera mirándome alguien? ¡Eso es ridículo! ¿Y cómo me las arreglaría para comer allí dentro? ¿Y… y… cómo me las arreglaría allí dentro cuando?… ¡Dios mío, lo que se les ha ocurrido! ¿Qué distracciones iba a encontrar allí?… ¿Dice usted que dentro huele a goma? Y, también, si nos enfadáramos por algo, ¿tendría yo que quedarme de todos modos allí dentro, pegadita a él? ¡Puah! Eso es odioso.

–De acuerdo, admito todas sus objeciones, querida Elena Ivánovna –corté yo, intentando exponer mis razones con la natural vehemencia que siempre lo embarga a uno cuando nota que la verdad está de su parte–; pero, hay una circunstancia que no ha valorado usted en todo esto. No ha valorado que él no puede vivir sin usted, puesto que desea tenerla allí a su lado. Ésa es una prueba de amor, de un amor apasionado, constante, arrebatador… ¡El amor es lo que no ha valorado usted, querida Elena Ivánovna, el amor!

–¡No quiero, no quiero ni oír hablar de eso! –protestó, agitando una encantadora manecita, cuyas uñitas de color de rosa brillaban recién cepilladas y pulidas–. ¡Antipático! Acabará por hacerme llorar. Si es su gusto, métase usted dentro del bicho ése. ¿No es usted amigo de mi marido? Pues, vaya y quédese a su lado en aras de la amistad, y podrán pasarse la vida entera discutiendo sobre esos temas científicos tan aburridos…

–Hace usted mal en burlarse de tal hipótesis –atajé con gravedad a la frívola personita–, pues Iván Matvéich me ha propuesto efectivamente que me reuniera con él. A usted, como es natural, debe llevarla allá su sentido del deber, mientras que en mí es sólo generosidad. Pero, al hablarme anoche de la extraordinaria elasticidad del cocodrilo, Iván Matvéich aludió con suma claridad a que no sólo ustedes dos, sino también yo, en mi calidad de amigo íntimo, podría acomodarme allí para estar los tres juntos, en particular si yo así lo deseaba, y por eso…

–¿Cómo dice? ¿Los tres juntos? –gritó Elena Ivánovna contemplándome asombrada–. Pero, ¿cómo íbamos nosotros… a estar allí juntos los tres? ¡Ja, ja, ja! ¡Cuidado que son necios! ¡Ja, ja, ja! Iba a pasarme el tiempo pegándole a usted pellizcos, mala persona. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

Recostada contra el respaldo del diván, rompió a reír hasta que se le saltaron unas lagrimitas. Todo aquello, lo mismo las lágrimas que la risa, era tan encantador, que no pude reprimirme y, en un arrebato, me puse a besarle las manecitas, expansión a la que ella no opuso resistencia, aunque me tiró ligeramente de las orejas en señal de reconciliación.

Luego nos sentimos más desenfadados los dos, y yo le referí en detalle los planes que me había expuesto la víspera Iván Matvéich. Le agradó mucho la idea de tener salón abierto y recibir por las tardes.

–Pero, necesitaré muchos vestidos nuevos –observó ella–. Por eso, es preciso que Iván Matvéich me haga llegar cuanto antes la mayor cantidad posible de dinero: el sueldo, las dietas… Sólo que –añadió pensativa–, ¿cómo van a traerlo a casa en un cajón? Eso es muy ridículo. No quiero que transporten a mi marido en un cajón. Me daría mucha vergüenza delante de los invitados… No quiero. No, no quiero.

–A propósito, y antes de que se me olvide: ¿vino a verla ayer por la tarde Timoféi Semiónich?

–¡Ay, sí! Vino a distraerme un poco, y figúrese usted que nos pasamos la velada jugando a las cartas, con prendas. Si perdía él, me daba un caramelo y cuando perdía yo, le dejaba besarme una mano. ¡Qué malo! Imagínese que estuvo a punto de acompañarme al baile de máscaras. ¡De veras!

–Estaría embelesado –observé–. ¿Y quién no se embelesaría con usted, tan seductora como es?

–¡Déjese de requiebros! Y ahora aguarde, que le voy a tirar un pellizco antes de que se marche. He aprendido a tirar unos pellizcos riquísimos. ¿Eh, qué tal? A propósito: ¿dice usted que Iván Matvéich habló mucho de mí anoche?

–Bueno… Tampoco fue mucho… Le confieso que ahora piensa más en los destinos de la Humanidad y quiere que…

–¡Allá él! No tiene que decirme nada más. Seguro que estará aburridísimo. Tengo que ir a verlo. Mañana iré sin falta. Pero hoy no. Me duele la cabeza y, además, habrá tanta gente… Empezarán a comentar que soy su mujer, me pondrán en evidencia… Adiós. ¿Irá usted allá esta tarde?

–Claro, claro. Me dijo que fuera y le llevara los periódicos.

–Entonces, muy bien. Vaya a verlo y a leerle la prensa. Y no necesita tomarse la molestia de pasar hoy por aquí. No me encuentro bien, y también es posible que salga de visita. Bueno, adiós, picarón.

“Eso es que el moreno vendrá a verla esta tarde”, me dije.

En la oficina, como es natural, disimulé las preocupaciones y los tremendos afanes que me devoraban. Sin embargo, pronto advertí que algunos de los periódicos más progresistas pasaban aquella mañana con particular rapidez de mano en mano de mis colegas y eran leídos con extraordinaria atención. El primero que llegó a mis manos fue La Hoja, periódico sin gran importancia ni orientación definida, simplemente humanista en rasgos generales, circunstancia por la cual era más bien desdeñado entre nosotros, aunque lo leíamos. Bastante sorprendido, allí leí lo siguiente.

“Ayer se difundieron ciertos rumores por nuestra vasta capital, ornada de magníficos edificios. El señor N., famoso gastrónomo de la alta sociedad, probablemente hastiado de la cocina de Borel, así como del club que frecuenta, penetró en el establecimiento del Pasaje donde se exhibe un tremendo cocodrilo, recién traído a la capital, y pidió que se lo prepararan para la cena. Una vez cerrado el trato con el dueño del animal, se puso a devorarlo allí mismo (no al dueño, claro, que es un alemán muy pacífico y meticuloso, sino a su cocodrilo) vivo, cortando sabrosas tajadas con su navajita y engulléndolas con extraordinaria celeridad. Poco a poco desapareció todo el cocodrilo en aquel buche sin fondo del insaciable comensal, que aún se mostró dispuesto a emprenderla con un icneumón, compañero habitual del cocodrilo, pensando probablemente que sería igual de sabroso. Nosotros no tenemos nada en contra del nuevo producto en cuestión, famoso hace ya mucho tiempo entre los gastrónomos extranjeros. Incluso lo habíamos previsto ya. Los lores y los viajeros ingleses pescan en Egipto bancos enteros de cocodrilos y consumen el lomo de este monstruo en filetes, con mostaza, cebolla y papas. Los franceses, que llegaron allá con De Lesseps, prefieren las patas asadas entre las brasas. En realidad, lo hacen para llevarle la contraria a los ingleses, que a su vez se burlan de ellos. Lo más probable es que en nuestro país sean apreciadas ambas cosas. Por nuestra parte, celebramos la aparición de esta nueva rama de la industria, de la que carece esencialmente nuestra recia y variada patria. Después de este primer cocodrilo desaparecido en el estómago de un gastrónomo de San Petersburgo, es posible que antes de un año los importemos a cientos. Además, ¿por qué no aclimatar al cocodrilo aquí, en Rusia? Si el agua de Nevá resulta demasiado fría para tan interesantes animales de otras tierras, en la capital tenemos estanques y extramuros hay ríos y lagos. ¿Por qué no criar cocodrilos, digamos, en Pargólovo o en Pávlovsk? En cuanto a Moscú, están los estanques de la Presnia y del Samotiok. Además de proporcionar un alimento grato y saludable a nuestros refinados gastrónomos, podrían servir de distracción a las señoras que suelen pasear junto a dichos estanques, así como de viviente lección de Historia Natural a los niños. Con la piel de los cocodrilos se podrían fabricar estuches, maletas, cigarreras y carteras, y es posible que más de uno de esos mugrientos billetes de mil rublos, predilectos de los comerciantes, se viera también entre tapas de piel de cocodrilo. Esperamos volver más de una vez a un tema tan interesante”.

Aunque algo por el estilo preveía yo, me dejó confuso el poco fundamento de la noticia. Sin saber con quién compartir mis impresiones, me fijé en Prójor Sávich, sentado frente a mí, y entonces advertí que llevaba un rato observándome y tenía entre las manos un número de El Cabello, aparentemente con el propósito de entregármelo. Sin una palabra, tomó La Hoja que yo le tendía y, al pasarme a mí El Cabello, señaló con un fuerte uñetazo el artículo sobre el que deseaba llamar mi atención. Este Prójor Sávich es un hombre de lo más extraño: viejo y callado solterón, no mantenía trato con ninguno de nosotros, apenas hablaba con nadie en la oficina, siempre tenía su opinión acerca de todas las cosas, pero no se permitía compartirla con nadie. Vivía solo. Casi ninguno de nosotros había estado en su casa.

Véase lo que leí en el lugar señalado de El Cabello.

“De todos es sabido que nosotros somos progresistas y humanitarios y que en este aspecto queremos seguir la marcha de Europa. Sin embargo, pese a todos nuestros afanes y a los esfuerzos de nuestro periódico, estamos lejos de haber ‘madurado’ como lo demuestra un hecho repugnante ocurrido ayer en el Pasaje y que nosotros habíamos pronosticado ya. Un propietario extranjero llega a la capital trayendo un cocodrilo que empieza a exhibir al público en el Pasaje. Nosotros nos apresuramos a saludar inmediatamente la aparición de esta nueva rama de una industria útil, de la que carece nuestra robusta y variada patria. Pero ayer, a las cuatro y media de la tarde, se presenta de pronto en el establecimiento del empresario extranjero un hombre extraordinariamente obeso, borracho, que paga su entrada y, a renglón seguido, sin previo aviso, se mete en las fauces del cocodrilo que, como es natural, no tuvo más remedio que tragárselo, aunque sólo fuera por instinto de conservación, para no asfixiarse.

“Nada más sumirse en el interior del cocodrilo, el desconocido se durmió. No le produjeron el menor efecto los gritos del empresario extranjero, ni los gemidos de sus aterrados feudos ni las amenazas de llamar a la policía. Desde dentro del cocodrilo sólo se escuchaban carcajadas y la promesa de hacer uso del látigo (sic), mientras el pobre mamífero, obligado a tragarse semejante mole, vertía inútiles lágrimas. ‘Un huésped inoportuno es peor que un invasor’, dice el proverbio ruso; pero, a pesar de ello, el desaprensivo visitante no quiere salir. No atinamos a explicar hechos tan bárbaros, que demuestran nuestra inmadurez y nos ponen en evidencia a ojos de los extranjeros. ¡Buena aplicación ha encontrado la audacia rusa! ¿Qué buscaría ese inoportuno huésped? ¿Un alojamiento abrigado y confortable? Pero en nuestra capital existe gran número de magníficas casas con apartamentos baratos y sumamente cómodos, que tienen agua traída del Nevá, luz de gas en la escalera e incluso portero muchas veces. También llamamos la atención de nuestros lectores sobre la barbarie de ese trato para con un animal doméstico: como es natural, al cocodrilo forastero le resulta difícil digerir semejante mole de golpe y ahora yace, esperando la muerte, hinchado como una montaña, en medio de insoportables sufrimientos. En Europa, la Justicia persigue desde hace mucho tiempo a quienes dan un trato inhumano a los animales domésticos. Pero nosotros, a pesar del alumbrado a la europea, de las aceras a la europea y de las casas edificadas a la europea, nosotros hemos de tardar todavía mucho en desprendernos de nuestros sempiternos prejuicios.

“Las casas son nuevas, pero los prejuicios viejos… con la particularidad de que tampoco son nuevas las casas, o por lo menos las escaleras. Hemos aludido ya varias veces en nuestro periódico a que en la Peterbúrgskaia, en casa del comerciante Lukiánov, los peldaños de la escalera de madera están podridos, algunos incluso rotos, constituyendo desde hace ya un tiempo un peligro para la sirvienta que tiene –Afimia Skapidórova, esposa de un soldado–, obligada a subir a menudo dicha escalera llevando cubos de agua o brazadas de leña. Nuestros pronósticos se han cumplido finalmente: ayer, a las ocho y media de la noche, Afimia Skapidórova se desplomó, cargada con una sopera, y se fracturó una pierna. Ignoramos si Lukiánov reparará ahora la escalera –el ruso no escarmienta fácilmente–, pero la víctima de la desidia rusa ha sido ingresada en un hospital. Tampoco nos cansaremos de afirmar que los porteros de la Víborgskaia, cuando barren las aceras de madera, no deben manchar el calzado de los transeúntes, sino que deben dejar la basura en montoncitos, como se hace en Europa…”

Y así sucesivamente.

–Pero, ¿qué es esto? –proferí mirando con cierta estupefacción a Prójor Sávich–. ¿Qué significa?

–¿A qué se refiere?

–¡Por Dios santo! En lugar de compadecerse del pobre Iván Matvéich, se compadecen del cocodrilo.

–¿Y qué importa? Nos compadecemos de un animal, incluso de un mamífero. ¿Tenemos algo que envidiarle a Europa? ¿No sienten también allí mucha compasión por los cocodrilos? ¡Ji, ji, ji!

Dicho lo cual, el estrambótico Prójor Sávich volvió a meter la nariz en sus papeles y no pronunció ya ni una palabra más.

Me guardé El Cabello y La Hoja en el bolsillo, reuní también, para distraer aquella tarde a Iván Matvéich, todos los números atrasados que pude encontrar y, aunque tenía mucho tiempo por delante, aquel día me escabullí de la oficina antes de la hora para pasarme un rato en el Pasaje y, aunque fuera de lejos, contemplar lo que allí ocurría y escuchar los comentarios y juicios diversos. Previendo que habría gran gentío, me embocé bien con el cuello del capote porque me sentía un poco avergonzado. Y es que estamos tan poco habituados a la publicidad… Pero, noto que, ante un suceso tan extraordinario y original, no tengo derecho de comentar mis prosaicas sensaciones personales.

 

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