Silvina Ocampo
Se amaban, pero los celos retrospectivos o futuros, la envidia recíproca,
la desconfianza mutua, los carcomía. A veces, en un lecho, olvidaban estos desventurados
sentimientos y gracias a él sobrevivían. A una de esas veces, la última, me referiré.
El lecho era mullido y amplio y tenía una colcha rosada.
El centro de la cabecera, de hierro, representaba un paisaje con árboles y barcos.
El sol del poniente iluminaba una nube que parecía una llama. Cuando se abrazaban,
el que tenía la suerte de estar colocado boca abajo, besando la otra boca, contemplaba
aquella nube, atraído por el fulgor insólito que la iluminaba, a través de los caireles
de una araña con tulipas rojas y verdes.
Se demoraron en el lecho más que de costumbre. Los ruidos
de la calle crecieron y murieron con la luz. Se hubiera dicho que el lecho navegaba
sobre un mar sin tiempo, sin espacio al encuentro de la dicha o de algo que la remedaba
equívocamente. Pero hay amantes temerarios. La ropa, que se habían quitado, estaba
cerca, al alcance de la mano. Las mangas vacías de una camisa colgaban del lecho,
y de un bolsillo había caído un papel celeste. Alguien recogió el papel. No sé lo
que contenía ese papel celeste, pero sé que produjo disturbios, investigaciones,
odios irreprimibles, disputas, reconciliaciones, nuevas disputas.
El alba se asomaba a las ventanas.
–Hay olor a quemado. Anoche soñé con un incendio –dijo
ella, en un momento de horror, frente al enojo de él, para distraerlo.
–Invenciones de tu olfato –dijo él.
–Estamos en el noveno piso –agregó ella, tratando de
parecer asustada–. Tengo miedo.
–No cambies de conversación.
–No cambio de conversación. El fuego hace ruido de agua,
¿no oyes?
–Invenciones de tu oído.
El cuarto estaba intensamente iluminado y caliente.
Era una hoguera.
–Si nos abrazáramos, nos quemaríamos tan sólo la espalda.
–Nos quemaremos enteros –dijo él, mirando el fuego con
ojos enfurecidos.
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