Sherwood Anderson
Era hijo de la señora de
Al Robinson, que antaño había poseído una granja en el camino de Trunion Pike, al
este de Winesburg, unos tres kilómetros a las afueras del pueblo. La granja estaba
pintada de marrón y las persianas de las ventanas que daban al camino se hallaban
siempre cerradas. Delante de la casa, unos pollos, acompañados de un par de gallinas
pintadas, se revolcaban en el polvo. En aquel tiempo, Enoch vivía en la casa con
su madre, y de niño iba a la escuela superior de Winesburg. Los más viejos del lugar
lo recordaban como un muchacho tranquilo y sonriente, de natural más bien silencioso.
De camino a la escuela iba siempre por mitad de la carretera leyendo un libro. Los
carreteros tenían que gritarle y soltar maldiciones para que se diese cuenta de
dónde estaba, se apartara a un lado y los dejara pasar.
Cuando
cumplió los veintiún años, el bueno de Enoch se trasladó a Nueva York y vivió quince
años en la ciudad. Estudió francés y asistió a clases en una academia de arte con
la esperanza de desarrollar sus dotes naturales para el dibujo. Hizo planes para
ir a París y completar su educación artística con los grandes maestros, pero no
le salieron bien.
A
Enoch Robinson nada le salía bien. Era buen dibujante, y tenía muchas ideas curiosas
y delicadas que podría haber expresado mediante el pincel del pintor, pero siguió
siendo siempre un niño y eso supuso una desventaja para su desarrollo mundano. Nunca
creció y, por supuesto, no logró entender a los demás ni hacerse entender por ellos.
El niño que llevaba dentro tropezaba continuamente con toda clase de realidades
como el dinero, el sexo y las opiniones. Una vez lo atropelló un tranvía, que lo
lanzó contra una farola y lo dejó cojo. Ésa fue una de las muchas cosas que impidieron
que algo le saliera bien a Enoch Robinson.
A
su llegada a Nueva York, y antes de que lo desconcertaran las realidades de la vida,
Enoch frecuentó a otros muchachos de su edad. Conoció a un grupo de jóvenes, tanto
hombres como mujeres, que a veces iban a verlo a sus habitaciones. Una vez se emborrachó
y acabó en una comisaría donde un magistrado lo asustó mucho, y en una ocasión trató
de intimar con una mujer a la que encontró enfrente de su pensión. Enoch y la mujer
recorrieron juntos tres manzanas, pero al joven le entró miedo y echó a correr.
La mujer había estado bebiendo y el incidente le hizo mucha gracia. Se apoyó contra
la pared de un edificio y se rio con tantas ganas que un transeúnte se detuvo y
se echó a reír también. Luego, los dos se fueron juntos y Enoch volvió a su habitación
humillado y tembloroso.
La
habitación que ocupaba el joven Robinson en Nueva York daba a Washington Square
y era larga y estrecha como un pasillo. Es importante no olvidarse de ese detalle.
En realidad, la historia de Enoch Robinson es más la historia de una habitación
que la de un hombre.
El
caso es que los amigos del joven Enoch iban a su habitación por las tardes. Eso
no tenía nada de particular, salvo por el hecho de que eran de esos artistas que
no paran nunca de hablar. Todo el mundo sabe lo parlanchines que son los artistas.
A lo largo de la historia de la humanidad, siempre se han reunido para hablar. Hablan
de arte y lo hacen con un apasionamiento casi febril. Le conceden mucha más importancia
de la que tiene.
Así
que aquella gente se reunía para hablar y fumar cigarrillos y Enoch Robinson, el
chico de la granja de las cercanías de Winesburg, estaba allí. Se quedaba en un
rincón y, por lo general, no decía nada. ¡Había que ver cómo abría sus grandes e
infantiles ojos azules! En las paredes había cuadros pintados por él, cuadros muy
burdos a medio terminar. Sus amigos hablaban de ellos. Se repantigaban en sus sillas
y hablaban sin parar mientras movían la cabeza. Empleaban muchas palabras a propósito
de las líneas, los valores y la composición, palabras de las que siempre se dicen.
Enoch
también quería decir algo, pero no sabía cómo. Estaba demasiado nervioso para hablar
con coherencia. Cuando lo intentaba, empezaba a tartamudear y farfullar y su voz
sonaba extraña y chillona. Así que se callaba. Sabía lo que quería decir, pero también
sabía que nunca podría decirlo. Cuando discutían acerca de alguno de sus cuadros,
le habría gustado decirles: “No han entendido nada, el cuadro que ven no tiene nada
que ver con lo que ven y dicen. Hay algo más, algo que ni siquiera sospechan y que
no pueden ver. Miren éste de aquí, el que está junto a la puerta iluminado por la
luz de la ventana. Esa mancha negra junto a la carretera en la que no se fijan es
la clave de todo. Ahí hay un grupo de sauces como el que crecía delante de nuestra
casa de Winesburg, Ohio, y entre los sauces hay algo escondido. Es una mujer, sí
señor. Su caballo acaba de derribarla y huyó perdiéndose de vista. ¿No ven lo preocupado
que está el anciano que conduce el carro? Es Thad Grayback que tiene una granja
junto al camino. Lleva a moler el maíz a Winesburg, al molino de Comstock. Sabe
que hay algo oculto entre los sauces y no sabe qué.
“¡Una
mujer, eso es! ¡Y, además, un mujer encantadora! Está tumbada muy quieta, pálida
y quieta, y su belleza emana de ella y se extiende por doquier. Al cielo y a todo
lo que la rodea. Por supuesto, no traté de pintar a la mujer. Es demasiado hermosa
para pintarla. ¡Qué obtusos son al hablar de composición y cosas así! ¿Por qué no
miran al cielo y luego salen corriendo como hacía yo cuando era niño en Winesburg,
Ohio?”.
Ésas
eran las cosas que el joven Enoch Robinson ansiaba decir a los que iban a visitarlo
a su habitación cuando era un muchacho en Nueva York, pero siempre acababa callándose.
Luego empezó a dudar de sí mismo. Temía no estar expresando en sus cuadros lo que
sentía. Irritado, dejó de invitar a la gente a ir a verlo a su habitación y adoptó
la costumbre de encerrarse con llave. Empezó a pensar que ya había tenido demasiadas
visitas y que no necesitaba ver a nadie más. Su viva imaginación empezó a inventar
personas con las que poder hablar de verdad y a las que poder explicar las cosas
que no había podido explicarle a la gente real. Su habitación empezó a estar habitada
por el espíritu de los hombres y las mujeres con quienes había hablado. Era como
si cada persona a la que Enoch Robinson había conocido le hubiera dejado su propia
esencia, algo que él podía modelar y cambiar a su antojo para que comprendiera cosas
de sus cuadros como lo de la mujer herida detrás de los sauces.
Como
todos los niños, el amable muchacho de ojos azules de Ohio era un completo egoísta.
No quería tener amigos por la misma razón que no quieren tenerlos los niños. Quería
que todo el mundo se plegara a sus caprichos, que fuera gente con quien pudiera
hablar, a quien pudiera sermonear y regañar cuando quisiera, en definitiva que fuesen
siervos de su imaginación. Entre aquellas personas siempre se sentía seguro y decidido.
Podían hablar, desde luego, e incluso tener opiniones propias, siempre que él tuviera
la última palabra. Era como un escritor rodeado de las creaciones de su cerebro,
una especie de reyezuelo de ojos azules en una habitación de seis dólares enfrente
de Washington Square en la ciudad de Nueva York.
Luego
Enoch Robinson se casó. Empezó a sentirse solo y quiso tener a alguien de carne
y hueso entre sus brazos. Había días en los que su cuarto le parecía vacío. La voluptuosidad
visitó su cuerpo y el deseo se fue adueñando de su alma. Por la noche, extrañas
fiebres que ardían en su interior le impedían dormir. Se casó con una chica que
se sentaba a su lado en la academia de arte y ambos se fueron a vivir a una casa
de apartamentos de Brooklyn. La mujer con la que se casó le dio dos hijos y Enoch
consiguió un trabajo en un sitio donde hacían ilustraciones para anuncios.
Entonces
empezó otra fase de la vida de Enoch. Empezó a jugar un juego distinto. Durante
un tiempo se sintió muy orgulloso de sí mismo en su papel de ciudadano productivo
del mundo. Dejó a un lado la esencia de las cosas y empezó a ocuparse de las realidades.
En otoño votó en las elecciones y se suscribió a un periódico que le dejaban en
la puerta todas las mañanas. Cuando volvía a casa del trabajo por las tardes, bajaba
del tranvía y andaba despacio detrás de algún hombre de negocios tratando de darse
tono e importancia. Como buen contribuyente, quiso informarse acerca del funcionamiento
de la administración. “Pronto seré alguien importante, formaré parte de las cosas,
del estado, la ciudad y todo eso”, se decía con un divertido aire de dignidad en
miniatura. Una vez, al volver de Filadelfia, discutió con un hombre al que conoció
en el tren. Enoch le habló de la conveniencia de que el gobierno adquiriese y controlara
los ferrocarriles y el hombre le regaló un cigarro. Enoch estaba convencido de que
sería una buena medida por parte del gobierno y se exaltó mucho mientras hablaba.
Luego recordó sus palabras con delectación. “Le he dado mucho en lo que pensar a
ese tipo”, murmuró para sí mientras subía las escaleras de su apartamento de Brooklyn.
Desde
luego, el matrimonio de Enoch no salió bien. Él mismo le puso fin. Empezó a sentirse
asfixiado y emparedado por la vida que llevaba en el apartamento, y sintió por su
mujer e incluso sus hijos lo mismo que había sentido antes por los amigos que antaño
habían ido a visitarlo. Empezó a contar pequeñas mentiras a propósito de reuniones
de negocios que le dejaban libertad para pasear a solas por la calle de noche y,
cuando tuvo ocasión, volvió a alquilar en secreto la habitación que daba a Washington
Square. Luego la señora de Al Robinson murió en la granja cerca de Winesburg y él
obtuvo ochocientos dólares del banco que actuó como fideicomisario de la herencia.
Eso terminó de apartar a Enoch de los demás. Dio el dinero a su mujer y le dijo
que él no podía seguir viviendo en el apartamento. Ella lloró y se enfadó mucho
y lo amenazó, pero Enoch se limitó a mirarla fijamente y se fue por su camino. En
realidad, a su mujer no le importó mucho. Pensaba que Enoch estaba un poco mal de
la cabeza y le tenía un poco de miedo. Cuando estuvo segura de que nunca volvería,
cogió a los dos niños y se marchó a un pueblo de Connecticut donde había vivido
de niña. Al final, se casó con un hombre que compraba y vendía propiedades inmobiliarias
y fue bastante feliz.
Y
así Enoch Robinson se quedó en su habitación de Nueva York entre toda aquella gente
imaginaria, jugando y hablando con ellos, feliz como un niño. Eran un grupo un poco
raro. Supongo que estaban hechos de gente real a la que había conocido y que, por
alguna oscura razón, le había resultado interesante. Había una mujer con una espada
en la mano, un anciano con una larga barba blanca que iba por ahí seguido de un
perrito, una joven con las medias caídas. Debía de haber dos docenas de personas
fantasmales, ideadas por la imaginación infantil de Enoch Robinson, que vivía con
ellos en aquel cuarto.
Y
Enoch era feliz. Entraba en la habitación y cerraba la puerta con llave. Hablaba
en voz alta con un absurdo aire de importancia, dando instrucciones y haciendo comentarios
sobre la vida. Estaba feliz y contento de seguir ganándose el pan en la agencia
de publicidad hasta que pasara algo. Por supuesto, algo pasó. Por eso regresó a
Winesburg y ahora sabemos de él. Fue una mujer. Tenía que ser así. Era demasiado
feliz. Algo tenía que irrumpir en su mundo. Algo tenía que sacarlo de su cuarto
de Nueva York, para obligarlo a vivir convertido en una oscura y nerviosa figura
que deambulaba al atardecer por las calles de un pueblo de Ohio, cuando el sol se
ocultaba detrás del tejado del establo de Wesley Moyer.
Enoch
le contó una noche a George Willard lo que había ocurrido. Quería hablar con alguien,
y escogió al joven periodista porque los dos se encontraron en un momento en que
el joven le pareció especialmente comprensivo.
La
tristeza juvenil, la tristeza de los jóvenes, la tristeza de un niño creciendo en
un pueblo al acabar el año, soltó la lengua del anciano. La tristeza del corazón
de George Willard carecía de significado, pero llamó la atención de Enoch Robinson.
La
tarde en que los dos hombres hablaron, caía una lluvia fina y húmeda de octubre.
El año se acercaba a su fin y el frío punzante en el aire prometía una noche serena
de luna, pero no fue así. Llovía y los pequeños charcos de agua brillaban a la luz
de las farolas de la calle Mayor. En el bosque, en la oscuridad, más allá de los
terrenos de la feria, el agua goteaba en los negros árboles. Las hojas mojadas se
apelmazaban contra las raíces que asomaban del suelo. En los jardines traseros de
las casas de Winesburg, las plantas secas de patata se retorcían marchitas por el
suelo. Los hombres que habían terminado de comer y habían pensado ir al pueblo a
pasar la tarde de tertulia en la trastienda de algún almacén cambiaron de idea.
George Willard deambulaba bajo la lluvia y se alegraba de que lloviese. Eso era
lo que sentía. Era igual que Enoch Robinson cuando salía de su cuarto al caer la
tarde y paseaba solo por las calles. La única diferencia era que George Willard
se había convertido en un muchacho alto y fuerte y no consideraba viril contentarse
con ir tirando y pasarse la vida lloriqueando. Aquel último mes su madre había estado
muy enferma y eso explicaba en parte su tristeza, pero no del todo. Pensaba en sí
mismo, y a los jóvenes eso siempre los entristece.
Enoch
Robinson y George Willard se encontraron debajo del tejadillo que se extendía sobre
la acera, delante del negocio de carruajes de Voight en Maumee Street, a escasos
metros de la calle Mayor de Winesburg. Desde allí siguieron juntos por las calles
empapadas hasta el cuarto del anciano en el tercer piso del edificio Heffner. El
joven periodista lo acompañó encantado. Enoch Robinson le pidió que lo hiciera cuando
llevaban casi diez minutos charlando. El joven tenía un poco de miedo, pero no había
sentido tanta curiosidad en toda su vida. Mil veces había oído decir que el viejo
estaba un poco mal de la cabeza, pero aún se consideró más hombre y valiente por
atreverse a acompañarlo. Desde el principio, en la calle bajo la lluvia, el anciano
le habló de un modo extraño, tratando de contarle la historia del cuarto de Washington
Square y la vida que llevaba allí.
–Lo
comprenderás, si haces un esfuerzo –dijo en tono concluyente–. Te he observado al
pasar y creo que puedes entenderlo. No es tan difícil. Tan solo tienes que creer
lo que te diga, tú escucha y cree, es lo único que tienes que hacer.
Eran
más de las once cuando el anciano Enoch, que conversaba con George Willard en la
habitación del edificio Heffner, llegó al asunto crucial: la historia de la mujer
y de lo que le había obligado a abandonar la ciudad para ir a vivir solo y derrotado
a Winesburg. Estaba sentado en su camastro junto a la ventana con la cabeza apoyada
entre las manos y George Willard ocupaba una silla junto a la mesa. Encima de ésta
ardía un quinqué y la habitación, aunque casi por completo desprovista de muebles,
estaba escrupulosamente limpia. Mientras el hombre le hablaba, George tuvo la sensación
de que le gustaría levantarse de la silla y sentarse también en el camastro. Quería
pasarle el brazo por encima del hombro al diminuto anciano. En la penumbra, el hombre
hablaba y el muchacho escuchaba lleno de tristeza.
–Empezó
a entrar en el cuarto cuando hacía años que nadie lo hacía –dijo Enoch Robinson–.
Me vio en el pasillo de la casa y nos conocimos. No sé lo que hacía en su propia
habitación. Nunca entré allí. Creo que era violinista. De vez en cuando pasaba a
verme, llamaba a la puerta y yo le abría. Ella entraba y se sentaba mi lado, tan
solo se sentaba y contemplaba la habitación sin decir nada. Al menos nada interesante.
El
anciano se levantó del camastro y se puso a dar vueltas por la habitación. El abrigo
que llevaba estaba empapado de la lluvia y goteaba con un ruidillo sordo contra
el suelo. Cuando volvió a sentarse en el jergón, George Willard se puso en pie y
se sentó a su lado.
–Me
producía una extraña sensación. Se sentaba allí conmigo y era como si el cuarto
se le quedara pequeño. Sentía que ella iba apartando a un lado todo lo demás. Sólo
hablábamos de pequeñeces, pero yo no resistía sentado. Quería rozarla con mis dedos
y besarla. Tenía las manos fuertes y el rostro bondadoso, y no me quitaba la vista
de encima.
La
voz temblorosa del hombre guardó silencio y se estremeció como si hubiese sufrido
un escalofrío.
–Me
daba miedo –susurró–. Me daba un miedo terrible. No quería dejarla entrar cuando
llamaba a la puerta, pero no era capaz de contenerme. “No, no”, me decía, pero luego
me levantaba y abría la puerta. Era tan grande. Toda una mujer. Llegué a pensar
que terminaría siendo más grande que yo en aquella habitación.
Enoch
Robinson se quedó mirando a George Willard, sus ojos azules e infantiles brillaban
a la luz del quinqué. De nuevo se estremeció.
–La
quería y, al mismo tiempo, no la quería –explicó–. Luego empecé a hablarle de mi
gente, de todo lo que me importaba. Traté de conservar la calma, de dominarme, pero
fue en vano. Me sentí igual que cuando abría la puerta. A veces deseaba que se fuera
para no volver más.
El
anciano se puso de pie y la voz le tembló agitada.
–Una
noche sucedió algo. Me puse como loco tratando de que me entendiera y que supiera
lo importante que era yo en aquella habitación. Quería que comprendiera lo importante
que era. Se lo dije una y otra vez. Cuando trató de marcharse, corrí y cerré la
puerta con llave. La seguí por toda la habitación. Le hablé y le hablé y de pronto
todo se fue al traste. Vi un brillo en su mirada y supe que lo había entendido.
Tal vez lo hubiese entendido todo el tiempo. Me puse furioso. No pude resistirlo.
Quería que lo comprendiera, pero no lo conseguía. Sentía que entonces ella lo sabría
todo, que yo me hundiría, me ahogaría. Eso es. No sé por qué.
El
anciano se desplomó en una silla junto al quinqué y el joven le escuchó lleno de
espanto.
–Vete
ya, muchacho –dijo el hombre–. No te quedes más aquí. Pensé que sería buena idea
contártelo, pero no lo es. No quiero seguir hablando. Vete.
George
Willard negó con la cabeza y en su voz se oyó una nota autoritaria.
–No
se interrumpa ahora. Cuénteme lo demás –le exigió bruscamente–. ¿Qué sucedió después?
Cuénteme el resto de la historia.
Enoch
Robinson se puso en pie y corrió hasta la ventana que daba a la calle vacía de Winesburg.
George Willard lo siguió. Los dos se quedaron junto a la ventana, el niño-hombre
alto y desgarbado y el diminuto y arrugado hombre-niño. La voz ansiosa e infantil
prosiguió su relato.
–La
insulté –explicó–. Le dije cosas horribles. Le ordené que se marchara y no volviera
jamás. ¡Oh!, dije cosas terribles. Al principio, fingió no comprender, pero yo seguí
insistiendo. Grité y di patadas en el suelo. Mis maldiciones resonaron por toda
la casa. No quería volver a verla más y supe que, después de lo que le había dicho,
no la vería jamás.
La
voz del hombre se quebró y movió la cabeza.
–Todo
se fue al traste –dijo con calma y mucha tristeza–. Salió por la puerta y toda la
vida que había habido en aquel cuarto se fue con ella. Se llevó a toda mi gente.
Se fueron con ella por la puerta. Eso es lo que pasó.
George
Willard se dio la vuelta y salió de la habitación de Enoch Robinson. Al ir a cruzar
el umbral oyó la voz débil y anciana que lloriqueaba quejosa en la oscuridad, junto
a la ventana:
–Estoy
solo, muy solo –dijo la voz–. En mi cuarto el ambiente era cálido y acogedor, pero
ahora estoy solo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario