Edmundo Paz Soldán
Soy inocente, yo no maté a mi padre –exclamó mi hermano, desesperado, apenas
escuchó la sentencia–. Me acerqué a él, intenté infundirle ánimo, le dije que yo
le creía (y era verdad: tenía la certeza de que no mentía), pero mis palabras eran
vanas: su nuevo destino estaba sellado. Apoyó su cabeza en mi pecho, lloró.
Fui a visitarlo todos los sábados por la tarde, durante
veintisiete años, hasta que falleció. En el velorio, al mirar su precario ataúd
desprovisto de coronas y recordatorios, sentí por primera vez el peso amargo del
remordimiento.
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