Juan José Saer
La
gente de mi generación se dispersa, en exilio. Del ramo vivo de nuestra juventud
no quedan más que dos o tres pétalos empalidecidos. La muerte, la política, el matrimonio,
los viajes, han ido separándonos con silencio, cárceles, posesiones, océanos. Años
atrás, al comienzo, nos reuníamos en patios florecidos y charlábamos hasta el amanecer.
Recorríamos la ciudad a paso lento, de las calles iluminadas del centro al río oscuro,
al abrigo en el silencio de los barrios adormecidos, en las veredas frescas de los
cafés, bajo los paraísos de la casa natal. Fumábamos tranquilos bajo la luna.
De esa vida pasada no nos quedan hoy más que noticias
o recuerdos. Pero todo eso no es nada, si se compara con lo que le sucede a los
que no se han separado. Entre ellos el exilio es más grande. Cada uno ha ido hundiéndose
en su propio mar de lava endurecida: y cuando miman una conversación, nadie ignora
que no se trata más que de ruidos, sin música ni significación. Todo el mundo tiene
los ojos vueltos hacia adentro, pero esos ojos no miran más que un mar mineral,
liso y grisáceo, refractario a toda determinación. Y si, por casualidad, uno logra
contemplar sus pupilas, lo que sucede rara vez, alcanza a ver como el reflejo de
un desierto desde el cual el Sahara ha de tener sin duda los atributos de la Tierra
Prometida.
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