Julio Cortázar
Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero
papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo
de paseo.
Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro,
que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles
por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se
puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento
que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de
gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá
en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos
manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme
vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada
más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos
amarillos que brillaban y brillaban.
Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación
dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse
por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por
tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó
y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.
–Para que te compres alguna cosa –me dijo al oído–.
Y no te olvides de darle un poco, es preferible.
Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante
de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que
les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos
para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso
y monedas.
Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor
que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante.
Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá
y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo
y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo
llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la
única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa
horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del
vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de
caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos
Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún
charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los
zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve
que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso
consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las
otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas
por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos
estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir,
en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que
lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando
y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo
al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado
a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando
chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy
adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta
el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy
a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo
me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era
como para no creer en tanta mala suerte junta.
A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba
que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla
para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta
lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi
lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para
quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera
en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del
medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse
detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante
y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la
gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía.
Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado,
golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que
darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata
para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de
esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda
golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros
me miraban) y acercarme al otro asiento. “Dos boletos”, le dije. Cortó uno, me miró
un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. “Dos,
por favor”, repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo
cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata
y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a
cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás,
y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo
me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente
largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando
el gato de los Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas,
y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente,
por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo
del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.
Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que
la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque
le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no
quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza,
pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta,
de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una
de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado
que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en
ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó
a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en
las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había
agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo
que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí
sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse
contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas
me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde
a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.
Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso
y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado
del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde
el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos
minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio
tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz
de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de hacerlo,
como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que
estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y
sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que
estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector
me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un
tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los
boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento
le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro
boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza,
y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía
que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose
de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien
soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el
brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos
los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos
a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la
plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor
me decía alguna cosa.
A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan
del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por
la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que
cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar
sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida
se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega
al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo
a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí
hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos
a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había
cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar
hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda
con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado
tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba
seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local
cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En
la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que
está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo
del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos
pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas
preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más
que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final
tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos
de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor
no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no
me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres
veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban
con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez,
haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos
sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse
del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado,
y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era
cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla
del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar
a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo
y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar,
me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que
estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me
di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo
en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro,
el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía
algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos
seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una
de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque
los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas,
averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos
y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final
tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que
paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome
casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo,
y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto,
o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran
muertos y enterrados menos tía Encarnación.
Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había
un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a
ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como
los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos
bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que
va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí;
lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo
que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos,
sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que
en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque
si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo
al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que
lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos,
y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver
a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas
me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si
seguía a su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que
me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní
y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa
de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia,
y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no
deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era
imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor
del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en
que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una
de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones,
y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida
al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco
a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y
esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde
y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá
porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba
la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento
y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije
que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida.
Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó
que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba
bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba
sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo,
y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio,
y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.
No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de
Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se
diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante
de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo
y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían
volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a
los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un
poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme
todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo,
las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta
vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo
del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di
vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra
la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para
que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba
todo el tiempo: “Lo abandoné”, lo miraba y pensaba: “Lo abandoné”, y aunque no me
había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra
vez… No era fácil, pero a lo mejor… Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá
cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo
lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas
cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces
papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una
hoja seca que les lastimaba la cara.
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