Salvador Elizondo
Cuando ya estaba cerca de donde se rompían las olas cesó de remar y dejó
que la lancha bogara hacia la orilla con el impulso de la marejada. Estaba empapado
de sudor y el sucio traje de lino blanco se le adhería a la gordura del cuerpo impidiendo
o dificultando sus movimientos. Había remado durante varias horas tratando de escapar
de sus perseguidores. Su impericia lo había llevado costeando hasta esa extensa
playa que con sus dunas se metía en el mar hasta donde la lancha estaba ahora. Se
limpió con la mano el sudor que le corría por la frente y miró hacia tierra. Luego
se volvió y vio a lo lejos, como un punto diminuto sobre las aguas, la lancha de
Van Guld que lo venía siguiendo. “Si logro pasar al otro lado de la duna estoy a
salvo”, pensó acariciando la Luger que había sacado del bolsillo de la chaqueta
para cerciorarse de que no la había perdido. Volvió a guardar la pistola, esta vez
en el bolsillo trasero del pantalón y trató de dar otro golpe de remo para dirigir
la lancha hacia la playa, pero la gordura dificultaba sus movimientos y no consiguió
cambiar el rumbo del bote. Encolerizado, arrojó el remo hacia la costa. Estaba tan
cerca que pudo oír el golpe seco que produjo sobre la arena húmeda, pero la lancha
se deslizaba de largo sin encallar. Había pozas y no sabía nadar. Por eso no se
tiró al agua para llegar a la orilla por su propio pie. Una vez se volvió hacia
sus perseguidores. El punto había crecido. Si la lancha no encallaba en la arena
de la playa, le darían alcance. Tomó el otro remo y decidió utilizarlo como timón
apoyándolo sobre la borda y haciendo contrapeso con toda la fuerza de su gordura.
Pero se había equivocado y la lancha viró mar adentro. Entonces sacó rápidamente
el remo del agua y repitió la misma operación en el lado opuesto. La lancha recibía
allí el embate de la corriente y viró con tanta velocidad que el gordo perdió el
equilibrio y por no caer sobre la borda soltó el remo que se alejó flotando suavemente
en la estela. La lancha bogaba paralela a la costa y daba tumbos sobre las olas
que reventaban contra su casco. Iba asido a la borda. De vez en cuando miraba hacia
atrás. La lancha de su perseguidor seguía creciendo ante su mirada llena de angustia.
Cerró los ojos y dio de puñetazos sobre el asiento, pero éste le produjo un dolor
vivo, un dolor físico que se agregaba al miedo como un acento maléfico. Abrió las
manos regordetas, manicuradas y las miró durante un segundo. Sangraban de remar.
Las metió en el agua y las volvió a mirar. Su aspecto era más siniestro ahora. La
piel, desprendida de sus raíces de sangre, tenía una apariencia cadavérica. Volvió
a cerrar los puños esperando que sangraran nuevamente y luego apoyó las palmas contra
los muslos hinchados que distendían la tela del pantalón. Vio las manchas que habían
dejado sobre el lino sucio y miró hacia atrás, pero no pudo estimar el crecimiento
del bote perseguidor porque en ese momento un golpe de agua ladeó la lancha y haciéndola
virar la impulsó de costado, a toda velocidad, hacia la playa. La quilla rasgó la
superficie tersa y nítida de la arena con un zumbido agudo y seco. El gordo apoyó
fuertemente las manos contra la borda, inclinando el cuerpo hacia atrás, pero al
primer tumbo se fue de bruces contra el fondo de la lancha. Sintió que la sangre
le corría por la cara y apretó la Luger contra sus caderas obesas.
Van Guld iba apoyado en la popa, detrás de los cuatro
mulatos que remaban rítmicamente. Gobernaba el vástago del timón con las piernas
y había podido ver todas las peripecias del gordo a través de la mira telescópica
del Purdey. Cuando el gordo dio los puñetazos de desesperación sobre el asiento,
Van Guld sonrió e hizo que la cruz de la mira quedara centrada sobre su enorme trasero,
pero no hubiera disparado porque todavía estaba fuera del alcance del Purdey, una
arma para matar elefantes a menos de cincuenta metros.
–¡Más aprisa remen! –gritó Van Guld y luego pensó para
sí–: Tenemos que llegar antes de que cruce la duna.
Los negros alzaron más que antes los remos fuera del
agua y, jadeando, emitiendo un gemido entrecortado a cada golpe, comenzaron a remar
a doble cuenta. El bote se deslizaba ágil sobre el agua casi quieta, bajo el sol
violento que caía a plomo del cielo límpido, azul. De la selva, más allá de la duna
que estaba más lejana de lo que se la imaginaba viéndola desde el mar, el chillido
de los monos y de los loros llegaba a veces como un murmullo hasta la lancha, mezclado
con el tumbo de las olas sobre la arena, con el fragor de la espuma que se rompía
en esquirlas luminosas, blanquísimas, a un costado de la barca.
Con un movimiento horizontal de la carabina, Van Guld
siguió el trayecto de la barca del gordo cuando ésta encallaba sobre la arena. Apuntó
durante algunos instantes la cruz de la mira sobre la calva perlada de sudor de
su presa que yacía boca abajo junto a la lancha volcada. Las enormes caderas del
gordo, entalladas en el lino mugriento de su traje, eran como un montículo de espumas
sobre la arena. Apuntó luego el Purdey hacia la selva que asomaba por encima del
punto más alto de la duna. Las copas de las palmeras y de las ceibas se agitaban
silenciosas en su retina, pero Van Guld adivinaba el chillido de los monos, los
gritos de los loros, mezclándose a la jadeante respiración del gordo, tendido con
el rostro y las manos sangrantes sobre la arena ardiente.
–¡Vamos, vamos! ¡Más aprisa! –les dijo a los mulatos.
Estos sudaban copiosamente y sus torsos desnudos se arqueaban, tirantes como la
cuerda de un arco, a cada golpe de remo. Su impulso movía la barca a espasmos, marcados
por el jadeo de su respiración y no se atrevían a mirar hacia la costa donde estaba
el gordo, sino que se tenían con la mirada al frente, como autómatas.
–¡Más aprisa! ¡Más aprisa! –volvió a gritar Van Guld.
Su voz era diáfana como el grito de un ave marina y
se destacaba de las olas, de la brisa, como algo de metal, sin resonancia y sin
eco.
El gordo se palpaba el bolsillo del pantalón nerviosamente,
dejándose unas difusas manotadas de sangre en el trasero. Allí estaba la Luger.
Si le daban alcance en el interior de la selva tendría que servirse de ella aunque
era un tirador inexperto. Trató de incorporarse, pero no lo consiguió al primer
intento. La quilla del bote había caído sobre su pie, aprisionándolo contra la arena.
Pataleó violentamente hasta que logró zafarlo para ponerse en cuatro patas y así
poder incorporarse con mayor facilidad. Pero luego pensó que puesto de pie, ofrecía
un blanco mucho más seguro a la carabina de Van Guld. La lancha había crecido en
sus ojos considerablemente. Casi podía distinguir la silueta de Van Guld erguida
en la popa, escudriñando la blanca extensión de la playa, tratando de apuntar con
toda precisión el rifle sobre su cuerpo. Esto era una figuración pues Van Guld estaba
en realidad demasiado lejos. Se incorporó pensando que tendría tiempo de llegar
hasta la duna. Echó a correr, pero no bien había dado unos pasos, sus pies se hundieron
y dio un traspié; cayó de cara sobre la arena que le escocía la herida que se había
hecho en la frente.
A Van Guld le pareció enormemente cómico el gesto del
gordo, visto a través del anteojo, sobándose el trasero con la mano ensangrentada.
Los pantalones blancos le habían quedado manchados de rojo. “Como las nalgas de
un mandril”, pensó Van Guld bajando sonriente con el rifle y apoyando pacientemente
la barbilla sobre sus manos cruzadas que descansaban en la boca del grueso cañón
del Purdey. Estuvo así un momento y luego volvió a empuñar el rifle para seguir
los movimientos del gordo. Cuando lo vio caer de boca en la arena lanzó una carcajada.
Después, el gordo se incorporó con dificultad y se sentó
respirando fatigosamente. Su cara estaba cubierta de sudor. Con las mangas se enjugó
la boca y la frente. Miró un instante la chaqueta manchada de sudor y de sangre
y luego notó que uno de sus zapatos se había desatado. Alargó el brazo tratando
de alcanzar las agujetas pero no logró asirlas por más que dobló el tronco. Tomó
entonces la pierna entre sus manos y empezó a jalarla hacia sí. Una vez que había
conseguido poner el zapato al alcance de sus manos las agujetas quedaban debajo
del pie y por más esfuerzos que hacía por atarlas, no podía pues sus dedos además
de estar heridos, eran demasiado cortos y demasiado torpes para retener fijamente
las cintas y anudarlas. Trató entonces de quitarse el zapato, pero tampoco lo consiguió
ya que sus brazos arqueados sobre el vientre voluminoso no eran lo suficientemente
largos para ejercer una presión efectiva sobre el zapato. Se echó boca arriba y,
ayudándose con el otro pie, trató de sacar el zapato haciendo presión sobre él con
el tacón. Al fin logró sacar el talón. Levantó la pierna en el aire y agitando el
pie violentamente al cabo de un momento hizo caer el zapato en la arena.
Ese pie, enfundado en un diminuto zapato puntiagudo
de cuero blanco y negro primero y en un grueso calcetín de lana blanca después,
con la punta y el talón luidos y manchados por el sudor y el contacto amarillento
del cuero, agitándose temblorosamente, doblando y destendiendo coquetamente los
dedos regordetes dentro del calcetín, producía una sensación grotesca, ridícula,
cómica, cruzado como estaba por los dos hilos de araña milimétricamente graduados
en la mira del Purdey.
Apoyándose con las manos, el gordo levantó el trasero
y luego, doblando las piernas hasta poner los pies debajo del cuerpo, se puso de
pie. Introdujo la mano en el bolsillo para sacar la pistola. Esto le produjo fuertes
dolores en los dedos descarnados, pero una vez que tenía asida la Luger por la cacha
los dolores se calmaron al contacto liso, acerado, frío, del arma. La sacó y después
de frotarla contra el pecho de la chaqueta para secarla, la amartilló volviéndose
en dirección de la costa, hacia la lancha de Van Guld. Pudo distinguir a los cuatro
negros que se inclinaban simultáneamente al remar. La cabeza rubia e inmóvil de
Van Guld se destacaba claramente por encima de las cabezas oscilantes y negras de
los remeros.
El gordo estaba de espaldas a él. Van Guld vio cómo
sacaba la pistola del bolsillo del pantalón y cómo agitaba el brazo mientras la
secaba contra la chaqueta, pero no vio cómo la amartillaba. “No sabe cómo usar la
pistola”, pensó Van Guld cuando vio que el gordo se dirigía cojeando hacia la duna
con la pistola tenida en alto, con el cañón apuntando hacia arriba, casi tocándole
el hombro y con la línea de fuego rozándole la cara.
Le faltaban unos cuarenta metros para llegar a la falda
de la duna. Si se arrastraba hasta allí no podría desplazarse con suficiente rapidez
y daría tiempo a sus perseguidores de llegar por la costa hasta situarse frente
a él. Consciente de su obesidad, pensó que si corría su cuerpo ofrecería durante
el tiempo necesario un blanco móvil, lo suficientemente lento para ser alcanzado
con facilidad. Se volvió hacia la barca de Van Guld. Calculó mentalmente todas sus
posibilidades. La velocidad con que se acercaba le permitiría quizá llegar a tiempo
a la cuesta de la duna arrastrándose. Se echó a tierra, pero no bien lo había hecho
se le ocurrió que al llegar a la duna y para ascender la cuesta que lo pondría a
salvo, tendría que ofrecerse, de todos modos, erguido al fuego de Van Guld.
–¡Paren! –dijo Van Guld a los remeros bajando el rifle.
Los negros se arquearon sobre los remos conteniendo la fuerza de la corriente que
ellos mismos habían provocado con el último golpe de remo. Los músculos de sus brazos
y de sus hombros se hinchaban con el esfuerzo de parar el bote. Van Guld escupió
sobre la borda para cerciorarse de que el bote se había detenido. Un pájaro salvaje
aleteó rompiendo el silencio. Van Guld clavó la vista delante de sí, en dirección
del gordo, luego, humedeciéndose los labios con la lengua volvió la cara mar adentro.
Con la vista fija en el horizonte volvió a humedecerse los labios y se quedó así
unos instantes hasta que la brisa secó su saliva. Tomó luego el Purdey y lo apuntó
hacia el gordo –una mancha diminuta, blanca, informe–, mirando a través del anteojo.
“Hasta la brisa nos ayuda –pensó–; bastará con ponerle la cruz en el pecho, y si
va corriendo la brisa se encargará de llevar el plomo hasta donde él esté”. La vertical
no importaba; a la orilla del mar el aire corre en capas extendidas. “A veces tiende
a subir en la playa; medio grado hacia abajo, por si acaso. Si está quieto, un grado
a la izquierda para aprovechar la brisa”, reflexionó y bajando el rifle nuevamente
se dirigió a los remeros:
–¡Vamos, a toda prisa! –les dijo mirando fijamente el
punto de la playa en donde se encontraba el gordo.
“Se han detenido”, pensó el gordo mientras estaba calculando
su salvación. Echó a correr. No había dado tres pasos cuando volvió a caer, pues
como le faltaba un zapato se le había torcido un tobillo y el pie descalzo se le
había hundido en la arena. Su situación era ahora más expuesta ya que no podía parapetarse
en la lancha y todavía estaba demasiado lejos de la duna. Boqueó tratando de recobrar
el aliento. El corazón le golpeaba las costillas y a través de todas las capas de
su grasa escuchaba el rumor agitado del pulso. Se puso la mano en el pecho tratando
de contener esos latidos, pero como sólo estaba apoyado, con todo su peso, sobre
un codo, los brazos le empezaron a temblar. Apoyó entonces las dos manos sobre la
arena y trató de incorporarse. Haciendo presión con los pies sobre el suelo, consiguió,
al cabo de un gran esfuerzo, ponerse en pie y se volvió hacia la lancha de sus perseguidores.
Sin servirse de la mira telescópica, Van Guld pudo darse
cuenta de que el gordo se había vuelto hacia ellos. Los mulatos remaban rítmicamente
y la lancha se acercaba inexorablemente.
–¡Más aprisa! –volvió a decir Van Guld.
Su voz llegó difusa hasta los oídos del gordo que tuvo
un sobresalto en cuanto la oyó y echó a correr hacia la duna. A cada paso se hundía
en la arena por su propio peso y le costaba un gran esfuerzo avanzar.
Van Guld vio con toda claridad cómo el gordo corría
dando traspiés en la arena. Había cubierto la mitad del trayecto hacia la duna.
Un mono lanzó un chillido agudísimo y corto, como un disparo. El gordo se detuvo
volviéndose angustiado hacia la lancha de Van Guld. Con los brazos extendidos y
las manos colgándole de las muñecas como dos hilachos se quedó quieto en mitad de
la playa. Se percató de que en su mano derecha llevaba la Luger. La acercó para
verla mejor y se volvió nuevamente hacia la lancha de Van Guld, luego extendió el
brazo con la pistola en dirección de sus perseguidores. Oprimió el gatillo. Nada.
Volvió a apoyar el dedo regordete con todas sus fuerzas pero el gatillo no cedía.
Cortó otro cartucho apresuradamente y la bala saltó de la recámara rozándole la
cara. Extendió entonces el brazo y oprimió el gatillo con todas sus fuerzas.
“Tiene el seguro puesto”, pensó Van Guld para sí.
–¡Imbécil! –dijo después en voz alta.
Los negros siguieron remando impasibles.
El gordo examinó cuidadosamente la pistola. Con las
manos temblantes comenzó a manipularle todos los mecanismos. Volvió a cortar cartucho
y otra bala le saltó a la cara. Oprimió un botón y el cargador salió de la cacha.
Apresuradamente volvió a ponerlo en su lugar; luego oprimió otro botón que estaba
en la guarda del gatillo. Era el seguro de la aguja. Como al mismo tiempo estaba
oprimiendo el gatillo, la pistola se disparó en dirección de la duna produciendo
una nubecilla de pólvora quemada y un pequeño remolino de arena en la duna. A lo
lejos, entre las copas de los árboles se produjo un murmullo nervioso. El gordo
se asustó al oír la detonación, pero no se había dado cuenta cabal de que el tiro
había partido de su arma. Se volvió hacia Van Guld. Podía distinguir todos los rasgos
de su rostro impasible, mirándole fijamente desde la popa de la lancha. Echó a correr.
De pronto se detuvo y empuñando la Luger la apuntó nuevamente hacia Van Guld. Tiró
el gatillo, pero el arma no disparó. Se acordó entonces del botoncito que estaba
en la guarda del gatillo y lo apretó. Oprimió el gatillo varias veces.
Las balas pasaron lejos de Van Guld y de su lancha.
La brisa que les iba en contra las había desviado y las detonaciones no llegaron
a sus oídos sino después de unos instantes. El gordo se había quedado inmóvil. Tres
volutas de humo blanco lo rodeaban, deshaciéndose lentamente en el viento. La lancha
siguió avanzando hasta quedar colocada directamente frente al gordo.
Volvió a oprimir el gatillo. La Luger hizo un clic diminuto.
Se había agotado el cargador. Arrojó la pistola y echó a correr, pero no en la dirección
de la duna, sino en dirección contraria a la de Van Guld. Cuando se dio cuenta de
que su huida era errada se detuvo. Vaciló. Luego corrió en dirección de la duna.
Cuando llegó a la cuesta se fue de bruces y cayó rodando en la arena. Se incorporó
rápidamente e intentó nuevamente ascender la duna.
Van Guld empuñó el Purdey y encañonó al gordo, pero
no tenía intención de disparar todavía. Miraba a través del telescopio cómo trataba
de subir por la duna, resbalando entre la arena, rascando para asirse a ese muro
que siempre se desvanecía entre sus dedos sangrantes.
El gordo cayó sentado al pie de la duna. Primero corrió
a cuatro patas a lo largo del montículo, alejándose de Van Guld, pero a cada momento
volvía a caer de cara. Finalmente logró avanzar corriendo con los brazos extendidos
para guardar el equilibrio.
Van Guld ordenó a los mulatos que lo siguieran desde
el mar. Se pusieron a remar y la lancha avanzaba suavemente sobre las olas, paralela
al gordo que corría dando tumbos. La cruz del Purdey se encontraba un grado a la
izquierda y medio grado abajo del pecho del gordo.
Se había adelantado a la lancha que ahora bogaba más
lentamente pues había entrado en esa faja de mar donde las olas se rompen y donde
la fuerza de los remos se dispersa en la marejada. El gordo se detuvo, apoyado contra
el cúmulo de arena que se alzaba tras él. Respiraba con dificultad y no podía seguir
corriendo.
La lancha de Van Guld pasó lentamente ante él. Por primera
vez se encontraron sus miradas. Al pasar frente al gordo, Van Guld levantó la vista
del telescopio y se quedó mirando fijamente al gordo que también lo miraba pasar
ante él, resollando pesadamente, indefenso.
Una vez que Van Guld había pasado de largo, el gordo
se volvió y empezó a escalar la duna, pero avanzaba muy lentamente porque todos
los apoyos se desmoronaban bajo su peso. Sus manos cavaban en la arena tratando
de encontrar un punto fijo al cual asirse.
Van Guld hizo virar la lancha en redondo.
Mientras la lancha volvía sobre su estela y los perseguidores
le daban la espalda, el gordo ascendió considerablemente y su mano casi logró asirse
al borde de la duna. Trataba de empujarse con los pies, pero se le deslizaban hacia
abajo.
Van Guld quedó colocado frente a él. Sonriente, lo miraba
patalear y levantar nubecillas de arena con los pies. Volvió a encañonarlo y a través
de la mira pudo adivinar con toda certeza el rostro sudoroso, sangrante del gordo
que jadeaba congestionado.
Hubo un momento en que sus pies, a fuerza de cavar furiosamente,
encontraron un punto de apoyo. Su cuerpo se irguió tratando de alcanzar con las
manos la cresta de la duna y por fin lo consiguió.
Entonces pataleó más fuerte, tratando de elevar las
rodillas a la altura de sus brazos, pero la arena se desvanecía siempre bajo su
cuerpo. Logró sin embargo retener la altura que había alcanzado sobre la duna. Deseaba
entonces que más allá de esta prominencia hubiera otra hondonada para poderse ocultar
y ganar tiempo.
Van Guld había centrado la mira sobre la espalda del
gordo. Acerrojó el Purdey haciendo entrar un casquillo en la recámara, amartillando
la aguja al mismo tiempo.
Cuando llegó a la cima vio que la arena se extendía
en una planicie nivelada hasta donde comenzaba la selva. Estaba perdido. Se quedó
unos instantes tendido sobre el borde de la arena y miró sobre sus hombros en dirección
de Van Guld que lo tenía encañonado. Estaba liquidado pero no sabía si dejarse deslizar
nuevamente hacia la playa o seguir avanzando sobre la duna hacia la selva. Eran
unos cien metros hasta los primeros árboles. Para llegar a ellos daría a Van Guld
el tiempo suficiente de apuntarle con toda certeza, igual que si se quedaba ahí
mismo.
Van Guld bajó el rifle medio grado de la cruz. Pensó
que sobre todo en la cresta de la duna la capa de aire extendido tendería a subir.
La corrección horizontal era ahora deleznable ya que se encontraba directamente
enfrente del gordo, con la brisa a su espalda. Resignado, el gordo subió al borde
y se puso de pie sobre la duna volviéndose hacia Van Guld.
La lancha producía un chapoteo lento sobre las olas
débiles del mar apacible. A lo lejos se oían los gritos de los loros que se ajetreaban
en el follaje de las ceibas. Le tenía la cruz puesta en el cuello para darle en
medio de los ojos, pero luego bajó el rifle un poco más, hasta el sexo, para darle
en el vientre, porque pensó que si le daba en la cabeza el gordo no sentiría su
propia muerte y que si le daba en el pecho lo mataría demasiado rápidamente.
El gordo lo miraba con las manos colgantes, sangrantes,
separadas del cuerpo, en una actitud afeminada y desvalida.
Cuando partió el disparo, la lancha dio un tumbo escueto,
levísimo.
Sintió que las entrañas se le enfriaban y oyó un murmullo
violento que venía de la selva. Se desplomó pesadamente y rodó por la duna hasta
quedar despatarrado sobre la playa como un bañista tomando el sol. Boca arriba como
estaba notó, por primera vez desde que había comenzado su huida, la limpidez magnífica
del cielo.
Van Guld bajó el rifle. La brisa agitaba sus cabellos
rubios. Todavía estuvo mirando unos instantes el cuerpo reventado al pie de la duna.
Luego ordenó a los remeros partir. La barca se puso en marcha. Los mulatos jadeaban
agobiados por el sol, impulsando los remos fatigosamente. Van Guld apoyó el Purdey
contra la borda y encendió un cigarrillo. Las bocanadas de humo se quedaban suspensas
en la quietud del viento, como abandonadas de la lancha que se iba convirtiendo
poco a poco en un punto lejano, imperceptible.
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