domingo, 8 de octubre de 2023

En la playa

Salvador Elizondo

 

Cuando ya estaba cerca de donde se rompían las olas cesó de remar y dejó que la lancha bogara hacia la orilla con el impulso de la marejada. Estaba empapado de sudor y el sucio traje de lino blanco se le adhería a la gordura del cuerpo impidiendo o dificultando sus movimientos. Había remado durante varias horas tratando de escapar de sus perseguidores. Su impericia lo había llevado costeando hasta esa extensa playa que con sus dunas se metía en el mar hasta donde la lancha estaba ahora. Se limpió con la mano el sudor que le corría por la frente y miró hacia tierra. Luego se volvió y vio a lo lejos, como un punto diminuto sobre las aguas, la lancha de Van Guld que lo venía siguiendo. “Si logro pasar al otro lado de la duna estoy a salvo”, pensó acariciando la Luger que había sacado del bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que no la había perdido. Volvió a guardar la pistola, esta vez en el bolsillo trasero del pantalón y trató de dar otro golpe de remo para dirigir la lancha hacia la playa, pero la gordura dificultaba sus movimientos y no consiguió cambiar el rumbo del bote. Encolerizado, arrojó el remo hacia la costa. Estaba tan cerca que pudo oír el golpe seco que produjo sobre la arena húmeda, pero la lancha se deslizaba de largo sin encallar. Había pozas y no sabía nadar. Por eso no se tiró al agua para llegar a la orilla por su propio pie. Una vez se volvió hacia sus perseguidores. El punto había crecido. Si la lancha no encallaba en la arena de la playa, le darían alcance. Tomó el otro remo y decidió utilizarlo como timón apoyándolo sobre la borda y haciendo contrapeso con toda la fuerza de su gordura. Pero se había equivocado y la lancha viró mar adentro. Entonces sacó rápidamente el remo del agua y repitió la misma operación en el lado opuesto. La lancha recibía allí el embate de la corriente y viró con tanta velocidad que el gordo perdió el equilibrio y por no caer sobre la borda soltó el remo que se alejó flotando suavemente en la estela. La lancha bogaba paralela a la costa y daba tumbos sobre las olas que reventaban contra su casco. Iba asido a la borda. De vez en cuando miraba hacia atrás. La lancha de su perseguidor seguía creciendo ante su mirada llena de angustia. Cerró los ojos y dio de puñetazos sobre el asiento, pero éste le produjo un dolor vivo, un dolor físico que se agregaba al miedo como un acento maléfico. Abrió las manos regordetas, manicuradas y las miró durante un segundo. Sangraban de remar. Las metió en el agua y las volvió a mirar. Su aspecto era más siniestro ahora. La piel, desprendida de sus raíces de sangre, tenía una apariencia cadavérica. Volvió a cerrar los puños esperando que sangraran nuevamente y luego apoyó las palmas contra los muslos hinchados que distendían la tela del pantalón. Vio las manchas que habían dejado sobre el lino sucio y miró hacia atrás, pero no pudo estimar el crecimiento del bote perseguidor porque en ese momento un golpe de agua ladeó la lancha y haciéndola virar la impulsó de costado, a toda velocidad, hacia la playa. La quilla rasgó la superficie tersa y nítida de la arena con un zumbido agudo y seco. El gordo apoyó fuertemente las manos contra la borda, inclinando el cuerpo hacia atrás, pero al primer tumbo se fue de bruces contra el fondo de la lancha. Sintió que la sangre le corría por la cara y apretó la Luger contra sus caderas obesas.

Van Guld iba apoyado en la popa, detrás de los cuatro mulatos que remaban rítmicamente. Gobernaba el vástago del timón con las piernas y había podido ver todas las peripecias del gordo a través de la mira telescópica del Purdey. Cuando el gordo dio los puñetazos de desesperación sobre el asiento, Van Guld sonrió e hizo que la cruz de la mira quedara centrada sobre su enorme trasero, pero no hubiera disparado porque todavía estaba fuera del alcance del Purdey, una arma para matar elefantes a menos de cincuenta metros.

–¡Más aprisa remen! –gritó Van Guld y luego pensó para sí–: Tenemos que llegar antes de que cruce la duna.

Los negros alzaron más que antes los remos fuera del agua y, jadeando, emitiendo un gemido entrecortado a cada golpe, comenzaron a remar a doble cuenta. El bote se deslizaba ágil sobre el agua casi quieta, bajo el sol violento que caía a plomo del cielo límpido, azul. De la selva, más allá de la duna que estaba más lejana de lo que se la imaginaba viéndola desde el mar, el chillido de los monos y de los loros llegaba a veces como un murmullo hasta la lancha, mezclado con el tumbo de las olas sobre la arena, con el fragor de la espuma que se rompía en esquirlas luminosas, blanquísimas, a un costado de la barca.

Con un movimiento horizontal de la carabina, Van Guld siguió el trayecto de la barca del gordo cuando ésta encallaba sobre la arena. Apuntó durante algunos instantes la cruz de la mira sobre la calva perlada de sudor de su presa que yacía boca abajo junto a la lancha volcada. Las enormes caderas del gordo, entalladas en el lino mugriento de su traje, eran como un montículo de espumas sobre la arena. Apuntó luego el Purdey hacia la selva que asomaba por encima del punto más alto de la duna. Las copas de las palmeras y de las ceibas se agitaban silenciosas en su retina, pero Van Guld adivinaba el chillido de los monos, los gritos de los loros, mezclándose a la jadeante respiración del gordo, tendido con el rostro y las manos sangrantes sobre la arena ardiente.

–¡Vamos, vamos! ¡Más aprisa! –les dijo a los mulatos. Estos sudaban copiosamente y sus torsos desnudos se arqueaban, tirantes como la cuerda de un arco, a cada golpe de remo. Su impulso movía la barca a espasmos, marcados por el jadeo de su respiración y no se atrevían a mirar hacia la costa donde estaba el gordo, sino que se tenían con la mirada al frente, como autómatas.

–¡Más aprisa! ¡Más aprisa! –volvió a gritar Van Guld.

Su voz era diáfana como el grito de un ave marina y se destacaba de las olas, de la brisa, como algo de metal, sin resonancia y sin eco.

El gordo se palpaba el bolsillo del pantalón nerviosamente, dejándose unas difusas manotadas de sangre en el trasero. Allí estaba la Luger. Si le daban alcance en el interior de la selva tendría que servirse de ella aunque era un tirador inexperto. Trató de incorporarse, pero no lo consiguió al primer intento. La quilla del bote había caído sobre su pie, aprisionándolo contra la arena. Pataleó violentamente hasta que logró zafarlo para ponerse en cuatro patas y así poder incorporarse con mayor facilidad. Pero luego pensó que puesto de pie, ofrecía un blanco mucho más seguro a la carabina de Van Guld. La lancha había crecido en sus ojos considerablemente. Casi podía distinguir la silueta de Van Guld erguida en la popa, escudriñando la blanca extensión de la playa, tratando de apuntar con toda precisión el rifle sobre su cuerpo. Esto era una figuración pues Van Guld estaba en realidad demasiado lejos. Se incorporó pensando que tendría tiempo de llegar hasta la duna. Echó a correr, pero no bien había dado unos pasos, sus pies se hundieron y dio un traspié; cayó de cara sobre la arena que le escocía la herida que se había hecho en la frente.

A Van Guld le pareció enormemente cómico el gesto del gordo, visto a través del anteojo, sobándose el trasero con la mano ensangrentada. Los pantalones blancos le habían quedado manchados de rojo. “Como las nalgas de un mandril”, pensó Van Guld bajando sonriente con el rifle y apoyando pacientemente la barbilla sobre sus manos cruzadas que descansaban en la boca del grueso cañón del Purdey. Estuvo así un momento y luego volvió a empuñar el rifle para seguir los movimientos del gordo. Cuando lo vio caer de boca en la arena lanzó una carcajada.

Después, el gordo se incorporó con dificultad y se sentó respirando fatigosamente. Su cara estaba cubierta de sudor. Con las mangas se enjugó la boca y la frente. Miró un instante la chaqueta manchada de sudor y de sangre y luego notó que uno de sus zapatos se había desatado. Alargó el brazo tratando de alcanzar las agujetas pero no logró asirlas por más que dobló el tronco. Tomó entonces la pierna entre sus manos y empezó a jalarla hacia sí. Una vez que había conseguido poner el zapato al alcance de sus manos las agujetas quedaban debajo del pie y por más esfuerzos que hacía por atarlas, no podía pues sus dedos además de estar heridos, eran demasiado cortos y demasiado torpes para retener fijamente las cintas y anudarlas. Trató entonces de quitarse el zapato, pero tampoco lo consiguió ya que sus brazos arqueados sobre el vientre voluminoso no eran lo suficientemente largos para ejercer una presión efectiva sobre el zapato. Se echó boca arriba y, ayudándose con el otro pie, trató de sacar el zapato haciendo presión sobre él con el tacón. Al fin logró sacar el talón. Levantó la pierna en el aire y agitando el pie violentamente al cabo de un momento hizo caer el zapato en la arena.

Ese pie, enfundado en un diminuto zapato puntiagudo de cuero blanco y negro primero y en un grueso calcetín de lana blanca después, con la punta y el talón luidos y manchados por el sudor y el contacto amarillento del cuero, agitándose temblorosamente, doblando y destendiendo coquetamente los dedos regordetes dentro del calcetín, producía una sensación grotesca, ridícula, cómica, cruzado como estaba por los dos hilos de araña milimétricamente graduados en la mira del Purdey.

Apoyándose con las manos, el gordo levantó el trasero y luego, doblando las piernas hasta poner los pies debajo del cuerpo, se puso de pie. Introdujo la mano en el bolsillo para sacar la pistola. Esto le produjo fuertes dolores en los dedos descarnados, pero una vez que tenía asida la Luger por la cacha los dolores se calmaron al contacto liso, acerado, frío, del arma. La sacó y después de frotarla contra el pecho de la chaqueta para secarla, la amartilló volviéndose en dirección de la costa, hacia la lancha de Van Guld. Pudo distinguir a los cuatro negros que se inclinaban simultáneamente al remar. La cabeza rubia e inmóvil de Van Guld se destacaba claramente por encima de las cabezas oscilantes y negras de los remeros.

El gordo estaba de espaldas a él. Van Guld vio cómo sacaba la pistola del bolsillo del pantalón y cómo agitaba el brazo mientras la secaba contra la chaqueta, pero no vio cómo la amartillaba. “No sabe cómo usar la pistola”, pensó Van Guld cuando vio que el gordo se dirigía cojeando hacia la duna con la pistola tenida en alto, con el cañón apuntando hacia arriba, casi tocándole el hombro y con la línea de fuego rozándole la cara.

Le faltaban unos cuarenta metros para llegar a la falda de la duna. Si se arrastraba hasta allí no podría desplazarse con suficiente rapidez y daría tiempo a sus perseguidores de llegar por la costa hasta situarse frente a él. Consciente de su obesidad, pensó que si corría su cuerpo ofrecería durante el tiempo necesario un blanco móvil, lo suficientemente lento para ser alcanzado con facilidad. Se volvió hacia la barca de Van Guld. Calculó mentalmente todas sus posibilidades. La velocidad con que se acercaba le permitiría quizá llegar a tiempo a la cuesta de la duna arrastrándose. Se echó a tierra, pero no bien lo había hecho se le ocurrió que al llegar a la duna y para ascender la cuesta que lo pondría a salvo, tendría que ofrecerse, de todos modos, erguido al fuego de Van Guld.

–¡Paren! –dijo Van Guld a los remeros bajando el rifle. Los negros se arquearon sobre los remos conteniendo la fuerza de la corriente que ellos mismos habían provocado con el último golpe de remo. Los músculos de sus brazos y de sus hombros se hinchaban con el esfuerzo de parar el bote. Van Guld escupió sobre la borda para cerciorarse de que el bote se había detenido. Un pájaro salvaje aleteó rompiendo el silencio. Van Guld clavó la vista delante de sí, en dirección del gordo, luego, humedeciéndose los labios con la lengua volvió la cara mar adentro. Con la vista fija en el horizonte volvió a humedecerse los labios y se quedó así unos instantes hasta que la brisa secó su saliva. Tomó luego el Purdey y lo apuntó hacia el gordo –una mancha diminuta, blanca, informe–, mirando a través del anteojo. “Hasta la brisa nos ayuda –pensó–; bastará con ponerle la cruz en el pecho, y si va corriendo la brisa se encargará de llevar el plomo hasta donde él esté”. La vertical no importaba; a la orilla del mar el aire corre en capas extendidas. “A veces tiende a subir en la playa; medio grado hacia abajo, por si acaso. Si está quieto, un grado a la izquierda para aprovechar la brisa”, reflexionó y bajando el rifle nuevamente se dirigió a los remeros:

–¡Vamos, a toda prisa! –les dijo mirando fijamente el punto de la playa en donde se encontraba el gordo.

“Se han detenido”, pensó el gordo mientras estaba calculando su salvación. Echó a correr. No había dado tres pasos cuando volvió a caer, pues como le faltaba un zapato se le había torcido un tobillo y el pie descalzo se le había hundido en la arena. Su situación era ahora más expuesta ya que no podía parapetarse en la lancha y todavía estaba demasiado lejos de la duna. Boqueó tratando de recobrar el aliento. El corazón le golpeaba las costillas y a través de todas las capas de su grasa escuchaba el rumor agitado del pulso. Se puso la mano en el pecho tratando de contener esos latidos, pero como sólo estaba apoyado, con todo su peso, sobre un codo, los brazos le empezaron a temblar. Apoyó entonces las dos manos sobre la arena y trató de incorporarse. Haciendo presión con los pies sobre el suelo, consiguió, al cabo de un gran esfuerzo, ponerse en pie y se volvió hacia la lancha de sus perseguidores.

Sin servirse de la mira telescópica, Van Guld pudo darse cuenta de que el gordo se había vuelto hacia ellos. Los mulatos remaban rítmicamente y la lancha se acercaba inexorablemente.

–¡Más aprisa! –volvió a decir Van Guld.

Su voz llegó difusa hasta los oídos del gordo que tuvo un sobresalto en cuanto la oyó y echó a correr hacia la duna. A cada paso se hundía en la arena por su propio peso y le costaba un gran esfuerzo avanzar.

Van Guld vio con toda claridad cómo el gordo corría dando traspiés en la arena. Había cubierto la mitad del trayecto hacia la duna. Un mono lanzó un chillido agudísimo y corto, como un disparo. El gordo se detuvo volviéndose angustiado hacia la lancha de Van Guld. Con los brazos extendidos y las manos colgándole de las muñecas como dos hilachos se quedó quieto en mitad de la playa. Se percató de que en su mano derecha llevaba la Luger. La acercó para verla mejor y se volvió nuevamente hacia la lancha de Van Guld, luego extendió el brazo con la pistola en dirección de sus perseguidores. Oprimió el gatillo. Nada. Volvió a apoyar el dedo regordete con todas sus fuerzas pero el gatillo no cedía. Cortó otro cartucho apresuradamente y la bala saltó de la recámara rozándole la cara. Extendió entonces el brazo y oprimió el gatillo con todas sus fuerzas.

“Tiene el seguro puesto”, pensó Van Guld para sí.

–¡Imbécil! –dijo después en voz alta.

Los negros siguieron remando impasibles.

El gordo examinó cuidadosamente la pistola. Con las manos temblantes comenzó a manipularle todos los mecanismos. Volvió a cortar cartucho y otra bala le saltó a la cara. Oprimió un botón y el cargador salió de la cacha. Apresuradamente volvió a ponerlo en su lugar; luego oprimió otro botón que estaba en la guarda del gatillo. Era el seguro de la aguja. Como al mismo tiempo estaba oprimiendo el gatillo, la pistola se disparó en dirección de la duna produciendo una nubecilla de pólvora quemada y un pequeño remolino de arena en la duna. A lo lejos, entre las copas de los árboles se produjo un murmullo nervioso. El gordo se asustó al oír la detonación, pero no se había dado cuenta cabal de que el tiro había partido de su arma. Se volvió hacia Van Guld. Podía distinguir todos los rasgos de su rostro impasible, mirándole fijamente desde la popa de la lancha. Echó a correr. De pronto se detuvo y empuñando la Luger la apuntó nuevamente hacia Van Guld. Tiró el gatillo, pero el arma no disparó. Se acordó entonces del botoncito que estaba en la guarda del gatillo y lo apretó. Oprimió el gatillo varias veces.

Las balas pasaron lejos de Van Guld y de su lancha. La brisa que les iba en contra las había desviado y las detonaciones no llegaron a sus oídos sino después de unos instantes. El gordo se había quedado inmóvil. Tres volutas de humo blanco lo rodeaban, deshaciéndose lentamente en el viento. La lancha siguió avanzando hasta quedar colocada directamente frente al gordo.

Volvió a oprimir el gatillo. La Luger hizo un clic diminuto. Se había agotado el cargador. Arrojó la pistola y echó a correr, pero no en la dirección de la duna, sino en dirección contraria a la de Van Guld. Cuando se dio cuenta de que su huida era errada se detuvo. Vaciló. Luego corrió en dirección de la duna. Cuando llegó a la cuesta se fue de bruces y cayó rodando en la arena. Se incorporó rápidamente e intentó nuevamente ascender la duna.

Van Guld empuñó el Purdey y encañonó al gordo, pero no tenía intención de disparar todavía. Miraba a través del telescopio cómo trataba de subir por la duna, resbalando entre la arena, rascando para asirse a ese muro que siempre se desvanecía entre sus dedos sangrantes.

El gordo cayó sentado al pie de la duna. Primero corrió a cuatro patas a lo largo del montículo, alejándose de Van Guld, pero a cada momento volvía a caer de cara. Finalmente logró avanzar corriendo con los brazos extendidos para guardar el equilibrio.

Van Guld ordenó a los mulatos que lo siguieran desde el mar. Se pusieron a remar y la lancha avanzaba suavemente sobre las olas, paralela al gordo que corría dando tumbos. La cruz del Purdey se encontraba un grado a la izquierda y medio grado abajo del pecho del gordo.

Se había adelantado a la lancha que ahora bogaba más lentamente pues había entrado en esa faja de mar donde las olas se rompen y donde la fuerza de los remos se dispersa en la marejada. El gordo se detuvo, apoyado contra el cúmulo de arena que se alzaba tras él. Respiraba con dificultad y no podía seguir corriendo.

La lancha de Van Guld pasó lentamente ante él. Por primera vez se encontraron sus miradas. Al pasar frente al gordo, Van Guld levantó la vista del telescopio y se quedó mirando fijamente al gordo que también lo miraba pasar ante él, resollando pesadamente, indefenso.

Una vez que Van Guld había pasado de largo, el gordo se volvió y empezó a escalar la duna, pero avanzaba muy lentamente porque todos los apoyos se desmoronaban bajo su peso. Sus manos cavaban en la arena tratando de encontrar un punto fijo al cual asirse.

Van Guld hizo virar la lancha en redondo.

Mientras la lancha volvía sobre su estela y los perseguidores le daban la espalda, el gordo ascendió considerablemente y su mano casi logró asirse al borde de la duna. Trataba de empujarse con los pies, pero se le deslizaban hacia abajo.

Van Guld quedó colocado frente a él. Sonriente, lo miraba patalear y levantar nubecillas de arena con los pies. Volvió a encañonarlo y a través de la mira pudo adivinar con toda certeza el rostro sudoroso, sangrante del gordo que jadeaba congestionado.

Hubo un momento en que sus pies, a fuerza de cavar furiosamente, encontraron un punto de apoyo. Su cuerpo se irguió tratando de alcanzar con las manos la cresta de la duna y por fin lo consiguió.

Entonces pataleó más fuerte, tratando de elevar las rodillas a la altura de sus brazos, pero la arena se desvanecía siempre bajo su cuerpo. Logró sin embargo retener la altura que había alcanzado sobre la duna. Deseaba entonces que más allá de esta prominencia hubiera otra hondonada para poderse ocultar y ganar tiempo.

Van Guld había centrado la mira sobre la espalda del gordo. Acerrojó el Purdey haciendo entrar un casquillo en la recámara, amartillando la aguja al mismo tiempo.

Cuando llegó a la cima vio que la arena se extendía en una planicie nivelada hasta donde comenzaba la selva. Estaba perdido. Se quedó unos instantes tendido sobre el borde de la arena y miró sobre sus hombros en dirección de Van Guld que lo tenía encañonado. Estaba liquidado pero no sabía si dejarse deslizar nuevamente hacia la playa o seguir avanzando sobre la duna hacia la selva. Eran unos cien metros hasta los primeros árboles. Para llegar a ellos daría a Van Guld el tiempo suficiente de apuntarle con toda certeza, igual que si se quedaba ahí mismo.

Van Guld bajó el rifle medio grado de la cruz. Pensó que sobre todo en la cresta de la duna la capa de aire extendido tendería a subir. La corrección horizontal era ahora deleznable ya que se encontraba directamente enfrente del gordo, con la brisa a su espalda. Resignado, el gordo subió al borde y se puso de pie sobre la duna volviéndose hacia Van Guld.

La lancha producía un chapoteo lento sobre las olas débiles del mar apacible. A lo lejos se oían los gritos de los loros que se ajetreaban en el follaje de las ceibas. Le tenía la cruz puesta en el cuello para darle en medio de los ojos, pero luego bajó el rifle un poco más, hasta el sexo, para darle en el vientre, porque pensó que si le daba en la cabeza el gordo no sentiría su propia muerte y que si le daba en el pecho lo mataría demasiado rápidamente.

El gordo lo miraba con las manos colgantes, sangrantes, separadas del cuerpo, en una actitud afeminada y desvalida.

Cuando partió el disparo, la lancha dio un tumbo escueto, levísimo.

Sintió que las entrañas se le enfriaban y oyó un murmullo violento que venía de la selva. Se desplomó pesadamente y rodó por la duna hasta quedar despatarrado sobre la playa como un bañista tomando el sol. Boca arriba como estaba notó, por primera vez desde que había comenzado su huida, la limpidez magnífica del cielo.

Van Guld bajó el rifle. La brisa agitaba sus cabellos rubios. Todavía estuvo mirando unos instantes el cuerpo reventado al pie de la duna. Luego ordenó a los remeros partir. La barca se puso en marcha. Los mulatos jadeaban agobiados por el sol, impulsando los remos fatigosamente. Van Guld apoyó el Purdey contra la borda y encendió un cigarrillo. Las bocanadas de humo se quedaban suspensas en la quietud del viento, como abandonadas de la lancha que se iba convirtiendo poco a poco en un punto lejano, imperceptible.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario