Juan Villoro
El
hombre no parecía holandés. Tenía unos ojos negros y duros. Su pelo hacía
pensar en focas y esquimales. A juzgar por las aromáticas nubes de vaho que acompañaban
sus palabras, su sabor favorito era el eucalipto.
Fausto
contempló sin prisa la piel de su interlocutor, irritada por el viento, hasta que
distinguió los pliegues bajo las orejas que delataban cirugía, injertos, posibles
quemaduras. Lo odiaba por anticipado, con la monotonía con que odió a los gerentes
de los bares anteriores. Escupió en la banqueta, su saliva se mezcló con la escarcha
gris y pisoteada.
Fausto
sacó la lista de los treinta sitios donde actuaron antes: el treintaiuno tenía
que ser igualmente oscuro y descarapelado. El gerente escuchó en silencio,
repasando su pastilla en la boca cerrada.
–¿El
negro toca con ustedes? –les preguntó. No hubieran entendido un idioma tan lleno
de jotas de no ser porque se acercó a Kevin y lo rodeó como si fuera un tronco de
caoba y él estuviera a punto de orinarlo.
–De
acuerdo. Tres semanas –añadió en un inglés salpicado de consonantes. Sacó varios
billetes que en las manos del negro brillaron en rojo, azul y anaranjado.
No
había nada que temer en ese extrovertido enganche. La fama no los estaba asaltando.
No descenderían hacia la gloria subterránea del Village Vanguard, en primera
porque no estaban en Nueva York y en segunda porque actuaban en un circuito de bares
donde la música era tan importante como la máquina de los cigarros.
El
gerente se veía más pequeño después de pararse junto a Kevin. Hizo unos aspavientos
para que alzaran su equipaje, más digno de un safari que de un trío de jazz, y abrió
una puerta por la que se llegaba, después de bajar unos diez escalones, a un local
sombrío; señaló el escenario con su tubo de pastillas; la piel que afuera parecía
muy rosa se le opacó como un jamón serrano.
Por
lo visto llevaba mucho sin contratar a un negro, pues no les pidió que tocaran.
Se quitó el abrigo y Fausto pudo ver la camisa roja, el chaleco negro y la corbata
blanca de un legítimo amante del bebop. Seguramente se decepcionaría al oír
su música, un omelet sonoro que sólo José se atrevía a llamar jazz de fusión.
Fausto
pasó una mano sobre el entarimado y recogió una capa de polvo. Tosió mucho al armar
la batería. Cuando terminó de atornillar las mariposas sobre los platillos la garganta
le ardía con fuerza. No tenía sed sino alergia al polvo y al encierro, su garganta
conspiraba contra él mientras tocaba. En un principio recurrió al licor para mitigar
la irritación, un discreto vaso de plástico sobre los amplificadores, sólo que al
promediar el concierto los reflectores reventaban frente a sus ojos como tomates
descompuestos y al final todo se le borraba como si un limpiavidrios pasara sobre
el enorme parabrisas de la noche.
Se
colocó las baquetas en la bolsa trasera del pantalón y salió a caminar. El aire
frío le sentó bien. Llegó a la playa. Había un bloque de departamentos entre la
calle y la arena, letreros diagonales en las ventanas: te huur, se renta,
un balneario semivacío en el invierno. Al pie de los departamentos, piedras pintadas
en muchos colores, chicles masticados por los años. Al fondo, el mar y el cielo
se arañaban en una línea de bruma. Un perro buscaba un palo en el mar que seguramente
estaba muy frío.
Vio
la cúpula del casino que remataba el paisaje. Era el único edificio portentoso en
la pequeña ciudad a la orilla del continente. Le gustaba Scheveningen, aun ahora
que la encontraba anulada por el frío. Actuaron ahí en el verano, cuando tenían
un bajista noruego que les espantaba la clientela con su cara de comerciante de
aceite de ballena. Al salir rumbo a Rotterdam vieron a Kevin pidiendo aventón. ¡Quién
sabe qué dios africano se apiadó de ellos al destinarles esa figura junto a un letrero
de curva peligrosa! En Rotterdam se deshicieron del noruego. Lo vieron partir en
un transbordador a Escandinavia, la chimenea escupía volutas negras, iguales a las
aburridas corcheas que él había tocado.
Fausto
recogió una última visión de la costa: las gaviotas girando en círculos sobre los
desechos de algún barco. Regresó al bar sintiendo el fastidio de tantas jornadas
en sótanos, bares donde había que seguir una línea fluorescente en el piso para
llegar a un retrete salpicado de albures y vítores al jazz. Empezó a soplar el viento,
un viento tan fuerte que parecía sacarle filo a los parquímetros. Fausto caminó
inclinado. Había algo irreal en llegar de cuerpo entero a la puerta que ya desde
su color castaño anunciaba jazz. Adentro, se dio cuenta de que las baquetas se le
congelaron.
Al
otro día el gerente les mandó a un orangután encargado de pulverizar las dentaduras
de quienes se propasaban en el bar. Él los condujo a un departamento amueblado tan
acogedor como un iglú. Fausto tamborileó con sus callos sobre el aserrín prensado
de la mesa y luego se apropió de un sofá cama que de seguro sirvió antes para la
siesta de un tigre.
En
las horas muertas se entretenía cuestionando la calidad de sus acompañantes. ¿Era
mucho pedir que Kevin, además de negro, fuera buen músico? De José también se podía
quejar. José y Fausto pasaron juntos por los obligados corredores de la mediocridad:
se desgastaron por años en hoyos fonquis y otros tugurios de la ciudad de México
donde siempre había más polvo que acústica. José tocaba por nota con la frialdad
y la precisión del más competente cirujano de los sonidos. A su lado, Fausto era
una bestia rudimentaria. A José le faltaba feeling; a Fausto, clase. Zarparon
a Europa en un carguero, los instrumentos entre latas de piña y containers, en busca
del ansiado relleno. Europa se empecinó en darle más oportunidades a José: fracasaron
en tantos locales que resultaba increíble que siguiera sin convertir sus desgracias
en feeling. El público esperaba de ellos un sonido bronceado por el sol del
trópico y se encontraba con un pianista capaz de escupir granizo en pleno verano.
Sólo con la inclusión del bajista negro pudieron arrimar sus sardinas a las
brasas del jazz (mientras Kevin arrimaba un filete: desde un principio exigió
ganar el doble).
Kevin
era un triunfo visual. En Scheveningen, la gente empezó a bajar cada vez en mayor
número las escaleras que conducían a su figura relevante y sudorosa. Kevin se reía
con fuerza, chasqueaba la lengua, le decía al público “son ustedes grandiosos” con
una voz de jarabe denso y mate. En esos momentos Fausto sentía un instantáneo
afecto por él.
El
público holandés, siempre demasiado sobrio, toleró las ecuaciones que José despejaba
en el teclado y la taquicardia de Fausto en los tambores. Kevin recibía las mejores
ovaciones al iniciar sus solos y atacaba las cuerdas con destreza suficiente
para que el aplauso final fuera un tibio eco del anterior. Fausto tocaba al
margen del público; sólo el humo llegaba hasta el rincón donde accionaba el
bombo y la tarola, su garganta se encendía con tanto cigarro ajeno.
Después
de recorrer Scheveningen en tranvía, supo que había visto todo en seis paradas.
Empezó a matar el tiempo en Rotterdam. Encontró un café donde los comensales
usaban el pelo extraordinariamente largo, como si salieran de un sueño de los años
sesenta, y bufandas y suéteres de estambre deshilachado. Ahí conoció a una
muchacha que lo invitó a una barcaza en el puerto, algo así como una comuna
flotante. El barco se bamboleó un poco, cacheteado por olas débiles. La
muchacha se llamaba Kerstin, igual que una protagonista de películas eróticas. Pero
cuando se quitó el suéter, Fausto se decepcionó de no encontrar todo lo que ese
nombre prometía. De cualquier forma regresó de vez en cuando a contar las
costillas de su amiga.
Un
viernes en que volvía de Rotterdam se encontró a Kevin y a José reunidos con el
gerente y su guardaespaldas. El gerente sacó unos folletos que contenían las
reglas de la ruleta, el bridge, el bacará, y tres flamantes pases de cortesía. Llevaba
una camisa morada y zapatos blancos; con esa pinta de admirador de Lester Young
difícilmente podría entrar al casino.
–Yo
no apuesto –les aclaró–, pero vayan ustedes, son jóvenes, tendrán suerte.
Fausto
se preguntó qué tendrían que ver sus años con la fortuna. Como quiera que sea
decidió aprovechar el pase. Se compró un traje en una tienda que anunciaba
ofertas en tres idiomas. Lo mandaron a la calle con un trapo tan entallado y
brilloso que lo hacía verse como un torero ciudadano. Nunca sus nalgas planas
fueron tan conspicuas. Así entró a convertir sus billetes en fichas y sus
fichas en nada porque el 5 no cayó en toda la noche.
El
vestíbulo del casino estaba lleno de plantas y muebles de bambú; reinaba una
atmósfera intermedia en la que no hacían falta ni abrigos ni abanicos; todas
las luces se fundían en la cúpula tornasolada, una curva tan pálida y poderosa
que daban ganas de rezar un avemaría antes de apostar.
Rara
vez pensaba algo en medio de sus redobles. Sin embargo después de ir al casino
empezó a sustituir los golpes por números. Sus solos seguían una bizarra
aritmética. Giraba sobre los tambores y los números se precipitaban en su cabeza,
brillantes, lujosos, dignos del casino, ajenos al tintineo de los vasos, al
abejorro colectivo de la conversación, al olor de la ceniza y al jazz de
mediana calidad que interpretaban.
Una
noche sintió que la gloria andaba rondando las yemas de sus dedos. De veras
tocó bien. Los números lo acompañaron aquí y allá. Le dio tiempo de desfalcar
tres veces al casino y de verse al lado de una mujer de pelo ondulado y mirada
vidriosa. Sintió el poder de las muchas fichas. Atisbó doradas imágenes de
virtuosismo sexual, champaña y cocaína, una noche de monedas y espermas
salpicados. Notas, números a la deriva, golpes que son cifras que son golpes en
plena fuga. Números. Terminó el solo con el 28 plantado en la mente. Escuchó
los aplausos y vio al gerente en la primera fila; era como si lo mirara en una
forma específica. Fausto le dijo que fuera al casino a apostarle al 28. No le
sorprendió que lo obedeciera, los ojos negros lo habían visto con una
insistencia que equivalía a un pacto. Le dio gusto mandarlo al frío.
Fausto
desmontaba la batería cuando el gerente regresó del casino. Del público sólo
quedaban jirones de humo.
–Dejen
de trabajar, muchachos. Les invito unas copas.
Fue
a la barra y sacó un puñado de fichas. Las extendió con mucho ruido sobre las
huellas de vasos y las quemadas de cigarros. Escogió tres fichas verdes y se
las dio a Fausto. Le cerró el puño con las manos.
A
los tres días volvió a adivinar. Para no dejar, le dio el número al gerente. ¿Quién
más podía salir a apostar? El efecto residual de sus adivinanzas fue un
contrato hasta la primavera con un considerable aumento de sueldo.
–Con
nada te conformas, hijo –le reprochó José.
Se
siguió quejando de su papel de médium, pero pudo disfrutar de todos los solos a
su antojo: mientras más tocaba, más proclive se hacía a la adivinanza. Durante
diez minutos alcanzaba la obsesión de todo virtuoso: exagerar. Los méritos de
su tambor le daban de vez en cuando a la ruleta. En las tardes iba al casino y
perdía unas cuantas fichas. Sólo al tocar adivinaba.
Las
tandas de batería lo dejaban tan cansado que el sofá cama se le fue haciendo
cómodo. Aunque había mejorado al punto de desterrar para siempre los tropezones
en sus tambores, Kevin seguía siendo la estrella. Siempre había dos o tres
rubias de miradas húmedas que aplaudían con fervor los solos de bajo. Al finalizar,
Kevin estrechaba sus breves cinturas para llevárselas a otro bar y de ahí a algún
sitio donde pudiera seguir prolongando su fama de negro y de jazzista. Fausto
se acordaba de las rubias que vio en la playa cuando estuvieron en Scheveningen
en verano: un polvillo plateado sobre los senos sin brasier y lentes rosados
que hacían juego con los pezones: inalcanzables, poderosas y bruñidas como las
motocicletas de lujo estacionadas en la arena. ¿De qué le servía tanta alharaca
en los tambores si sólo podía contar con su escuálida amiga de la barca? El
único fanático de la batería era el gerente.
–¡Doble
cero! –gritaba sobre la oreja pequeña y restirada que le recordaba los
chabacanos secos que en México se comen en Navidad. Después lo veía avanzar
entre las mesas, darle con los puños a las espaldas que le tapaban el paso,
perderse entre los sacos color cochambre.
El
guardaespaldas vigilaba las salidas del gerente. Kerstin también lo iba a ver.
La silueta pálida y el monstruo de músculos inflados eran los extremos fijos de
su público. De vez en cuando alguien le pedía un autógrafo en una servilleta de
papel. En una ocasión un negro de pelo cano que se presentó como ejecutivo de ECM
le dijo que lo tomaría en cuenta para una sesión de estudio.
–De
paso: a ver si te deshaces de los zombies.
Muchas
veces abrió el buzón en busca de una carta con una solicitud de grabación. Nada,
bateristas buenos sobraban en el mundo, él sólo era una cifra en la enorme y
cambiante estadística de la música. Seguiría con los zombies.
El
gerente se compró un abrigo que hacía juego con sus pelos, el único nuevo lujo
en su atuendo. A veces Fausto pensaba que de veras se interesaba en la música. Aplaudía
con ganas, su cara se encendía con el calor, muy tensa, como si recordara el
fuego que una vez la achicharró.
Kerstin
también lo admiraba, pero con esa desleída pasión que aparece en los cuadros de
la Edad Media, mezcla de rapto místico y avitaminosis.
Fausto
se combustía entre ritmos audaces y números atinados. En las noches, las
imágenes de sus sueños saltaban como una película defectuosa, agitadas por una
oculta percusión.
Al
cabo de dos meses las manos le temblaban al fumar y no había sueño que le
limpiara las ojeras. Antes de cada concierto metía las manos en un balde con
cubitos de hielo. Anestesia, eso era lo que su cuerpo requería. Y sin embargo
cada vez tocaba mejor. Kevin subrayaba sus actuaciones con un aterciopelado:
–Fausto,
baterista.
Llegó
un momento en que las líneas de su cansancio y de su suerte se cruzaron: no
adivinó en tres semanas.
–Descansa,
consíguete una chica –el gerente le puso unos billetes en la bolsa de la camisa.
Fue
a Rotterdam. Vació tres cervezas en la Casa del Marino. Caminó por callejas y
malecones desolados. Orinó largamente bajo un puente. Se perdió.
Un
resplandor violeta le devolvió la orientación. Llegó a un escaparate y la pudo
ver rociada por el polvillo morado del neón. Era una puta blanca y larga. Cerró
los ojos. No tuvo fuerza para más. Una pequeña nube de vaho se fue formando en
el cristal de la vitrina.
Vio
su propio rostro reflejado en el cristal. Pensó en huir.
Durmió
con Kerstin. Soñó con los peces que pasaban bajo sus cuerpos, manchas que a la
distancia se convertían en fichas luminosas.
Antes
de desayunar media toronja le pidió que lo ayudara a ganar en el casino. Invirtió
el dinero del gerente en un vestido azul celeste que en el cuerpo de su amiga
parecía un ridículo traje de primera comunión. Pasaron el resto del día
inventando claves. A cada gesto de su cara correspondía un número. Cuando ella
se aprendió el código, la cara le dolía a Fausto como si la tuviera tan
restirada como el gerente.
Llegó
al bar antes de que entrara el público y le pidió a Kerstin que se sentara en
la primera fila.
No
fue sino hasta su primer solo que descubrió a la rubia. Lo miraba con ansias. Le
sonreía con descaro. Fausto había planeado dormir a muchos kilómetros de
distancia, solo y millonario. Aun así devolvió las sonrisas. Ella se hizo para
atrás, como si la hubiera salpicado, agitando el pelo, el cuello dócil que
inspiraba tantas mordidas, los senos de una tibieza que se adivinaba con la
vista y en los que Fausto hubiera podido dormir la única siesta que le quitara
las ojeras. Sin darse cuenta pasó de la rubia a los números, con la misma
excitación de la noche liminal en que adivinó por primera vez. Vio el aro
rojinegro y la pelota cromada detenida en el número 5. Estaba por hacer el
gesto acordado con Kerstin cuando escuchó al gerente:
–¿Qué
número? –un rastro de eucalipto llegó hasta los platillos.
Fausto
pensó en su cara, en sus facciones exaltadas al encararse con la suerte, en el
rictus de su acto prodigioso. Su cara estaba hecha de triunfo y gloria y
dignidad recompensada, de este lado de los sótanos húmedos y faltos de acústica.
Y el gerente lo sabía.
–¿Qué
número? –insistió.
El
guardaespaldas oyó los gritos y se dio cuenta de que algo andaba mal. Avanzó
hacia el estrado y se situó rollizamente frente al grupo. Fausto sintió que el
mundo se oprimía entre la espalda de Kevin y el tórax del segundo gigante. El
número 5 le repiqueteaba en la cabeza, escandaloso, incomunicable. Vio la oreja
de chabacano en la que lo podía escupir. Prefirió tragárselo.
–Vete
mucho a la chingada –le dijo al gerente, más que nada por evitar la asfixia de
la fortuna atragantada, y siguió tocando, solo, lejos de los otros, por todo
espacio la soberanía de sus tambores, hasta sentir algo fresco en la
circulación, una sombra líquida y en tránsito, y ya no le importó haber
comprado inútilmente el vestido para que su amiga entrara al casino ni perder
la oportunidad de fugarse con todas las monedas de sus golpes, precipitándose
en la última ráfaga de golpes a la que iba a seguir una ovación.
–¡Fausto,
baterista! –gritó Kevin.
Cuando
el último fanático (al fin podía usar con realismo ese término mágico) trastabilló
hacia la calle, el gerente les rescindió el contrato.
Fausto
acompañó a Kerstin hasta el tranvía, pasando junto a la rubia, afeada por su
cara de asombro.
–No
distinguí tus señas, pero tocaste muy bien –el elogio le salió a Kerstin con
mucha tristeza porque sabía que aquello era una despedida. Su cara tenía tal
imagen de abandono al subir al tranvía que Fausto pensó que el letrero del
frente debía decir “a ningún lugar”.
Se
quedó viendo el tranvía hasta que un remolino de copos de nieve pasó sobre los
rieles. Regresó a empacar su batería.
En
la puerta lo esperaba el guardaespaldas. Fausto tenía copos en el pelo que se
le iban volviendo gotas de agua. Sus dientes castañeteaban. Fue su última
percusión en esa noche.
–Qué
bien nos engañaste –así tradujo la mirada de su oponente. Juntó saliva y le
escupió en la cara. El guardaespaldas esperó a que la saliva le llegara a la
barbilla, como si de eso dependiera la fuerza que tenía que concentrar, y le
propinó un rodillazo en los testículos. El golpe le dolió tanto que casi no
sintió los que siguieron. Supo que le pegaron muchas veces y no entendió por
qué no caía de una vez. Algo se le aflojó en la boca. Se atragantó con la
sangre y escupió un chorro rojizo, después un diente. Cayó al lado de su
colmillo, en la calle mojada por la nieve.
El
guardaespaldas se arrodilló junto a él, recogió el diente y se lo mostró con
cuidado. Después lo aventó al otro lado de la calle.
Fausto
sonrió sin que lo viera el guardaespaldas: su diente rebotó en la banqueta,
giró frente a los orificios de una alcantarilla y él supo de inmediato en cuál
iba a caer.
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