miércoles, 1 de noviembre de 2023

Baterista numeroso

Juan Villoro

 

El hombre no parecía holandés. Tenía unos ojos negros y duros. Su pelo hacía pensar en focas y esquimales. A juzgar por las aromáticas nubes de vaho que acompañaban sus palabras, su sabor favorito era el eucalipto.

Fausto contempló sin prisa la piel de su interlocutor, irritada por el viento, hasta que distinguió los pliegues bajo las orejas que delataban cirugía, injertos, posibles quemaduras. Lo odiaba por anticipado, con la monotonía con que odió a los gerentes de los bares anteriores. Escupió en la banqueta, su saliva se mezcló con la escarcha gris y pisoteada.

Fausto sacó la lista de los treinta sitios donde actuaron antes: el treintaiuno tenía que ser igualmente oscuro y descarapelado. El gerente escuchó en silencio, repasando su pastilla en la boca cerrada.

–¿El negro toca con ustedes? –les preguntó. No hubieran entendido un idioma tan lleno de jotas de no ser porque se acercó a Kevin y lo rodeó como si fuera un tronco de caoba y él estuviera a punto de orinarlo.

–De acuerdo. Tres semanas –añadió en un inglés salpicado de consonantes. Sacó varios billetes que en las manos del negro brillaron en rojo, azul y anaranjado.

No había nada que temer en ese extrovertido enganche. La fama no los estaba asaltando. No descenderían hacia la gloria subterránea del Village Vanguard, en primera porque no estaban en Nueva York y en segunda porque actuaban en un circuito de bares donde la música era tan importante como la máquina de los cigarros.

El gerente se veía más pequeño después de pararse junto a Kevin. Hizo unos aspavientos para que alzaran su equipaje, más digno de un safari que de un trío de jazz, y abrió una puerta por la que se llegaba, después de bajar unos diez escalones, a un local sombrío; señaló el escenario con su tubo de pastillas; la piel que afuera parecía muy rosa se le opacó como un jamón serrano.

Por lo visto llevaba mucho sin contratar a un negro, pues no les pidió que tocaran. Se quitó el abrigo y Fausto pudo ver la camisa roja, el chaleco negro y la corbata blanca de un legítimo amante del bebop. Seguramente se decepcionaría al oír su música, un omelet sonoro que sólo José se atrevía a llamar jazz de fusión.

Fausto pasó una mano sobre el entarimado y recogió una capa de polvo. Tosió mucho al armar la batería. Cuando terminó de atornillar las mariposas sobre los platillos la garganta le ardía con fuerza. No tenía sed sino alergia al polvo y al encierro, su garganta conspiraba contra él mientras tocaba. En un principio recurrió al licor para mitigar la irritación, un discreto vaso de plástico sobre los amplificadores, sólo que al promediar el concierto los reflectores reventaban frente a sus ojos como tomates descompuestos y al final todo se le borraba como si un limpiavidrios pasara sobre el enorme parabrisas de la noche.

Se colocó las baquetas en la bolsa trasera del pantalón y salió a caminar. El aire frío le sentó bien. Llegó a la playa. Había un bloque de departamentos entre la calle y la arena, letreros diagonales en las ventanas: te huur, se renta, un balneario semivacío en el invierno. Al pie de los departamentos, piedras pintadas en muchos colores, chicles masticados por los años. Al fondo, el mar y el cielo se arañaban en una línea de bruma. Un perro buscaba un palo en el mar que seguramente estaba muy frío.

Vio la cúpula del casino que remataba el paisaje. Era el único edificio portentoso en la pequeña ciudad a la orilla del continente. Le gustaba Scheveningen, aun ahora que la encontraba anulada por el frío. Actuaron ahí en el verano, cuando tenían un bajista noruego que les espantaba la clientela con su cara de comerciante de aceite de ballena. Al salir rumbo a Rotterdam vieron a Kevin pidiendo aventón. ¡Quién sabe qué dios africano se apiadó de ellos al destinarles esa figura junto a un letrero de curva peligrosa! En Rotterdam se deshicieron del noruego. Lo vieron partir en un transbordador a Escandinavia, la chimenea escupía volutas negras, iguales a las aburridas corcheas que él había tocado.

Fausto recogió una última visión de la costa: las gaviotas girando en círculos sobre los desechos de algún barco. Regresó al bar sintiendo el fastidio de tantas jornadas en sótanos, bares donde había que seguir una línea fluorescente en el piso para llegar a un retrete salpicado de albures y vítores al jazz. Empezó a soplar el viento, un viento tan fuerte que parecía sacarle filo a los parquímetros. Fausto caminó inclinado. Había algo irreal en llegar de cuerpo entero a la puerta que ya desde su color castaño anunciaba jazz. Adentro, se dio cuenta de que las baquetas se le congelaron.

Al otro día el gerente les mandó a un orangután encargado de pulverizar las dentaduras de quienes se propasaban en el bar. Él los condujo a un departamento amueblado tan acogedor como un iglú. Fausto tamborileó con sus callos sobre el aserrín prensado de la mesa y luego se apropió de un sofá cama que de seguro sirvió antes para la siesta de un tigre.

En las horas muertas se entretenía cuestionando la calidad de sus acompañantes. ¿Era mucho pedir que Kevin, además de negro, fuera buen músico? De José también se podía quejar. José y Fausto pasaron juntos por los obligados corredores de la mediocridad: se desgastaron por años en hoyos fonquis y otros tugurios de la ciudad de México donde siempre había más polvo que acústica. José tocaba por nota con la frialdad y la precisión del más competente cirujano de los sonidos. A su lado, Fausto era una bestia rudimentaria. A José le faltaba feeling; a Fausto, clase. Zarparon a Europa en un carguero, los instrumentos entre latas de piña y containers, en busca del ansiado relleno. Europa se empecinó en darle más oportunidades a José: fracasaron en tantos locales que resultaba increíble que siguiera sin convertir sus desgracias en feeling. El público esperaba de ellos un sonido bronceado por el sol del trópico y se encontraba con un pianista capaz de escupir granizo en pleno verano. Sólo con la inclusión del bajista negro pudieron arrimar sus sardinas a las brasas del jazz (mientras Kevin arrimaba un filete: desde un principio exigió ganar el doble).

Kevin era un triunfo visual. En Scheveningen, la gente empezó a bajar cada vez en mayor número las escaleras que conducían a su figura relevante y sudorosa. Kevin se reía con fuerza, chasqueaba la lengua, le decía al público “son ustedes grandiosos” con una voz de jarabe denso y mate. En esos momentos Fausto sentía un instantáneo afecto por él.

El público holandés, siempre demasiado sobrio, toleró las ecuaciones que José despejaba en el teclado y la taquicardia de Fausto en los tambores. Kevin recibía las mejores ovaciones al iniciar sus solos y atacaba las cuerdas con destreza suficiente para que el aplauso final fuera un tibio eco del anterior. Fausto tocaba al margen del público; sólo el humo llegaba hasta el rincón donde accionaba el bombo y la tarola, su garganta se encendía con tanto cigarro ajeno.

Después de recorrer Scheveningen en tranvía, supo que había visto todo en seis paradas. Empezó a matar el tiempo en Rotterdam. Encontró un café donde los comensales usaban el pelo extraordinariamente largo, como si salieran de un sueño de los años sesenta, y bufandas y suéteres de estambre deshilachado. Ahí conoció a una muchacha que lo invitó a una barcaza en el puerto, algo así como una comuna flotante. El barco se bamboleó un poco, cacheteado por olas débiles. La muchacha se llamaba Kerstin, igual que una protagonista de películas eróticas. Pero cuando se quitó el suéter, Fausto se decepcionó de no encontrar todo lo que ese nombre prometía. De cualquier forma regresó de vez en cuando a contar las costillas de su amiga.

Un viernes en que volvía de Rotterdam se encontró a Kevin y a José reunidos con el gerente y su guardaespaldas. El gerente sacó unos folletos que contenían las reglas de la ruleta, el bridge, el bacará, y tres flamantes pases de cortesía. Llevaba una camisa morada y zapatos blancos; con esa pinta de admirador de Lester Young difícilmente podría entrar al casino.

–Yo no apuesto –les aclaró–, pero vayan ustedes, son jóvenes, tendrán suerte.

Fausto se preguntó qué tendrían que ver sus años con la fortuna. Como quiera que sea decidió aprovechar el pase. Se compró un traje en una tienda que anunciaba ofertas en tres idiomas. Lo mandaron a la calle con un trapo tan entallado y brilloso que lo hacía verse como un torero ciudadano. Nunca sus nalgas planas fueron tan conspicuas. Así entró a convertir sus billetes en fichas y sus fichas en nada porque el 5 no cayó en toda la noche.

El vestíbulo del casino estaba lleno de plantas y muebles de bambú; reinaba una atmósfera intermedia en la que no hacían falta ni abrigos ni abanicos; todas las luces se fundían en la cúpula tornasolada, una curva tan pálida y poderosa que daban ganas de rezar un avemaría antes de apostar.

Rara vez pensaba algo en medio de sus redobles. Sin embargo después de ir al casino empezó a sustituir los golpes por números. Sus solos seguían una bizarra aritmética. Giraba sobre los tambores y los números se precipitaban en su cabeza, brillantes, lujosos, dignos del casino, ajenos al tintineo de los vasos, al abejorro colectivo de la conversación, al olor de la ceniza y al jazz de mediana calidad que interpretaban.

Una noche sintió que la gloria andaba rondando las yemas de sus dedos. De veras tocó bien. Los números lo acompañaron aquí y allá. Le dio tiempo de desfalcar tres veces al casino y de verse al lado de una mujer de pelo ondulado y mirada vidriosa. Sintió el poder de las muchas fichas. Atisbó doradas imágenes de virtuosismo sexual, champaña y cocaína, una noche de monedas y espermas salpicados. Notas, números a la deriva, golpes que son cifras que son golpes en plena fuga. Números. Terminó el solo con el 28 plantado en la mente. Escuchó los aplausos y vio al gerente en la primera fila; era como si lo mirara en una forma específica. Fausto le dijo que fuera al casino a apostarle al 28. No le sorprendió que lo obedeciera, los ojos negros lo habían visto con una insistencia que equivalía a un pacto. Le dio gusto mandarlo al frío.

Fausto desmontaba la batería cuando el gerente regresó del casino. Del público sólo quedaban jirones de humo.

–Dejen de trabajar, muchachos. Les invito unas copas.

Fue a la barra y sacó un puñado de fichas. Las extendió con mucho ruido sobre las huellas de vasos y las quemadas de cigarros. Escogió tres fichas verdes y se las dio a Fausto. Le cerró el puño con las manos.

A los tres días volvió a adivinar. Para no dejar, le dio el número al gerente. ¿Quién más podía salir a apostar? El efecto residual de sus adivinanzas fue un contrato hasta la primavera con un considerable aumento de sueldo.

–Con nada te conformas, hijo –le reprochó José.

Se siguió quejando de su papel de médium, pero pudo disfrutar de todos los solos a su antojo: mientras más tocaba, más proclive se hacía a la adivinanza. Durante diez minutos alcanzaba la obsesión de todo virtuoso: exagerar. Los méritos de su tambor le daban de vez en cuando a la ruleta. En las tardes iba al casino y perdía unas cuantas fichas. Sólo al tocar adivinaba.

Las tandas de batería lo dejaban tan cansado que el sofá cama se le fue haciendo cómodo. Aunque había mejorado al punto de desterrar para siempre los tropezones en sus tambores, Kevin seguía siendo la estrella. Siempre había dos o tres rubias de miradas húmedas que aplaudían con fervor los solos de bajo. Al finalizar, Kevin estrechaba sus breves cinturas para llevárselas a otro bar y de ahí a algún sitio donde pudiera seguir prolongando su fama de negro y de jazzista. Fausto se acordaba de las rubias que vio en la playa cuando estuvieron en Scheveningen en verano: un polvillo plateado sobre los senos sin brasier y lentes rosados que hacían juego con los pezones: inalcanzables, poderosas y bruñidas como las motocicletas de lujo estacionadas en la arena. ¿De qué le servía tanta alharaca en los tambores si sólo podía contar con su escuálida amiga de la barca? El único fanático de la batería era el gerente.

–¡Doble cero! –gritaba sobre la oreja pequeña y restirada que le recordaba los chabacanos secos que en México se comen en Navidad. Después lo veía avanzar entre las mesas, darle con los puños a las espaldas que le tapaban el paso, perderse entre los sacos color cochambre.

El guardaespaldas vigilaba las salidas del gerente. Kerstin también lo iba a ver. La silueta pálida y el monstruo de músculos inflados eran los extremos fijos de su público. De vez en cuando alguien le pedía un autógrafo en una servilleta de papel. En una ocasión un negro de pelo cano que se presentó como ejecutivo de ECM le dijo que lo tomaría en cuenta para una sesión de estudio.

–De paso: a ver si te deshaces de los zombies.

Muchas veces abrió el buzón en busca de una carta con una solicitud de grabación. Nada, bateristas buenos sobraban en el mundo, él sólo era una cifra en la enorme y cambiante estadística de la música. Seguiría con los zombies.

El gerente se compró un abrigo que hacía juego con sus pelos, el único nuevo lujo en su atuendo. A veces Fausto pensaba que de veras se interesaba en la música. Aplaudía con ganas, su cara se encendía con el calor, muy tensa, como si recordara el fuego que una vez la achicharró.

Kerstin también lo admiraba, pero con esa desleída pasión que aparece en los cuadros de la Edad Media, mezcla de rapto místico y avitaminosis.

Fausto se combustía entre ritmos audaces y números atinados. En las noches, las imágenes de sus sueños saltaban como una película defectuosa, agitadas por una oculta percusión.

Al cabo de dos meses las manos le temblaban al fumar y no había sueño que le limpiara las ojeras. Antes de cada concierto metía las manos en un balde con cubitos de hielo. Anestesia, eso era lo que su cuerpo requería. Y sin embargo cada vez tocaba mejor. Kevin subrayaba sus actuaciones con un aterciopelado:

–Fausto, baterista.

Llegó un momento en que las líneas de su cansancio y de su suerte se cruzaron: no adivinó en tres semanas.

–Descansa, consíguete una chica –el gerente le puso unos billetes en la bolsa de la camisa.

Fue a Rotterdam. Vació tres cervezas en la Casa del Marino. Caminó por callejas y malecones desolados. Orinó largamente bajo un puente. Se perdió.

Un resplandor violeta le devolvió la orientación. Llegó a un escaparate y la pudo ver rociada por el polvillo morado del neón. Era una puta blanca y larga. Cerró los ojos. No tuvo fuerza para más. Una pequeña nube de vaho se fue formando en el cristal de la vitrina.

Vio su propio rostro reflejado en el cristal. Pensó en huir.

Durmió con Kerstin. Soñó con los peces que pasaban bajo sus cuerpos, manchas que a la distancia se convertían en fichas luminosas.

Antes de desayunar media toronja le pidió que lo ayudara a ganar en el casino. Invirtió el dinero del gerente en un vestido azul celeste que en el cuerpo de su amiga parecía un ridículo traje de primera comunión. Pasaron el resto del día inventando claves. A cada gesto de su cara correspondía un número. Cuando ella se aprendió el código, la cara le dolía a Fausto como si la tuviera tan restirada como el gerente.

Llegó al bar antes de que entrara el público y le pidió a Kerstin que se sentara en la primera fila.

No fue sino hasta su primer solo que descubrió a la rubia. Lo miraba con ansias. Le sonreía con descaro. Fausto había planeado dormir a muchos kilómetros de distancia, solo y millonario. Aun así devolvió las sonrisas. Ella se hizo para atrás, como si la hubiera salpicado, agitando el pelo, el cuello dócil que inspiraba tantas mordidas, los senos de una tibieza que se adivinaba con la vista y en los que Fausto hubiera podido dormir la única siesta que le quitara las ojeras. Sin darse cuenta pasó de la rubia a los números, con la misma excitación de la noche liminal en que adivinó por primera vez. Vio el aro rojinegro y la pelota cromada detenida en el número 5. Estaba por hacer el gesto acordado con Kerstin cuando escuchó al gerente:

–¿Qué número? –un rastro de eucalipto llegó hasta los platillos.

Fausto pensó en su cara, en sus facciones exaltadas al encararse con la suerte, en el rictus de su acto prodigioso. Su cara estaba hecha de triunfo y gloria y dignidad recompensada, de este lado de los sótanos húmedos y faltos de acústica. Y el gerente lo sabía.

–¿Qué número? –insistió.

El guardaespaldas oyó los gritos y se dio cuenta de que algo andaba mal. Avanzó hacia el estrado y se situó rollizamente frente al grupo. Fausto sintió que el mundo se oprimía entre la espalda de Kevin y el tórax del segundo gigante. El número 5 le repiqueteaba en la cabeza, escandaloso, incomunicable. Vio la oreja de chabacano en la que lo podía escupir. Prefirió tragárselo.

–Vete mucho a la chingada –le dijo al gerente, más que nada por evitar la asfixia de la fortuna atragantada, y siguió tocando, solo, lejos de los otros, por todo espacio la soberanía de sus tambores, hasta sentir algo fresco en la circulación, una sombra líquida y en tránsito, y ya no le importó haber comprado inútilmente el vestido para que su amiga entrara al casino ni perder la oportunidad de fugarse con todas las monedas de sus golpes, precipitándose en la última ráfaga de golpes a la que iba a seguir una ovación.

–¡Fausto, baterista! –gritó Kevin.

Cuando el último fanático (al fin podía usar con realismo ese término mágico) trastabilló hacia la calle, el gerente les rescindió el contrato.

Fausto acompañó a Kerstin hasta el tranvía, pasando junto a la rubia, afeada por su cara de asombro.

–No distinguí tus señas, pero tocaste muy bien –el elogio le salió a Kerstin con mucha tristeza porque sabía que aquello era una despedida. Su cara tenía tal imagen de abandono al subir al tranvía que Fausto pensó que el letrero del frente debía decir “a ningún lugar”.

Se quedó viendo el tranvía hasta que un remolino de copos de nieve pasó sobre los rieles. Regresó a empacar su batería.

En la puerta lo esperaba el guardaespaldas. Fausto tenía copos en el pelo que se le iban volviendo gotas de agua. Sus dientes castañeteaban. Fue su última percusión en esa noche.

–Qué bien nos engañaste –así tradujo la mirada de su oponente. Juntó saliva y le escupió en la cara. El guardaespaldas esperó a que la saliva le llegara a la barbilla, como si de eso dependiera la fuerza que tenía que concentrar, y le propinó un rodillazo en los testículos. El golpe le dolió tanto que casi no sintió los que siguieron. Supo que le pegaron muchas veces y no entendió por qué no caía de una vez. Algo se le aflojó en la boca. Se atragantó con la sangre y escupió un chorro rojizo, después un diente. Cayó al lado de su colmillo, en la calle mojada por la nieve.

El guardaespaldas se arrodilló junto a él, recogió el diente y se lo mostró con cuidado. Después lo aventó al otro lado de la calle.

Fausto sonrió sin que lo viera el guardaespaldas: su diente rebotó en la banqueta, giró frente a los orificios de una alcantarilla y él supo de inmediato en cuál iba a caer.

 

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