Virgilio Piñera
Tengo cuarenta años. A esta edad, cualquier resolución que se tome es válida.
He decidido viajar sin descanso hasta que la muerte me llame. No saldré del país,
esto no tendría objeto. Tenemos una buena carretera con varios cientos de kilómetros.
El paisaje, a uno y otro lado del camino, es encantador. Como las distancias entre
ciudades y pueblos son relativamente cortas, no me veré precisado a pernoctar en
el camino. Quiero aclarar esto: el mío no va a ser un viaje precipitado. Yo quiero
disponer todo de manera que pueda bajar en cierto punto del camino para comer y
hacer las demás necesidades naturales. Como tengo mucho dinero, todo marchará sobre
ruedas…
A propósito de ruedas, voy a hacer este viaje en un
cochecito de niños. Lo empujará una niñera. Calculando que una niñera pasea a su
crío por el parque unas veinte cuadras sin mostrar señales de agotamiento, he apostado
en una carretera, que tiene mil kilómetros, a mil niñeras, calculando que veinte
cuadras, de cincuenta metros cada una, hacen un kilómetro. Cada una de estas niñeras,
no vestidas de niñeras sino de choferes, empuja el cochecito a una velocidad moderada.
Cuando se cumplen sus mil metros, entrega el coche a la niñera apostada en los próximos
mil metros, me saluda con respeto y se aleja. Al principio, la gente se agolpaba
en la carretera para verme pasar. He tenido que escuchar toda clase de comentarios.
Pero ahora (hace ya sus buenos cinco años que ruedo por el camino) ya no se ocupan
de mí; he acabado por ser, como el sol para los salvajes, un fenómeno natural… Como
me encanta el violín, he comprado otro cochecito en el que toma asiento el célebre
violinista X; me deleita con sus melodías sublimes. Cuando esto ocurre, escalono
en la carretera a diez niñeras encargadas de empujar el cochecito del violinista.
Sólo diez niñeras, pues no resisto más de diez kilómetros de música. Por lo demás,
todo marcha sobre ruedas. Es verdad que a veces la estabilidad de mi cochecito es
amenazada por enormes camiones que pasan como centellas y hasta en cierta ocasión
a la niñera de turno la dejó semidesnuda una corriente de aire. Pequeños incidentes
que en nada alteran la decisión de la marcha vitalicia. Este viaje ha demostrado
cuán equivocado estaba yo al esperar algo de la ida. Este viaje es una revelación.
Al mismo tiempo me he enterado de que no era yo el único a quien se revelaban tales
cosas. Ayer, al pasar por uno de los tantos puentes situados en la carretera, he
visto al famoso banquero Pepe sentado sobre una cazuela que giraba lentamente impulsada
por una cocinera. En la próxima bajada me han dicho que Pepe, a semejanza mía, ha
decidido pasar el resto de sus días viajando circularmente. Para ello ha contratado
los servicios de cientos de cocineras, que se relevan cada media hora, teniendo
en cuenta que una cocinera puede revolver, sin fatigarse, un guiso durante ese lapso.
El azar ha querido que siempre, en el momento de pasar yo en mi cochecito, Pepe,
girando en su cazuela, me dé la cara, lo cual nos obliga a un saludo ceremonioso.
Nuestras caras reflejan una evidente felicidad.
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