Isaac Asimov
Faltaba mucho aún para que terminara la celebración
incluso en las cámaras subterráneas de “Multivac”. Se palpaba en el ambiente.
Por lo menos quedaba el aislamiento
y el silencio. Era la primera vez en diez años que los técnicos no circulaban apresurados
por las entrañas de la computadora gigante, que las luces tenues no parpadeaban
sus extraños recorridos, que el chorro de información hacia dentro y hacia fuera
se había detenido.
Claro que no sería por mucho tiempo,
porque las necesidades de la paz serían apremiantes. Sin embargo, durante un día,
o quizá durante una semana, “Multivac” podría celebrar el gran acontecimiento y
descansar.
Lamar Swift se quitó el gorro militar
que llevaba puesto y miró de arriba abajo el largo y vacío corredor principal de
la inmensa computadora. Se sentó cansado sobre uno de los taburetes giratorios de
los técnicos y su uniforme, con el que nunca se había encontrado cómodo, adquirió
un aspecto agobiante y arrugado.
–Aunque de un modo extraño lo extrañaré
todo. Es difícil recordar cuando no estuvimos en guerra con Deneb. Ahora me parece
antinatural estar en paz con ellos y contemplar las estrellas sin ansiedad.
Los dos hombres que acompañaban
al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno
tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él.
John Henderson, con los labios
apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.
–¡Están destruidos! ¡Están destruidos!
–dijo sin poder contenerse–. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún
no puedo creerlo. Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que
se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que
todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos
y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.
–Gracias a “Multivac” –afirmó Swift
con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra
había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia–. ¿No es cierto, Max?
Jablonsky se encogió de hombros.
Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre
los millares que habían vivido en los túneles dentro de “Multivac”, sólo él tenía
permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse
del privilegio.
–Eso es lo que dicen –comentó.
Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.
–¿Celoso, Max?
–¿Porque aclaman a “Multivac”?
¿Porque “Multivac” es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? –El rostro
seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén–. ¿A mí qué me importa?
Si eso los satisface, dejen que “Multivac” sea la máquina que ganó la guerra.
Henderson miró a los otros dos
por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente
en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los
peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos
se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa.
De pronto fue como si aquel peso
fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con
la guerra: pero ¡ya!
–“Multivac” –declaró Henderson–
no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.
–Sí, pero grande –replicó Smith.
–Entonces, solamente una máquina
grande no mejor que los datos que la alimentaban. –Por un momento se detuvo, impresionado
él mismo por lo que acababa de decir.
Jablonsky lo miró, sus dedos gruesos
buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.
–¿Quién mejor que tú para saberlo?
Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?
–No –contestó Henderson, –furioso–,
no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba “Multivac”, predigeridos
por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso
de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían
una desviación inesperada.
–Haría enloquecer a cualquiera
–dijo Swift con sincera simpatía.
Henderson sacudió la cabeza:
–No era sólo eso. Admito que hace
ocho años, cuando remplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso.
En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano,
una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves
dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran
tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente. Pero cuando empezaron
las verdaderas dificultades… –Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló–:
De eso no sabéis nada.
–Bien –contemporizó Swift–, cuéntanoslo.
La guerra ha terminado. Hemos ganado.
–Sí –asintió Henderson. Tenía que
recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien–. Pues los datos resultaron
inútiles.
–¿Inútiles?
–¿Quieres decir literalmente inútiles?
–preguntó Jablonsky.
–Literalmente inútiles. ¿Qué podías
esperar? El problema con ustedes dos era que estaban en medio de todo. Nunca salieron
de “Multivac”, ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para
hacer visitas de Estado donde veía exactamente lo que querían que viera.
–Pero yo no estaba ciego –cortó
Swift–, como quieres dar a entender.
–¿Sabe hasta qué extremo los datos
concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios,
a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico
no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra?
Los jefes de grupo, tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar
su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno. Fuera
lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban
y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los
competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.
–Naturalmente –le consoló Swift–.
Comprendo que lo hicieras.
Esta vez Jablonsky decidió encender
el cigarrillo:
–Pero yo imagino que tú proporcionaste
datos a “Multivac” al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.
–¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera
hecho, ¿cómo podían creerme? –preguntó Henderson desesperado–. Nuestro esfuerzo
de guerra estaba acoplado a “Multivac”. Era un arma tremenda porque los denebianos
no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad
de que “Multivac” predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría
nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio
fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a
“Multivac” y no nos atrevimos a publicarlo.
–Cierto –dijo Swift.
–Bien –prosiguió Henderson–. Pero
si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino
remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.
–¿Qué hiciste? –quiso saber Jablonsky.
–Puesto que la guerra se ha ganado,
les diré lo que hice. Corregí los datos.
–¿Cómo? –preguntó Swift.
–Intuitivamente, supongo. Les fui
dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía.
Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades
obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final
apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se
necesitaban. Incluso hice que el anexo de “Multivac” me preparara datos según un
plan de programación privada que inventé a ese propósito.
–¿Cifras al azar? –preguntó Jablonsky.
–En absoluto. Introduje el número
de desviaciones necesarias.
Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros
brillaron tras sus párpados arrugados.
–Tres veces me llegó un informe
sobre utilización no autorizada del anexo, y lo dejé pasar todas las veces. Si hubiera
importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo
que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre “Multivac” importaba en aquellos
días, así que te saliste con la tuya.
–¿Qué quiere decir que no importaba
nada? –insistió Henderson, suspicaz.
–Nada importaba nada. Supongo que
si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si
tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar
que “Multivac” funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la
alimentabas?
–¿Que no funcionaba bien? –exclamó
Swift.
–No del todo. No para fiarse. Al
fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te
lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían
ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos
anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido
que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido
de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban
siendo suministrados a “Multivac” fueran o no fiables. Los resultados no lo eran.
Yo lo sabía.
–¿Qué hiciste? –preguntó Henderson.
–Hice lo que tú, John. Introduje
datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina
ganó la guerra.
Swift se recostó en su sillón y
estiró las piernas.
–¡Vaya revelaciones! Ahora resulta
que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de “tomar decisiones”
era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?
–Eso parece –afirmó Jablonsky.
–Ahora me doy cuenta de que obré
correctamente al no confiar en ellos –declaró Swift.
–¿No lo hiciste? –insistió Jablonsky
que, pese a lo que acababa de oír consiguió parecer profesionalmente insultado.
–Me temo que no. A lo mejor “Multivac”
me decía: “Ataque aquí, no ahí”; “haga esto, no aquello”; “espere, no actúe”. Pero
nunca podía estar seguro de si lo que “Multivac” parecía decirme, me lo decía realmente;
o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.
–Pero el informe final estaba siempre
muy claro, señor –objetó Jablonsky.
–Quizá lo estaría para los que
no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de
tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera “Multivac” bastaba para
quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis
dudas y encuentro un tremendo alivio en ello.
Envuelto en la conspiración de
su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:
–Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después
de todo había que tomar decisiones.
–Bueno, creo que ya es hora de
regresar, pero… les diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora,
Max, pero una más vieja que “Multivac”, mucho más vieja.
Se metió la mano en el bolsillo
en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas
con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer
un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora.
Swift sonrió con socarronería:
–Las necesito para hacer que el
dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos
de la juventud.
Se puso un cigarrillo entre los
labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo
entre los dedos, mirándola sin verla.
–“Multivac” no es la primera computadora,
amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de
la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra,
John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas
las veces que tenía que tomar una decisión difícil.
Con una leve sonrisa lanzó la moneda
que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift.
Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil,
ocultando la moneda.
–¿Cara o cruz, caballeros? –dijo
Swift.
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