Pedro Antonio de Alarcón
I
No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia
cólera, dice una máxima
oriental.
No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra
religión.
Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale
hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y
en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele
piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más
resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a
Sancho Panza.
Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas,
y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente
en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la
Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores,
vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria,
fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a
nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie,
ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el
enemigo está humillado.
El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas
dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por
el mundo. Oíd sus palabras textuales.
II
–Buenos días, abuelo… –dije yo.
–Dios guarde a usted, señorito… –dijo él.
–¡Muy solo va usted por estos caminos!…
–Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he
estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá…?
–Voy a Almería… y me he adelantado un poco a la galera,
porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño,
usted rezaba cuando yo llegué… puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto,
supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad
de los caminos.
–¡Vamos! Ese libro es alguna historia… Y ¿quién le ha
dicho a usted que yo rezaba?
–¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero
y santiguarse!
–Pues, ¡qué demonio!, hombre… ¿Por qué he de negarlo?
Rezando iba… ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!
–Es mucha verdad.
–¿Piensa usted andar largo?
–¿Yo? Hasta la venta…
–En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos
camino.
–Con mucho gusto. Esa cañada me parece deliciosa. Bajemos
a ella.
Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino
y descendí a un pintoresco barranco.
Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte,
así como la inclinación de las montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo.
Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero
se paró de pronto.
–¡Cabales! –exclamó.
Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse.
Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas,
y a la orilla de un pequeño torrente.
–¡A ver, abuelito!… –dije, sentándome sobre la hierba–.
Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.
–¡Cómo! ¿Usted sabe? –replicó él, estremeciéndose.
–Yo no sé más… –añadí con suma calma–, sino que aquí
ha muerto un hombre… ¡Y de mala muerte, por más señas!
–¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted!
Pero ¿quién le ha dicho?…
–Me lo dicen sus oraciones de usted.
–¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.
Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí
que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce.
–Siéntese usted aquí, amigo mío…–le dije, alargándole
un cigarro de papel.
–Pues verá usted, señorito… –Vaya, ¡muchas gracias!
¡Delgadillo es!…
–Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso –añadí,
dándole otro cigarro.
–¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor… –dijo el viejo,
sentándose a mi lado–, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a
ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio…
–¡Cuarenta y cinco años! –medité yo.
Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde
estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la frente del
anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos!
Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió
el cigarro, y continuó de este modo:
–¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted
venía yo de Gérgal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que hemos dejado
el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban
prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses,
no los del año 23, sino los otros…
–¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia.
–¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido!
–¡Ya lo creo!
–¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted
leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen
lo que más acomoda…, y la gente se lo cree a puño cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario
tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para
saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón…
del bribonazo que murió ya… Porque ahora dice el señor cura que hay otro… Pero yo
creo que ése no vendrá por estas tierras… ¿Qué le parece a usted, señorito?
–¿Qué quiere usted que yo le diga?
–¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de
estas cosas… ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se
acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor los rusos y moscovitas a quitar
la Constitución… ¡Pero entonces ya me habré yo muerto!… Conque vuelvo a la historia
de mi polaco.
El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana,
mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Tenía calenturas,
según supe más tarde… Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo…
(¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a
pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de
la Alcazaba…
Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles
que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro
en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual,
echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura.
–¡Presentémoslo a nuestro jefe! –se dijeron los españoles–.
Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo.
Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego
la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado,
casi hético.
La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero
no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora…
Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de “patriotismo”.
¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca!
En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena.
Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios,
medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares.
–¡Cállate, didón, perro, gabacho! –le decían.
Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho.
Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición,
medio desnudo, hambriento… bamboleándose, muriéndose… ¡anduvo el infeliz cinco leguas!
¡Cinco leguas, señor!… ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde
Fiñana hasta aquí… ¡Y a pie!… ¡Descalzo!… ¡Figúrese usted!… ¡Un hombre fino, un
joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!…
¡Y con la terciana en aquel momento mismo!…
–¿Cómo pudo resistir?
–¡Ah! ¡No resistió!…
–Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?
–¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!
–Prosiga usted, abuelo… Prosiga usted.
–Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre,
para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues,
aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro
negro que me habían dado en las minas…
Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar… Venía con
la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas
en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos… ¡hecho, en fin,
un Cristo en la calle de la Amargura!…
–¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! –balbuceaba
el extranjero con las manos cruzadas.
Los españoles se reían de aquellos disparates, y le
llamaban franchute, didón y otras cosas.
Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo
al suelo.
Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma
a Dios.
Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse
de nuevo.
Entonces se acercó a este barranco para precipitarse
y morir…
Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que
muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado
de barrilla.
–¡Eh, camarada! –me dijeron, apuntándome con los fusiles–.
¡Suba usted ese mulo!
Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al
extranjero.
–¿Dónde va usted? –me preguntaron cuando hube subido.
–Voy a Almería –les respondí–. ¡Y eso que ustedes están
haciendo es una inhumanidad!
–¡Fuera sermones! –gritó uno de los verdugos.
–¡Un arriero afrancesado! –dijo el otro.
–¡Charla mucho… y verás lo que te sucede!
La culata de un fusil cayó sobre mi pecho…
¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, además
de mi padre!
–¡No irritar! ¡No incomodar! –exclamó el polaco, asiéndose
a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.
–¡Descarga la barrilla! –me dijeron los soldados.
–¿Para qué?
–Para montar en el mulo a este judío.
–Eso es otra cosa… Lo haré con mucho gusto –dije, y
me puse a descargar.
–¡No!… ¡No!… ¡No!… exclamó Iwa–. ¡Tú dejar que me maten!
–¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! –exclamé,
estrechando las ardientes manos del joven.
–¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!…
–¿Quieres que yo te mate?
–¡Sí… sí… hombre bueno! ¡Sufrir mucho!
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Volvime a los soldados, y les dije con tono de voz que
hubiera conmovido a una piedra:
–¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que
ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica… ¡Dejadme solo con
este hombre!
–¡No digo que es afrancesado! –exclamó uno de ellos.
–¡Arriero del diablo –dijo el otro–, cuidado con lo
que dices! ¡Mira que te rompo la crisma!
–¡Militar de los demonios –contesté con la misma fuerza–,
yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes
y armados contra un moribundo inerme… ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles
y pelearé con vosotros hasta mataros o morir… pero dejad a este pobre enfermo, que
no puede defenderse. ¡Ay! –continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba–,
si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra
de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres;
si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en
que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey… ¡qué
diablo!, vosotros lo perdonaríais… ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes que españoles,
y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte
de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero
que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido;
sed cristianos, no seáis verdugos!
–¡Basta de letanías! –dijo el que siempre había llevado
la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos,
el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.
–Compañero, ¿qué hacemos? –preguntó el otro, medio conmovido
con mis palabras.
–¡Es muy sencillo! –repuso el primero–. ¡Mira!
Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever
sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.
Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de
morir.
Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba
ya el mártir.
En seguida los soldados me dieron una paliza con las
baquetas de los fusiles.
El que había matado al extranjero le cortó una oreja,
que guardó en el bolsillo.
¡Era la credencial del empleo que deseaba!
Después desnudó a Iwa, y le robó… hasta cierto medallón
(con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.
Entonces se alejaron hacia Almería.
Yo enterré a Iwa en este barranco… ahí… donde está usted
sentado… y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo.
Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad,
que me puso a las puertas de la muerte.
–¿Y no volvió usted a ver a aquellos soldados? ¿No sabe
usted cómo se llamaban?
–No, señor; pero por las señas que me dio más tarde
la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo
de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero…
En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos
al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro.
¡Habíamos llorado juntos!
III
Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de
Almería.
Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban
dos viejos militares retirados, comandante el uno y coronel el otro, según dijo
alguno que los conocía.
A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban
tan alto como suelen los que han mandado mucho.
De pronto hirió mis oídos y llamó mi atención esta frase
del coronel:
–El pobre Risas…
–¡Risas! –exclamé para mí.
Y me puse a escuchar de intento.
–El pobre Risas… –decía el coronel– fue hecho prisionero
por los franceses cuando tomaron Málaga y de depósito en depósito fue a parar nada
menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos
escaparnos con el Marqués de la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan,
mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad
de llevar a Rusia, formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que
estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré
de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia,
pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí “si tendríamos que pasar por aquella
tierra para ir a Rusia”, estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer.
Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que
había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado
y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la
guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia,
donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral,
por resultas del terror pánico que le había acometido desde que entramos en tierra
polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando
recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis jefes que Juan se quedase
en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo
o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de
los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia.
¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a
las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno
de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a usted
que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca! Óigame y
verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuarenta y dos
años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas en casa de cierta
labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los
españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses,
si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en
1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las
demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló
modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en recompensa,
ella se brindara a cuidar a Risas al verlo caer en su presencia atacado de la fiebre
cerebral… Llegados a casa de la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar
al enfermo, Juan la vio palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto
medallón de plata, con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre
al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer
que representaba a una Virgen o Santa de aquel país.
–¡Iwa! ¡Iwa! –gritó después la viuda de un modo horrible,
sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre.
En esto acudieron las hijas, y enteradas del caso, cogieron
el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas
la atención de Juan para que viese, como vio, que la tal efigie no era más que el
retrato de aquella mujer, y encarándose entonces con él, visto que su compatriota
no podía responderles, comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles,
bien que con gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia.
Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la
procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo… El noble
semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas
que el pobre no era culpable… ¡Además, él no llevaba el medallón! Pero el otro…
¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas!
Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía
Risas aquel retrato.
–Permítame usted que se lo cuente yo… –dije sin poder
contenerme.
Y acercándome a la mesa del coronel y del comandante,
después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la espantosa
narración del minero.
Luego que concluí, el comandante, hombre de más de setenta
años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar, con el arranque de un buen
español y con toda la autoridad de sus canas:
–¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que
una casualidad!
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