Roberto Arlt
De pronto, el señor Roeder,
levantándose de entre el círculo de herederos que escudriñaban el semblante de la
señora Grummer, exclamó:
–Sí,
¡usted es la ladrona!
La
señora Grummer, una anciana de sesenta años, al escuchar a Roeder se echó a llorar.
Las lágrimas corrían por su ruinoso rostro amarillo; pero el señor Roeder, impasible,
continuó:
–Señora…
de la caja del finado Rumpler faltaban veinte mil pesos. Del libro de “haberes”
ha sido arrancada la hoja donde figuraba la cantidad de acciones que Rumpler había
comprado al frigorífico “El Triángulo”, ¡y qué casualidad!, hoy un agente de investigaciones,
al revisar el baúl que usted tenía depositado en la casa de la señora Gaster, encuentra
una boleta de depósito por veinte mil pesos.
Un
círculo de cabezas canosas y rostros ceñudos escuchaba con ansiedad al señor Roeder.
Roeder,
comerciante en cereales, había sido nombrado depositario por los parientes de Rumpler,
el día que este había fallecido, de lo que quedaba como posible herencia, pues los
negocios de este estaban un poco embrollados. El mismo día, al hacer el arqueo de
caja, Roeder descubrió que faltaban veinte mil pesos. Lo que no podía comprobar
era si lo defraudado consistía en dinero o valores negociables.
La
excajera de Rumpler se mesaba desesperadamente el cabello con sus manos resecas.
Quería
huir, proclamar con alaridos inmensos su inocencia; arrodillarse frente a Roeder,
que antes la llamaba “una buena mujer”, para convencerlo de que no era una ladrona;
pero inútil todo, porque a medida que examinaba los rostros de los parientes, comprendía
que estos la habían condenado ya.
Quince
días antes de fallecer Rumpler, Anastasia Grummer había cumplido veinte años de
trabajo en la perfumería. Ya no era empleada de él, sino su casi socia. Y esa atmósfera
de odio que ahora la estrangulaba con manos visibles, provenía de los parientes
ancianos que deseaban saciar el odio que le tuvieron a Rumpler en ella, y todo por
un legado de diez mil pesos que en testamento le dejó, aparte de un reconocimiento
de deuda que ascendía a varios miles de pesos.
Otro
de los herederos hizo uso de la acusación. Era estudiante de derecho y el único
joven entre los silenciosos ancianos.
–¿De
dónde salen entonces esos veinte mil pesos que usted tiene depositados en el banco?
–Los
gané en la lotería hace tres años.
Carcajadas
coléricas acogieron esta respuesta.
–Sí;
con el señor Rumpler jugamos hace tres años un billete entero. La mitad de lo ganado
fue para mí.
–¿Y
cómo hace ocho días que usted los ha depositado en el Banco?
–Los
había prestado a mi sobrino…
Grave
se levantó el señor Broquin Rumpler. Hacía muchos años que trabajaba de peletero
y había redondeado una fortuna. Dijo:
–Esta
señora Grummer tiene respuesta para todo. Las tachaduras y asientos arbitrarios
que ha hecho en los libros explica que le fueron ordenados por Rumpler… Rumpler
le debe… Rumpler le deja herencia… Rumpler ha trabajado y regalado su dinero a la
señora Grummer. Perfectamente. Como nosotros no creemos todo esto, es mejor que
usted, señora, trate de convencerlo al juez.
Era
ya la una de la madrugada, y Ernesto Goice, sentado frente a su escritorio, pensaba
en el terrible destino de su tía Anastasia Grummer. Él sabía perfectamente que la
tía Anastasia era inocente; pero, ¿cómo demostrarlo? Todas las apariencias estaban
contra ella. Libros mal llevados, asientos falsos a hoja desaparecida. Y ahora,
para colmo, la tía Anastasia, aniquilada por el golpe, no recordaba detalles que
pudieran aclarar su situación. Y como de costumbre, su pensamiento se volvió hacia
el señor Roeder, el depositario de las llaves. Le era odioso sin saber por qué.
El
reloj marcaba la una y treinta. Goice se detuvo un instante frente al escritorio,
luego apoyó la frente en el vidrio de la ventana y esta frescura le pareció que
aclaraba sus ideas. Y se dijo:
–Si
yo salvo a tía, podré casarme… pero ¿cómo salvarla? Sin embargo, ese Roeder…
Y
otra vez sus ojos se detuvieron en el escritorio. Esta vez se asombró. Allí en medio
del escritorio, había una página arrancada a un libro que él había comprado: un
curso de electricidad.
–Pero,
¿por qué he arrancado esa hoja? –se preguntó.
Picado
por la curiosidad se acercó. La página cortada del libro traía unas fórmulas que
le interesaba recordar. Pero él no acostumbraba arrancar las hojas de los libros,
y pensó que estaba un poco afiebrado. Luego se asomó otra vez a la ventana. Y de
pronto, sus ideas se aclararon.
Eso
es: el que arrancó la hoja del libro de Rumpler lo hizo porque en ella había cosas
que le convenía recordar o hacer desaparecer. A mí me ha pasado lo mismo ahora.
Freud tiene razón cuando interpreta los sueños. Yo estaba soñando. El único que
puede haberla amaneado es Roeder. Pero ¿qué había anotado en esa hoja? ¿Dinero?
No. ¿Las acciones? ¿Por qué no? Han quedado sesenta mil pesos en acciones…
Súbitamente
una gran alegría congestionó el semblante de Goice. Indudablemente, el ladrón era
Roeder; pero había que demostrarlo. Caviló un instante; dio varias vueltas entre
sus manos a la hoja del curso de electrotécnica, y, sonriendo, se fue a la cama.
Roeder era el ladrón. Estaba seguro de ello.
Pocos
días después, en varios periódicos dedicados a especulaciones bursátiles, se leía
este aviso:
“Se
gratificará a quien informe qué personas compraron acciones del frigorífico ‘El
Triángulo’ entre los días 8 y 11 de agosto”.
Al
tercer día de publicarse el aviso, Goice recibió la visita de un dactilógrafo. Este
le comunicó que el día 8 de agosto su patrón Broquin Rumpler…
–¿Cómo
ha dicho? –interrumpió Goice.
Sí.
Broquin Rumpler compró en doce mil pesos veinte acciones de mil pesos al señor Roeder.
–¿Y
cómo lo sabe usted?
–Porque
hice el cheque. El señor Roeder llegó a las siete de la noche…
–Pero
¿usted no sabe que Broquin Rumpler es pariente del difunto Rumpler?
–No.
Solo sé que me ha echado a la calle porque Roeder le dijo haberme encontrado conversando
con su sobrina.
–¿Y
cómo reparó usted en que eran acciones de “El Triángulo”?
–Porque
Broquin Rumpler se hizo firmar un recibo en el cual constaba eso.
–Perfectamente,
amigo…
–Aloisi…
Ernesto Aloisi…
–Bueno,
amigo Aloisi, todos estos datos que usted me ha dado le serán gratificados, por
lo menos, con mil pesos, pero, en tanto, vayamos a los tribunales. Todo esto es
necesario contárselo al juez.
Y
Roeder fue detenido en la mañana del mismo día en que el fiscal del crimen solicitaba
tres años de cárcel para Anastasia Grummer.
El
cerealista quiso negar su participación en el delito, pero cuando se le presentó
el recibo firmado a Broquin Rumpler, recibo que se le secuestró, Roeder, llorando,
confesó su situación.
Había
perdido mucho dinero, etc., etc… y Broquin Rumpler, para quedarse con la parte de
la anciana, lo había obligado a sustraer las acciones.
Tres
días después, Anastasia Grummer salía de la cárcel. Y las primeras palabras de Goice,
el pícaro, fueron:
–Tía…
necesito diez mil pesos para casarme, ¿podés regalármelos?
Anastasia
Grummer miró la puerta de la cárcel que se cerraba a su espalda, y dijo:
–Hijo,
estoy cansada ya… y quiero que todo lo mío quede para tu futuro hijo. Cásate nomás…
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