sábado, 11 de noviembre de 2023

Falta de fe roquera

Víctor Roura

 

Se me quedó viendo Manuel Blanco, como asombrado, cuando le conté lo de mis visiones.

–Fue aquí mismo, en este bar –le dije.

Se llevó a la boca su vaso con ron.

Estaba solo. No había bebido mucho. Creo que llevaba unos cinco rones. Por la tele pasaban las telenovelas. No dudé en acercarme a un grupo. Eran varios. Celebraban quién sabe qué cosa. Un cumpleaños de alguna secretaria. Hablamos de lo que nos viniera a la cabeza. Entonces, un tipo me preguntó si esperaba a alguien.

–Sí, a Madonna… –le dije por decir.

Y nos echamos a reír.

Las horas pasaron rápidamente. Yo regresé a la barra. El bullicio era atroz. Ya nadie en el bar podía escucharse. Todos gritaban. Y en eso, por el espejo, vi entrar a una muchacha rubia.

–Te buscan, Víctor –me dijo Chucho, el cantinero.

Era Madonna.

Vino hasta mí. Y empezó a hablarme en un fluido español. Comenzó a alzar la voz a la segunda copa. Su minifalda atraía a todo el personal, que había bajado su bullicio. Todos la miraban.

–Ya vámonos –me dijo, y con sus delgados dedos acarició una de mis rodillas.

Sentí un mareo profundo. Con los codos en la barra escondí mi cabeza entre las dos manos.

Estuve así un buen rato. Sentí que su mano dejaba de apretar mi rodilla. No le di importancia.

Cuando desperté, sólo quedaban dos parroquianos. Hacían un ruido ensordecedor con su plática. Chucho me guiñó un ojo.

–Se fue hace unas dos horas –dijo.

Le pagué y abandoné el bar.

El martes siguiente volví a encontrar al mismo tipo aquel del cumpleaños de la secre. Yo venía de una reunión. Se hablaba de la prensa y de literatura. De humos y de símbolos industriales. De jerarquías y de discípulos inseguros. Le dije a Silvia Vázquez que nos fuéramos de ahí. Pero no podía. Esperaba a alguien. Me fui directo al bar. Ahí sí encontraría poesía.

Me saludó el tipo aquél, con una sonrisa, al verme entrar. Esa vez estaba solo, pero yo no quería compañía.

–Qué, pues –dijo Chucho–, ¿lo mismo?

–Ey –le dije.

Faltaban dos horas para la medianoche.

–¿Y ahora a quién citaste? –preguntó Chucho al darme el ron.

–A Stevie Nicks…

Y reí. Chucho únicamente guiño un ojo.

Seis copas después, una mano tomaba mi rodilla. Alcé la mirada.

–¡Oh, por Dios, déjame en paz! –le dije a Stevie Nicks.

Ella bajó su vista. Le quité con mi mano su mano. Chucho me arrimó otro ron.

Me fui de ahí pasadas las cinco de la mañana.

Luego, dos o tres días transcurridos, volví a instalarme en la misma barra.

Chucho, como siempre, servicial, animoso, relajiento, me envió el primer ron. Fue cuando conversé unas horas con Manuel Blanco. De reojo volví a ver a aquel cuate. Me saludó alzando la copa. Le dije a Blanco que ese bar era un alucine. Que había creído ver en esa misma barra a Madonna, a la Nicks, a Patti Smith, a Cecilia Toussaint, a Nina Galindo, a Sinead O’Connor, a Suzanne Vega. A cuanta roquera quisiera.

Blanco llevó su vaso a la altura de su nariz. Sólo sintió el aroma del ron.

–El problema es que ellas se han decepcionado –dijo, con mesura. Y aquel tipo, el que te saluda una y otra vez con su copa, las ha acompañado hasta la salida. Y ya no lo hemos visto regresar a lo largo de la noche…

Muevo la cabeza. Niego lo que me dice Blanco.

–Falta de fe roquera. Sólo eso. Lo que le sobra a aquel tipo…

Chucho asiente.

Volteo a ver a ese cuate. Me saluda alzando su vaso.

–Y ora, ¿quién vendrá? –pregunta, divertidísimo, Chucho.

Miro mi vaso.

–Hoy viene Jennifer Beals –le digo.

Y miro hacia la puerta del bar, mientras Chucho me lleva la copa.

Empieza a anochecer…

 

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