Roberto Arlt
En el arrabal morisco de
Tetuán, en la callejuela de Dar Vomba, precisamente junto a los arcos que la techan
dándole la apariencia de un subterráneo azulado, vivía hasta hace pocos años Ibu
Abucab, comerciante y fabricante de babuchas.
Algunos
niños, de nueve y diez años, respectivamente, trabajaban para él. El babuchero era
un hombre de baja estatura, morrudo, con ojos como manchados de leche y tupida barba
sobre el pecho.
Ibu
Abucab había repudiado a su esposa, Rahutia, cuando ésta cumplía dieciséis años.
Sospechaba que ella, desde la terraza de su finca, le engañaba con su vecino Gannan,
el platero.
Sin
embargo, no había tenido oportunidad de olvidarla. Mientras los niños moros recortaban
las sandalias, Ibu recordaba pensativamente el compacto cariño de Rahutia y sus
caricias espesas. Ciertas imágenes le roían la conciencia como los agudos dientes
de un ratón. Era aquélla una sensación de fuego y enloquecimiento que le cubría
los ojos de blancas llamaradas de odio.
Rahutia,
después de refugiarse en Fez, se dedicó a la danza. En pocos años se hizo famosa
en todos los bebederos de té que se encuentran yendo de Uxda a Rabbat y de Tremecen
hasta Taza, la vieja ciudadela de los bandidos.
Las
danzas de esta mujer fea eran un temblor de rodillas y crótalos que exaltaban a
los espectadores. Presagiaban la muerte y el zarpazo de la fiera.
Ibu
Abucab odiaba a su mujer, pero la odiaba consultando sus intereses, y, precisamente,
fueron sus intereses los que le impidieron cortarle la cabeza cuando sospechó de
ella.
Ahora
Ibu Abucab prosperaba. Dentro de algunos años, con ayuda de Alá, se enriquecería,
y podría, como otros vecinos, mantener un harén. También humillaría a Rahutia.
Pero
una noche, a las diez, en el mismo momento que se disponía a cerrar su tienda, entró
a ella un joven. Ibu Abucab comprendió que su visitante pertenecía a la aristocracia
indígena, pues su chilaba era de muy fina lana, y de su espalda colgaba una capa
con capucha revestida de seda. Una barba fina sombreaba el rostro del desconocido,
que, llevándose las manos a los labios, saludó:
–La
paz en ti.
–La
paz.
El
joven dijo:
–Tú
no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti. Soy hermano de El Mokri.
Ibu
Abucab barruntó que tendría que tratar un asunto grave, y se excusó:
–Permíteme
que cierre mi tienda, y estaré contigo.
Y
acompañó a su visitante a la trastienda.
El
joven dejó sus babuchas a la entrada, y avanzando descalzo por el suelo esterillado,
se sentó en cuclillas en un cojín. Luego encendió un cigarrillo, y su mirada dura
se paseó por la habitación revestida de tapices hasta la altura de sus hombros.
Nuevamente
entró Ibu, y también descalzo, fue a sentarse frente al hermano de El Mokri. No
sabía quién era El Mokri, pero su instinto le advertía que aquel joven sentado frente
a él y fumando un cigarrillo egipcio podía tener influencia en su vida.
El
comerciante inclinó la cabeza sobre el pecho y reposó las manos sobre el vientre.
El otro dijo:
–Yo
no imitaré a los gatos que rodean un pedazo de pescado y maúllan inútilmente… ¿Conoces
a El Mokri?
Ibu
Abucab tuvo que convenir que no conocía a El Mokri.
El
joven, cruzado de brazos, reconsideró al comerciante. Por más que se esforzaba por
ocultar el desprecio que le inspiraba ese hombre, la hostilidad traslucía de él.
Finalmente exclamó:
–El
Mokri murió por culpa de tu mujer Rahutia.
El
babuchero repuso, fríamente:
–Rahutia
no es mi mujer. Hace tiempo que la repudié a causa de su mala conducta.
El
joven aclaró su posición en Tetuán:
–Mi
hermana Fátima es “mulett ettal” del Califa. Habla con sinceridad: ¿Por qué no le
cortaste la cabeza a tu mujer?
Ibu
Abucab se mesó, pensativamente, la barba. De modo que el desconocido era hermano
de una favorita del Califa. Aquel hombre podía hacerle mucho daño. Respondió con
dignidad:
–Un
humilde babuchero no puede manchar con sangre las esteras de su tienda.
El
joven encendió otro cigarrillo, y continuó, obcecado:
–Por
culpa de Rahutia, mi hermano ha muerto. Esa sepulturera ha hecho daño a muchos hombres.
El
joven decía la verdad, aunque la cólera lo cegaba. Prosiguió:
–Allí
tienes al hijo de Ber, enjuto como un perro, y loco como un camello cuando llega
la primavera. Y también Alí, que ha despilfarrado en el Tremecen la hacienda de
su padre… Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti.
El
comerciante pensó que podía responderle a ese energúmeno que él no era Rahutia,
pero las palabras del joven, en vez de ofenderle, despertaban el odio doloroso enterrado
en el fondo de su pecho. En verdad que lamentaba ahora haber dejado con vida a aquella
mujer, cuando un pocillo de veneno lo hubiera simplificado todo. El joven, pálido
de ira, continuaba:
–¿No
es una iniquidad que tales abominaciones ocurran y que la responsable sea la mujer
de un babuchero?
Ibu
Abucab miró el rostro del joven atormentado, y experimentó piedad por él. Repuso:
–¡Qué
puedo hacer yo!… ¿No la he repudiado acaso por su mala conducta?
El
joven insistió:
–Debiste
haberle cortado la cabeza…
Melancólico,
repuso el babuchero:
–Sí;
pero no se la corté.
El
joven insistió:
–¿Por
qué no tomaste ejemplo del piadoso Mohamet, que mató a su mujer a palos cuando supo
que le era infiel?
Dogmático,
repuso el babuchero:
–El
Profeta ha dicho que no debe golpearse a una mujer ni con una rosa.
El
hermano de El Mokri repuso rápidamente:
–Cortarle
la cabeza es diferente.
Ibu
Abucab intentó la suprema defensa:
–Estaba
escrito.
El
visitante no se dejó apabullar por la respuesta:
–¿Puedes
jactarte tú de haber amarrado al camello a una buena estaca?
Con
esta frase de Mahoma el joven le quebraba las patas a la fementida teoría de la
Fatalidad. En efecto, el Profeta ha escrito que el creyente no debe abandonarlo
todo en las manos de Alá sino después de asegurarse que ha cumplido minuciosamente
con todas las precauciones que un hombre precavido debe observar.
El
babuchero comprendió que la Fatalidad marchaba a su encuentro. Entornó los ojos
hacia los tapices del muro, y finalmente, descargando su pecho en un suspiro, preguntó:
–¿Qué
puedo hacer yo por tu hermano muerto y el honor de tu familia?
El
visitante se puso de pie, aderezó la capa sobre su espalda, y con los ojos dilatados,
acercando el rostro al pálido semblante del comerciante, dijo:
–Invítala
a tu mujer que venga a tu tienda mañana a la noche… Dile que un hombre de Taza te
ha ofrecido un collar de perlas. Ella es conocedora de piedras preciosas, y querrá
verlo…
Salió
el hermano de El Mokri… El comerciante se prosternó en dirección a La Meca, y comenzó
devotamente su oración:
“En
nombre del Clemente, del Misericordioso…”
Rahutia,
la bailarina, había corrido a través de las decepciones con el mismo gesto doloroso
de un guerrero que tiene las sienes atravesadas por una saeta.
Su
corazón estaba empapado de odio a los hombres.
Era
una mujer pequeña, sombría y delgada, de manos ardientes y labios fríos. Su rostro,
endurecido por la adversidad, inspiraba respeto, pero cuando sonreía, súbitamente
su alargado semblante se llenaba de tanta luz e ingenuidad que hasta a los granujas
más recios les temblaban las manos. Había bailado en Taza, la ciudad de los bandidos;
conocía todos los bebedores de té, desde Uxda a Rabbat, en Tremecen. Un cadí enloqueció
al perderla. Aunque su carrera de bailarina había comenzado en los tugurios de Tánger,
que están arrimados a las murallas de la época de la dominación portuguesa, su sensibilidad
la había convertido en una danzarina que hacía aullar a las masas cuando se presentaba
en los tabladillos.
¿Qué
era lo que atraía de esa mujer fea? ¿Acaso su corazón, más seco que la arena, y
un tedio cargado de versatilidad, o su enorme desprecio por el dinero, que la tornaba
tan grande e inconquistable como el mismo Califa, que todos los viernes acudía a
la mezquita, seguido de un escuadrón y un descabalgado caballo de guerra?
Esta
era la mujer por quien se había perdido El Mokri. El Mokri había ido a Fez, encargado
de una misión oscura acerca del Sultán. Conoció a Rahutia en un cabaret, y perdió
la cabeza. Un mes después se ahorcaba en la casa de la bailarina.
Rahutia
se encogió de hombros. Los hombres eran locos. Sufrían cuando eran felices por miedo
a perder la felicidad. Ella no se encadenaría jamás a nadie.
Pero
después de siete años volvió a Tetuán, a vivir en la entrada de la plazuela de la
calle de Attarin del Suk el Fuki. ¿Qué era lo que la atraía de aquel espacio empedrado
con guija de río?… Durante todo el día se oía disputar allí a las campesinas del
Borch con los esclavos negros, cuyas motas estaban cubiertas por redecillas de conchas
marinas. Las parras sombreaban con sus pámpanos las paredes encaladas y las piedras
manchadas de aceite.
Rahutia
vivía allí, a la entrada de un túnel, donde constantemente flotaba una crepuscular
luz azul; en una casa cuya puerta de cedro estaba defendida por agudas puntas de
hierro como la carlanca de un mastín. Frente a la casa, de las vigas que abovedaban
la calle, colgaba un inmenso farolón de bronce, tallado al modo morisco. Servía
a la bailarina una criada de color de chocolate, con la luna y las estrellas tatuadas
en la frente, en las mejillas, en el dorso de las manos y en los talones.
¿Por
qué Rahutia había vuelto a Tetuán? Ella misma no hubiera podido contestarse a esta
pregunta. La atraía el arrabal moruno, el batir de los tamboriles durante las noches
de esponsales y la tristeza de la vida de todos aquellos esclavos, mientras que
ella no era una esclava, sino que estaba libre, definitivamente libre…
El
ex marido, el babuchero, no le inspiraba curiosidad ni odio. Era el hombre que acumula
dinero, mueve parsimoniosamente la cabeza y trata de estar bien con todo el mundo
porque así conviene a sus intereses. Sin embargo, Ibu Abucab debía despreciarla.
Jamás había intentado comunicarse con ella. Bajo ese silencio, probablemente se
consumía un amor humillado y cargado de rencor. Quizá la hubiera olvidado, pero
cuando pensaba que a ese hombre de ojos lechosos le había regalado dos años de matrimonio,
su sensibilidad se crispaba de soberbia y frialdad. No; Ibu Abucab no la olvidaría
nunca.
De
manera que aquella mañana soleada no se extrañó cuando después de muchos años, vio
entrar a su casa a la vieja Menana, nodriza de su ex marido. La anciana, después
de saludarla e informarse de un montón de bagatelas, fue al asunto:
–Ibu
Abucab desea verte… Un hombre de Taza ha dejado en su tienda un collar de perlas,
y quiere mostrártelo, pues sabe que tú entiendes de piedras preciosas, y él en cambio
no conoce sino pellejos y babuchas.
Rahutia
miró una mancha de luz sobre el alto muro encalado, luego fijó la mirada en su esclava,
que derramaba un odre de agua en un ánfora de bordes dorados, y respondió, calmosa:
–Dile
que iré esta noche…
Cuando
Rahutia, en compañía de Ibu Abucab, pasó a la trastienda del comercio comprendió
que no tendría que examinar ningún collar.
Un
negro, con bombachas anaranjadas y chaleco verde, custodiaba la puerta por donde
había entrado. Soportaba una alfombra arrollada bajo el brazo. Del centro de la
alfombra salía la punta de una espada. En un cojín permanecía sentado el hermano
de El Mokri. El joven no se dignó responder el saludo de la mujer, pero, dirigiéndose
al babuchero, le dijo:
–Tú
puedes aguardar afuera.
El
babuchero salió sin pronunciar una palabra.
Rahutia
miró en derredor. Estaba en presencia de misteriosos enemigos. El negro corrió la
cortina de la entrada, y Rahutia, después de examinarle despectivamente, le preguntó:
–¿No
eres tú el aguatero que chilla como una mujerzuela todas las mañanas frente a la
tienda de Alí?
El
negro no respondió una palabra. Bajo el sobaco soportaba la alfombra arrollada,
de cuyo centro salía la punta de la espada.
El
hermano de El Mokri intervino:
–¿Tú
eres Rahutia, la bailarina?
Rahutia
miró fríamente al joven:
–No
has respondido a mi saludo ni me has ofrecido asiento. Tu apariencia es la de un
señor, pero tu conducta es más grosera que la de un esclavo.
El
joven se levantó, las mejillas ruborizadas de furor:
–Yo
soy hermano de El Mokri, el hombre que por tu culpa se mató en Fez. Te he condenado,
y he venido a cortarte la cabeza.
Rahutia
avanzó serenamente hasta un cojín, se dejó caer allí, levantó los ojos hasta el
pálido semblante del joven:
–¿De
modo que tú eres hermano de El Mokri? ¿No has sido tú quien, en Tremecen, mandó
echar veneno en mi baño?…
–Soy
yo…
Rahutia
hizo jugar los alambres de oro que se arrollaban a sus muñecas; luego, cruzándose
de piernas y mostrando sus pantalones de seda recamada de plata, apoyó el mentón
en el puente de las manos entrelazadas. Reflexionó un instante:
–Hace
mucho tiempo que me persigues. ¿Qué puedo hacer yo por ti?
–¡Hacer
por mí!…
–Naturalmente.
Tu hermano ha muerto de muerte que se dio con sus propias manos, y tú me persigues
queriéndote cobrar con mi vida. ¿Qué calidad de hombre eres tú?
Rahutia
hablaba sin cólera, con la triste lentitud de una mujer que ha presenciado demasiados
sucesos para ignorar que el Destino los resuelve casi siempre de un modo inesperado
y en un minuto muy breve.
El
hermano de El Mokri estalló:
–Yo
soy un señor y tú eres una hiena de sepulcros. ¿Cómo te permites hablarme en ese
tono? No estoy aquí para cambiar contigo palabras inútiles. He venido a cobrarme
con tu vida la vida de mi noble hermano.
Una
ola de sangre subió hasta las sienes de Rahutia. Dominó su cólera, y dijo:
–Haz
salir a ese esclavo, y te diré muchas cosas.
El
joven vaciló. Rahutia sonrió:
–Tienes
miedo de una bailarina.
El
joven hizo una señal al negro, y el aguatero salió con su alfombra y su espada.
–¿Qué
tienes que decirme?
Rahutia
se levantó y fue a sentarse junto a su enemigo. El capuchón de su capa blanca se
le había caído sobre la espalda, y su cabello enmarcaba con finas ondas su rostro
largo y fino, encendido por una llama de madura gravedad. Con firmeza puso la mano
sobre la espalda del joven:
–Yo
no lo empujé a la muerte a tu hermano. Tu hermano traicionaba por igual al Califa
y al Sultán. Tu hermano me encontró cuando el hacha del verdugo estaba muy cerca
de su cabeza. Se comunicaba con Alí, el negro de Taza, agente de Abd-el-Krim. Quería
huir del Magrebh y llevarme consigo. Yo no le amaba… ¿Por qué iba a seguir a un
hombre que ya estaba muerto? Tu hermano se había enredado con extranjeros terribles.
Tu padre lo supo, y antes que el Califa le cubriese de vergüenza, vino a Fez y visitó
a El Mokri, amenazándole matarle con sus propias manos si él no lo hacía. Y cuando
tu hermano, borracho de kif, se ahorcó en mi casa, todos los lavadores de escudillas
de Fez dijeron: “La culpable es Rahutia”.
El
joven reflexionó:
–Tus
palabras son graves e increíbles. ¿Qué pruebas tienes? Mi padre ha muerto. Mi hermano
también. Los franceses han fusilado al negro Alí. ¿Cómo creerte?
Rahutia
frunció el ceño.
–Yo
ignoraba, cuando venía hacia aquí, que encontraría al enemigo de mi vida.
Hablaba,
pero sus manos continuaban jugando con las ajorcas de oro.
El
hermano de El Mokri se sintió afectado por esa calma. La bailarina le dominaba a
su pesar con aquella infinita serenidad.
–Estás
mintiendo.
–Mírame
a los ojos.
El
hombre apartó los ojos de un versículo que en oro culebreaba en el tapiz, y los
fijó en la mujer.
Aquel
rostro largo, fino, que había besado apasionadamente su hermano lo perturbaba. ¿Mentiría
ella o no?… Iría a caer entre sus garras. Lo atraía. A través de la tela de su chilaba
sentía que la temperatura de aquella mano tan ardiente se iba filtrando a lo largo
de su ser como un filtro de aborrecida y ansiadísima debilidad.
Apelando
a su voluntad, estranguló la ola de emoción que se le subía a los ojos, y, entristecido,
fatigadísimo, habló como a través de un sueño, con palabras muy pesadas:
–Que
Alá me condene si eres inocente…
Rahutia
comprendió que no debía esperar más, y una ajorca de oro cayó de su mano y rodó
por el esterillado. El hombre se levantó y corrió hasta la ajorca, se la entregó
a la bailarina, y Rahutia, más angustiada que nunca, bajó la voz:
–Te
diré algo terrible. Algo que te convencerá. Tu hermana puede dar testimonio.
Y
su cabeza se inclinó hacia el oído de su enemigo, que también acercó la cabeza a
los labios de la bailarina.
El
brazo de la mujer cortó el aire como la correa de un látigo, y el mozo tuvo en el
corazón la sensación de la cornada de un becerro. El puñal de Rahutia se había clavado
en su pecho, quiso gritar, pero únicamente pudo morder la palma de aquella mano
ardiente y perfumada que le amordazaba. Y mientras las sombras de la muerte llenaban
sus ojos, alcanzó a escuchar aún aquella dulce voz femenina que le decía:
–Te
he dicho la verdad… toda la verdad…
El
cuerpo del moribundo se desplomó sobre los cojines, y Rahutia retiró su mano ensangrentada
por la cruel mordedura. Miró en derredor.
Levantó
una cortinilla y entró a una pequeña habitación donde había un operario dormido.
De allí pasó al jardín: una escalerilla de ladrillo, sin pasamano, conducía a la
casa de Gannan, el platero. Las estrellas lucían como faroles en el alto cielo;
las palmeras recortaban el espacio semejante a fatigados abanicos.
Rahutia
corría a través de las terrazas como un fantasma; las mujeres de otros harenes la
veían pasar, pero con esa solidaridad cómplice que liga a todas las musulmanas,
fingían no verla…
Finalmente
llegó a un jardín cuyos “parterres” desbordaban sobre las antiguas murallas, saltó
un parapeto, bajó por una escalerilla, pasó frente a un soldado español, y se encontró
en la calle negra que conduce a los montes. Con rápido paso se internó en la sombra
de África.
Y
así fue como Rahutia, la bailarina, desapareció de Tetuán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario