lunes, 27 de noviembre de 2023

El lazo

Silvina Ocampo

 

Era anciana, había que respetarla por su edad; era distinguida, de facciones regulares, había que admirar la belleza que había conservado; comía mucho, había que alabar la lozanía de su salud; se interesaba por la vida de los otros, sabía vida y milagros de todas las personas que apenas conocía, había que creer en su alma caritativa; era rica, había que servirla y aprovechar de las ventajas de su situación económica; era trabajadora, había que reconocer las virtudes de su espíritu, ya que no obligada por la necesidad trabajaba. Se llamaba Valentina Shelder.

En este relato, porque soy honesta, resaltarán mis defectos y las virtudes de Valentina Shelder. Todo esto forma parte del vasto plan agresivo de Valentina Shelder. Haber aniquilado, también, la parte simpática o generosa de mi ser, haberme transformado en un monstruo, y haberse ella salvado ante la opinión pública, que en suma era lo único que le preocupaba, dependía de su habilidad. Tardé en advertir sus intenciones, porque era astuta y disimulaba todos sus sentimientos. Parecía feliz, sobre todo cuando hablaba de temas indecentes, escatológicos o crueles. Conocía la biografía de todas las personas que frecuentaban el dispensario donde trabajábamos, las casas vecinas con sus porteros, la plaza a donde íbamos a tomar sol a veces, las tiendas donde comprábamos nuestra ropa de trabajo, el té y el café.

Cuando Valentina acababa de contar una historia de adulterio o de amor libertino, que terminaba mal, su risa estridente llenaba la sala. Me odiaba; su odio por mí era sólo comparable a mi odio por ella. Odio que se alimentaba de reyertas diarias, de palabras groseras, de miradas penetrantes como cuchillos que nos hendían el alma.

Los días de atmósfera limpia, cuando se aproximaba un aguacero, en el dispensario se oían los rugidos de las fieras del Jardín Zoológico. No sé por qué me serenaba oírlas. Tal vez pensaba en lo que yo hubiera hecho con Valentina Shelder si yo hubiera sido una fiera suelta o si por algún milagro Valentina Shelder se hubiera encontrado encerrada conmigo en una jaula.

Valentina Shelder gozaba de un rudimentario placer: inspirarme sentimientos criminales que contrariaban mis ideas religiosas; por eso, adivinando el motivo inquietante de mi serenidad, también ella sonreía cuando rugían las fieras.

Ella sabía que se acercaba el día de su venganza: era la parte primordial de nuestra vida, y el resto una puerilidad.

Si ahora tuviera que enumerar los pormenores de nuestras peleas, tal vez no podría. Muchos versaban sobre remedios, muchos sobre alimentos, muchos sobre animales domésticos, insecticidas, y vestimentas adecuadas al tiempo y a las edades, muchos al modo de clavar la aguja de inyecciones (si directamente con la aguja o con el émbolo ajustado a la aguja); muchos sobre higiene mental y moral. A veces me quedaba ronca sin haberle hablado, a fuerza de gritar mentalmente, otras veces quedaba con un brazo lastimado por los golpes imaginarios que yo le asestaba en medio de una discusión acalorada. Yo me desfiguraba. Ella naturalmente envejecía con esa falsa distinción que la caracterizaba.

Cada nuevo insulto que yo le propinaba proyectaba en ella una luz que resplandecía en su semblante.

–Lengua larga. Mula. Yegua. Cretina. Degenerada. Infeliz –no despreciaba ninguna palabra vulgar para lanzársela a la cara, como una piedra–. Ella recibía todo con sonrisas. Luego, para vituperarme, para calumniarme, el veneno de los chismes como el rocío caía de sus labios. A veces, ante cualquiera que la escuchara despotricar contra mí, parecía una enamorada. Para aguzar mi deseo de venganza, ella no desdeñaba ninguna traición. Ante quien quisiera oírla me acusaba de inmoralidad, de perversión, de latrocinio, de mendacidad, de crueldad. Si, por orden médica, yo abrigaba a un enfermo, ella lo desabrigaba aunque lo matara. Si yo le daba jugos de frutas, decía que eran un veneno. Si yo hablaba a un moribundo, tratando de reconfortarlo con palabras de esperanza, decía que eso le subía la fiebre. Los médicos la escuchaban y llegaron, sin decírmelo abiertamente, a mirarme con desconfianza.

Yo sola era el blanco de su agresividad, y esto sucedía casi todo el tiempo; se colocaba en lugares estratégicos, por ejemplo en el borde de una ventana sin baranda, que daba al patio interior del establecimiento, o subida sobre una escalera de mano, alta y enclenque, para cambiar la bombilla de una araña o dando la espalda a un calentador Primus, a punto de estallar, o trepada a una mesa frágil, que apenas la sostenía, para acomodar una cortina de lona, que pesaba un quintal. De un empujón yo hubiera podido en un instante ultimarla o dejarla tullida para el resto de su existencia.

Le gustaban los espectáculos crueles, le gustaba mi cara de espanto.

Un día salimos solas a comprar ropa blanca para el personal del dispensario. A corta distancia de la tienda vimos un automóvil deshecho, que había chocado contra una pared. Valentina quiso mirarlo de cerca. Tuve que acompañarla. Abrió la puerta del automóvil, buscó manchas de sangre. Cuando las encontró quedó satisfecha. Otro día quiso ver el departamento donde una pareja de amantes había muerto asfixiada por un escape de gas del calefón. Para verlo, pedimos permiso al portero, que nos creyó locas. Como un guía, nos mostró el lugar, contándonos la historia macabra.

El médico, Samuel Sical, el jefe de nuestra sala, nos apreciaba tanto a una como a otra, pero Valentina Shelder no lo admitía.

Samuel Sical cuidaba a sus enfermos con ejemplar devoción. Los auscultaba con minuciosidad. Salvó vidas, pero en una oportunidad no tuvo suerte. El enfermo, que no tenía una enfermedad del otro mundo, se quejaba por demás. Samuel Sical pensó que estaba grave y un día lo auscultó más minuciosamente que de costumbre. Anunció a sus colegas, que rodeaban la cama, que el enfermo estaba fuera de peligro. El hombre parecía restablecido porque no se quejaba; pero estaba muerto.

Samuel Sical, desprestigiado desde aquel día, parecía un alma en pena. Por él nos peleamos con Valentina Shelder. Acabábamos de tomar el desayuno. Los instrumentos de cirugía estaban cerca. El bisturí brillaba cuando me dijo que yo defendía a Samuel Sical porque era mi amante. Agregó: “Por mirarte, dejó morir al enfermo”. Tomé el bisturí, al oír su risa estridente, y me abalancé sobre ella, apuntando a su cuello. Cayó y mientras corría la sangre, que salpicaba mi delantal, su risa persistía. Muerta, su voz furiosamente alegre continuaba resonando por las salas y corredores del dispensario.

 

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