Juan Villoro
No
sé cómo pudo haber una época en la que nos gustaba pasar las vacaciones siempre
en el mismo sitio. Es más: todo el sentido del viaje estaba en su carácter
reiterativo. Había que ver si José Luis seguía siendo el mejor en turista.
Había que cerciorarse de que ningún advenedizo hubiera comprado un lote en el
fraccionamiento. Éramos una sociedad cerrada en torno a los meses de sol, las
visitas al lago, las fogatas y el parkasé. De habernos frecuentado en la
ciudad, las mamás hubieran perdido la sorpresa de ver qué alto estaba Juanito y
los padres el gusto de criticar un año acumulado de desastrosa administración gubernamental.
Pero esta historia no trata, por fortuna, de las insulsas tardeadas donde los
malvaviscos chirriaban sobre las brasas. Sólo hay un personaje memorable de
aquel grupo en el que los grandes necesitaban cuatro horas para pescar
una trucha y los chicos se divertían pellizcándose las tetillas hasta
que la víctima en turno recordaba cinco marcas de cigarros: Georgina.
Nos
tardamos bastante en conocerla. Para llegar a su casa había que bordear el
lago, atravesar las colinas que aun en verano se mantenían frescas, pobladas
del bosque más denso que habíamos visto (bajo su sombra teníamos la misteriosa
impresión de estar cerca de Suiza), hasta encontrar un fraccionamiento con
campo de golf, lago artificial, alberca con agua templada y un bar donde los
papás se quejaban de que el whiskey les salía carísimo.
La
casa de Georgina era una cruza entre un chalet alpino y una sucursal bancaria:
enormes vidrios polarizados bajo el techo de dos aguas. En el jardín había una
mesa circular y oxidada. Sólo las caballerizas eran acogedoras, seis puertas
pintadas de verde oscuro y rematadas por óvalos blancos donde una mano hábil
había escrito los nombres de los caballos. Nos gustaba insolarnos entre las
casas de lujo, merodear toda la tarde por aquel campo sin sombras, hasta que
una vez Julito Ibarra recibió un pelotazo y se desmayó tres días.
No
recuerdo el momento exacto en que Georgina se presentó en nuestro fraccionamiento.
De pronto estaba ahí, a bordo de un musculoso caballo palomino. Siempre me
gustó el color de ese caballo, casi tan claro como la camioneta color helado de
vainilla en la que la mamá de Georgina iba al pueblo.
Georgina
no era rubia. Tenía un pelo castaño que al recibir el sol se fundía en dorados
resplandores. Sus ojos, naturalmente, eran color ámbar.
En
la carretera al pueblo me divertía contando las cajas de madera de los
apicultores. La miel de abeja no sólo era la blanda corona de los hot cakes de
los domingos, sino también mi primer contacto con una incierta poesía. Pensar
en la miel era pensar en los ojos de Georgina. Y también en la muerte: ¿cómo hacían
las abejas para sacar a sus obreras hundidas en la miel?, me parecía imposible
que el trabajo siguiera como si nada, la vida recreándose insaciable sobre un
empalagoso cementerio. La aberración de las celdas de cera me hacía volver a
los ojos que también transformaron a José Luis, Beto y Julito en poetas líricos
de temporada.
Lo
único extraño en Georgina, lo que la hacía sospechosa, era su falta de
arrogancia. Me parecía estúpido que aceptara jugar a las vencidas o a los
caballazos.
Por
supuesto: los veranos se convirtieron en la evolución de la belleza de Georgina.
Hubo uno en el que lo único verdaderamente de vida o muerte fue jugar a las
preguntas indiscretas. Georgina le preguntó a Diana si ya le había bajado y a
Beto si se hacía la chaqueta. Cuando alguien le preguntó con cuál de nosotros
se casaría, ella me señaló a mí (aclaro que mi único triunfo es consignarlo dos
décadas después). Me le declaré tres días seguidos. Me contestó que no tenía
caso ser novios diez años antes de la boda.
Al
verano siguiente Julio trajo una substancia de propiedades afrodisíacas. Me
dijo que se llamaba yombina y costaba cincuenta pesos. Más trabajo me
costó ponerla en el vaso del koool-aid de Georgina. Como siempre, ella
estuvo muy alegre, pero en modo alguno se “derritió en mis brazos”, según
prometió Julito.
Apenas
se popularizó mi fracaso, Georgina volvió a ser un cuerpo colectivo. Beto
fingía bucear en la alberca y le rozaba las nalgas. José Luis le pedía que le
diera una vuelta en el caballo y aventuraba las manos más allá de la cintura. Ella
hacía preguntas progresivamente indiscretas. Cuando nadábamos me fijaba en los
movimientos de las mujeres al salir de la alberca, estirando sus trajes de baño
para ocultar la raya del sexo. Georgina salía de la alberca sin más. La mágica
hendidura seguía ahí, rodeada de gotas de agua.
En
comparación con Georgina, que podía ir y venir según su antojo, yo era una
princesa medieval. Mis papás se preocupaban de que me fuera a jorobar (me
prohibían andar en bicicleta y me obligaban a caminar diez minutos diarios con
una Biblia en la cabeza), me hacían tomar multivitaminas y calcio en polvo, me
llevaban al ortodoncista a ver si no necesitaba una operación del frenillo. Sus
papás, en cambio, tenían la virtud de casi no existir. La mamá era una mujer de
una belleza marchita que parecía la abuela bien conservada de Georgina. Nos
daba diez pesos por ayudarla a llenar de canastas y bolsas de legumbres su
camioneta color helado de vainilla.
Cuando
Georgina cambió de caballo, el padre entró en escena. Se acababa de retirar de
los negocios y había recuperado su pasión de juventud: después de años casi
ausente de la familia llegaba al comando de un encabritado alazán. Hasta
entonces habíamos visto a Georgina trotar sin prisa en su palomino, conducirlo
con destreza por los vericuetos del bosque y los meandros que iban a dar al
lago. El nuevo caballo tenía un eléctrico nerviosismo. Georgina corría
innecesariamente con él, lo llevaba a galope por laderas en las que siempre
parecía a punto de despeñarse. Las piedras caían sobre nosotros, le gritábamos,
los brazos sobre la cara para protegernos de la granizada. Atrás, en el caballo
rojizo, iba su papá, gritando “¡así, así!” con tal pasión que dejábamos de
llamar a Georgina.
En
las mañanas se la pasaba saltando obstáculos en el club. En las tardes iba a
vernos un rato, los pómulos aún encendidos por el sol de la mañana, algunas
briznas de yerba en el pelo. Se despedía temprano porque tenía que entrenar al
día siguiente.
En
una ocasión nos encontramos a su papá en la plaza del pueblo. Aun a pie tenía
los ojos entrecerrados de quien va a todo galope. Parecía esperar a alguien. Se
pegaba nerviosamente con un fuete en sus botas de montar.
Me
costó trabajo acostumbrarme a una Georgina sin el palomino. Cada vez que veía
una heladería en la ciudad de México me acordaba de su teoría de que el
palomino podía distinguir los sabores de los helados. A partir de su severo
entrenamiento pasé a otra asociación urbana de Georgina. Frente a nuestra casa
había un pegaso de neón. Debo aclarar las coordenadas: como todo en la ciudad
de México, ese paisaje ha sido acuchillado en tal forma que resulta más fácil
reconocer las cicatrices que las facciones originales. Me niego a dar un nombre
propio que no evoca nada. Prefiero describir la antigua plaza, llena de
palmeras y atravesada por tranvías. Un solo anuncio luminoso preside el
escenario: el pegaso a veces azul, a veces rojo de una marca de aceites. Las
alas vacilantes, los cascos empeñados en saltar rumbo al cielo sin estrellas de
las ciudades, sintetizaban la imagen que me produjo el caballo de Georgina. El
bronco emblema de la combustión me tenía cautivo horas y horas. A veces me
levantaba de madrugada sólo para ver al caballo brillar en su angustiosa,
intermitente, subida al cielo.
La
entrega de Georgina a la equitación era tan total que me pareció irrelevante
que ganara un campeonato juvenil.
El
adiestramiento la separó para siempre de un mundo en el que las tareas
disciplinarias se reducían a caminar diez minutos con una Biblia en la cabeza (en
ocasiones los cuidados eran más violentos que los castigos: Beto se cortó con
un machete y a todos nos vacunaron contra el tétanos). Además, hubo un
acontecimiento que puso doble llave al exilio de Georgina: se hizo novia de
José Luis, olvidando sus preferencias anteriores.
Beto,
Julito y yo descubrimos innombrables defectos en José Luis. Nos negamos a
escuchar sus lances. Bastante lo envidiábamos cuando ella le lamía la oreja. Después
de que se acostó con ella y supo que no era virgen sentimos una utópica
igualdad y le volvimos a hablar.
La
vida seguía traicioneramente su curso entre las vacaciones. José Luis fue
burlado por la existencia citadina de su novia y me alegré tanto como si el
galán urbano fuera yo, el eterno escrutador del pegaso de neón.
Georgina
interrumpió sus vacaciones para participar en un dual meet en Estados
Unidos. José Luis se peleó con ella al poco tiempo. No sé cómo me enteré de
esta noticia, pues sólo volví al pueblo varios años más tarde.
Para
entonces ya estaba convencido de que el parkasé no era el centro del universo. Pasé
al menos tres veranos seguidos en la ciudad y mis papás hicieron acopio de su
lógica binaria: ellos se preocuparon siempre por mi calcio (si estaba jorobado
era a pesar de sus cuidados): yo era un ingrato. La vida se aficionó al
futbol americano en mi familia. Con frecuencia me sentí como un corredor que
recibe el balón en tercero y diez y tiene que atravesar la línea de
golpeo de los Acereros de Pittsburgh. Cuando mis papás olieron algo que no
sabían si era mariguana o cigarros Carmelitas, recurrí a una patada de despeje:
acepté volver al pueblo y fingí que aún me divertía jugando adivínalo con
mímica.
Desconozco
el efecto que la pérdida de mi pegaso puede tener en una mente que no ha estado
presidida por los signos de neón. Un día antes de salir de vacaciones, el
vibrante emblema del aceite bajó en trozos fundidos. Tres horas de andamios
bastaron para convertirlo en un montón de vidrios y chatarra. Sé que hay
hombres favorecidos por las premoniciones. Está claro que no soy uno de ellos. La
bestia fulminada sólo me produjo una depresión elemental. Tuve que contemplar
un nuevo animal incandescente para recuperar aquel episodio casi olvidado. Un
centauro arde frente a mi ventana, convirtiendo mis hojas en rebanadas
mercuriales.
El
fraccionamiento cambió mucho en unos años. Las casas estilo colonial se
sucedían unas a otras. En el pueblo había una discoteca con alfombra morada y
meseros vestidos como invasores espaciales. Nuestra Suiza particular fue
convertida en un fraccionamiento digno de su nombre: Villa Comanche.
Ese
verano, José Luis también se vio forzado a vacacionar en el pueblo. Usaba
lentes oscuros y un tímido bigote. Al calor de una botella de ron recordamos
los aburridísimos tiempos pasados. Sentimos la solidaridad que da vomitar
juntos en un bosque oscuro. Él no sabía nada de Georgina.
Decidí
ir a su casa. También en el club de golf había cambios. Los caddies
manejaban sus coches sobre el prado en un tráfico casi urbano.
La
encontré en la terraza. La antigua mesa oxidada tenía un mantel de flores, una
jarra con agua de naranja, un vaso a medio llenar. Georgina leía un libro
demasiado grueso. Se volvió hacia mí y sentí al instante la poderosa atracción
de sus ojos. Me pareció absurdo ausentarme tanto tiempo. Sin embargo, ella
quiso liquidar mi admiración de una vez por todas: se puso de pie, apoyándose
en una muleta que tenía junto a la silla y para mí había pasado inadvertida, y
caminó a mi encuentro, moviendo la cadera en forma atroz. Su brazo derecho se
había fortalecido por el uso de la muleta y su pierna izquierda tenía un
aspecto inerte.
La
mesa en el jardín, un objeto sedentario ninguneado en esa familia de nómadas,
era el nuevo centro del mundo de Georgina. Cuando nos sentamos pensé que sólo
cruzaríamos algunas desafortunadas frases. Pero Georgina estaba de muy buen
humor. Habló sin parar y al cabo de un rato me pude enterar de la catástrofe
con la calma de quien escucha la relación de un crucero en el Caribe. En sus
labios, el fallido salto de caballo se convirtió en tragedia menor (“de chiripa
no me maté” y otros optimismos que sonaban casi auténticos). Aún vivía bajo el
signo de la caída (estaba a punto de ser operada por cuarta vez), pero el
accidente era ya un lejano punto de su memoria.
A
partir de entonces nos vimos casi todos los días. Hice bromas acerca de nuestra
fecha de matrimonio que estaba por llegar. Ella fingió no acordarse (a fin de
cuentas soy yo quien reconstruye la historia: me niego a aceptar este cabo
suelto). Fuimos a remar y por poco vuelca la lancha con sus trastabilleos. Jamás
le escuché un reproche. Llevaba su desgracia con la misma desaprensión con que
antes indagaba el onanismo de Beto. Si una vez me impresionó la gratuita ronda
de la vida y de la muerte en los panales de las abejas, ahora no entendía la
naturalidad con la que Georgina aceptaba su vida a medias.
A
veces salíamos a caminar muy temprano y veíamos a su papá galopando
frenéticamente a la distancia. Georgina hablaba con tristeza de no poderle dar
los trofeos que él habría querido.
Una
mañana José Luis llegó a la casa sin sus lentes oscuros. Aún tenía puesta la
camisa de la piyama. Me dijo que habían encontrado muerto al papá de Georgina.
Un alambre, tendido entre dos árboles, lo había decapitado.
Cuando
llegamos al lugar, la policía ya había retirado el alambre, pero pudimos ver
las huellas en los árboles. El bosque era muy tupido en esa zona: la oscuridad
debía ser casi total a eso de las cinco de la mañana.
El
papá de Georgina dejó dicho que lo enterraran en el jardín de su casa. La
ceremonia fue sencilla. Georgina se veía bien de negro. Lloró como ella siempre
lo había hecho, en silencio y sin excesivas muecas, como si la filmaran para
una escena triste pero hermosa.
La
policía descubrió que el alambre era común y corriente y no encontró pistas ni
rastros sospechosos. Quizá fuera otro el destinatario de la trampa, quizá se
tratara de una maldad difusa, contra el primero que pasara por ahí.
Las
vacaciones llegaban a su fin. Georgina se tardó en recuperar el ánimo. La
veíamos caminar sin ritmo por algún camino. Nos saludaba a la distancia,
vestida de negro.
La
última vez que la vi, José Luis y yo jugábamos volibol. La pelota se nos escapó
y rodó por una pendiente hasta llegar a los pies de Georgina. Se agachó a
recogerla con mayor soltura de la que la creía capaz. Sopesó la bola entre sus
manos y por unos segundos la sostuvo a la altura de la cara. Cuando la dejó
pude ver una sonrisa rápida y fría que no iba dirigida a mí, una sonrisa hacia
adentro, el breve tic con el que celebraba el salto de un obstáculo.
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