lunes, 20 de noviembre de 2023

Pegaso de neón

Juan Villoro

 

No sé cómo pudo haber una época en la que nos gustaba pasar las vacaciones siempre en el mismo sitio. Es más: todo el sentido del viaje estaba en su carácter reiterativo. Había que ver si José Luis seguía siendo el mejor en turista. Había que cerciorarse de que ningún advenedizo hubiera comprado un lote en el fraccionamiento. Éramos una sociedad cerrada en torno a los meses de sol, las visitas al lago, las fogatas y el parkasé. De habernos frecuentado en la ciudad, las mamás hubieran perdido la sorpresa de ver qué alto estaba Juanito y los padres el gusto de criticar un año acumulado de desastrosa administración gubernamental. Pero esta historia no trata, por fortuna, de las insulsas tardeadas donde los malvaviscos chirriaban sobre las brasas. Sólo hay un personaje memorable de aquel grupo en el que los grandes necesitaban cuatro horas para pescar una trucha y los chicos se divertían pellizcándose las tetillas hasta que la víctima en turno recordaba cinco marcas de cigarros: Georgina.

Nos tardamos bastante en conocerla. Para llegar a su casa había que bordear el lago, atravesar las colinas que aun en verano se mantenían frescas, pobladas del bosque más denso que habíamos visto (bajo su sombra teníamos la misteriosa impresión de estar cerca de Suiza), hasta encontrar un fraccionamiento con campo de golf, lago artificial, alberca con agua templada y un bar donde los papás se quejaban de que el whiskey les salía carísimo.

La casa de Georgina era una cruza entre un chalet alpino y una sucursal bancaria: enormes vidrios polarizados bajo el techo de dos aguas. En el jardín había una mesa circular y oxidada. Sólo las caballerizas eran acogedoras, seis puertas pintadas de verde oscuro y rematadas por óvalos blancos donde una mano hábil había escrito los nombres de los caballos. Nos gustaba insolarnos entre las casas de lujo, merodear toda la tarde por aquel campo sin sombras, hasta que una vez Julito Ibarra recibió un pelotazo y se desmayó tres días.

No recuerdo el momento exacto en que Georgina se presentó en nuestro fraccionamiento. De pronto estaba ahí, a bordo de un musculoso caballo palomino. Siempre me gustó el color de ese caballo, casi tan claro como la camioneta color helado de vainilla en la que la mamá de Georgina iba al pueblo.

Georgina no era rubia. Tenía un pelo castaño que al recibir el sol se fundía en dorados resplandores. Sus ojos, naturalmente, eran color ámbar.

En la carretera al pueblo me divertía contando las cajas de madera de los apicultores. La miel de abeja no sólo era la blanda corona de los hot cakes de los domingos, sino también mi primer contacto con una incierta poesía. Pensar en la miel era pensar en los ojos de Georgina. Y también en la muerte: ¿cómo hacían las abejas para sacar a sus obreras hundidas en la miel?, me parecía imposible que el trabajo siguiera como si nada, la vida recreándose insaciable sobre un empalagoso cementerio. La aberración de las celdas de cera me hacía volver a los ojos que también transformaron a José Luis, Beto y Julito en poetas líricos de temporada.

Lo único extraño en Georgina, lo que la hacía sospechosa, era su falta de arrogancia. Me parecía estúpido que aceptara jugar a las vencidas o a los caballazos.

Por supuesto: los veranos se convirtieron en la evolución de la belleza de Georgina. Hubo uno en el que lo único verdaderamente de vida o muerte fue jugar a las preguntas indiscretas. Georgina le preguntó a Diana si ya le había bajado y a Beto si se hacía la chaqueta. Cuando alguien le preguntó con cuál de nosotros se casaría, ella me señaló a mí (aclaro que mi único triunfo es consignarlo dos décadas después). Me le declaré tres días seguidos. Me contestó que no tenía caso ser novios diez años antes de la boda.

Al verano siguiente Julio trajo una substancia de propiedades afrodisíacas. Me dijo que se llamaba yombina y costaba cincuenta pesos. Más trabajo me costó ponerla en el vaso del koool-aid de Georgina. Como siempre, ella estuvo muy alegre, pero en modo alguno se “derritió en mis brazos”, según prometió Julito.

Apenas se popularizó mi fracaso, Georgina volvió a ser un cuerpo colectivo. Beto fingía bucear en la alberca y le rozaba las nalgas. José Luis le pedía que le diera una vuelta en el caballo y aventuraba las manos más allá de la cintura. Ella hacía preguntas progresivamente indiscretas. Cuando nadábamos me fijaba en los movimientos de las mujeres al salir de la alberca, estirando sus trajes de baño para ocultar la raya del sexo. Georgina salía de la alberca sin más. La mágica hendidura seguía ahí, rodeada de gotas de agua.

En comparación con Georgina, que podía ir y venir según su antojo, yo era una princesa medieval. Mis papás se preocupaban de que me fuera a jorobar (me prohibían andar en bicicleta y me obligaban a caminar diez minutos diarios con una Biblia en la cabeza), me hacían tomar multivitaminas y calcio en polvo, me llevaban al ortodoncista a ver si no necesitaba una operación del frenillo. Sus papás, en cambio, tenían la virtud de casi no existir. La mamá era una mujer de una belleza marchita que parecía la abuela bien conservada de Georgina. Nos daba diez pesos por ayudarla a llenar de canastas y bolsas de legumbres su camioneta color helado de vainilla.

Cuando Georgina cambió de caballo, el padre entró en escena. Se acababa de retirar de los negocios y había recuperado su pasión de juventud: después de años casi ausente de la familia llegaba al comando de un encabritado alazán. Hasta entonces habíamos visto a Georgina trotar sin prisa en su palomino, conducirlo con destreza por los vericuetos del bosque y los meandros que iban a dar al lago. El nuevo caballo tenía un eléctrico nerviosismo. Georgina corría innecesariamente con él, lo llevaba a galope por laderas en las que siempre parecía a punto de despeñarse. Las piedras caían sobre nosotros, le gritábamos, los brazos sobre la cara para protegernos de la granizada. Atrás, en el caballo rojizo, iba su papá, gritando “¡así, así!” con tal pasión que dejábamos de llamar a Georgina.

En las mañanas se la pasaba saltando obstáculos en el club. En las tardes iba a vernos un rato, los pómulos aún encendidos por el sol de la mañana, algunas briznas de yerba en el pelo. Se despedía temprano porque tenía que entrenar al día siguiente.

En una ocasión nos encontramos a su papá en la plaza del pueblo. Aun a pie tenía los ojos entrecerrados de quien va a todo galope. Parecía esperar a alguien. Se pegaba nerviosamente con un fuete en sus botas de montar.

Me costó trabajo acostumbrarme a una Georgina sin el palomino. Cada vez que veía una heladería en la ciudad de México me acordaba de su teoría de que el palomino podía distinguir los sabores de los helados. A partir de su severo entrenamiento pasé a otra asociación urbana de Georgina. Frente a nuestra casa había un pegaso de neón. Debo aclarar las coordenadas: como todo en la ciudad de México, ese paisaje ha sido acuchillado en tal forma que resulta más fácil reconocer las cicatrices que las facciones originales. Me niego a dar un nombre propio que no evoca nada. Prefiero describir la antigua plaza, llena de palmeras y atravesada por tranvías. Un solo anuncio luminoso preside el escenario: el pegaso a veces azul, a veces rojo de una marca de aceites. Las alas vacilantes, los cascos empeñados en saltar rumbo al cielo sin estrellas de las ciudades, sintetizaban la imagen que me produjo el caballo de Georgina. El bronco emblema de la combustión me tenía cautivo horas y horas. A veces me levantaba de madrugada sólo para ver al caballo brillar en su angustiosa, intermitente, subida al cielo.

La entrega de Georgina a la equitación era tan total que me pareció irrelevante que ganara un campeonato juvenil.

El adiestramiento la separó para siempre de un mundo en el que las tareas disciplinarias se reducían a caminar diez minutos con una Biblia en la cabeza (en ocasiones los cuidados eran más violentos que los castigos: Beto se cortó con un machete y a todos nos vacunaron contra el tétanos). Además, hubo un acontecimiento que puso doble llave al exilio de Georgina: se hizo novia de José Luis, olvidando sus preferencias anteriores.

Beto, Julito y yo descubrimos innombrables defectos en José Luis. Nos negamos a escuchar sus lances. Bastante lo envidiábamos cuando ella le lamía la oreja. Después de que se acostó con ella y supo que no era virgen sentimos una utópica igualdad y le volvimos a hablar.

La vida seguía traicioneramente su curso entre las vacaciones. José Luis fue burlado por la existencia citadina de su novia y me alegré tanto como si el galán urbano fuera yo, el eterno escrutador del pegaso de neón.

Georgina interrumpió sus vacaciones para participar en un dual meet en Estados Unidos. José Luis se peleó con ella al poco tiempo. No sé cómo me enteré de esta noticia, pues sólo volví al pueblo varios años más tarde.

Para entonces ya estaba convencido de que el parkasé no era el centro del universo. Pasé al menos tres veranos seguidos en la ciudad y mis papás hicieron acopio de su lógica binaria: ellos se preocuparon siempre por mi calcio (si estaba jorobado era a pesar de sus cuidados): yo era un ingrato. La vida se aficionó al futbol americano en mi familia. Con frecuencia me sentí como un corredor que recibe el balón en tercero y diez y tiene que atravesar la línea de golpeo de los Acereros de Pittsburgh. Cuando mis papás olieron algo que no sabían si era mariguana o cigarros Carmelitas, recurrí a una patada de despeje: acepté volver al pueblo y fingí que aún me divertía jugando adivínalo con mímica.

Desconozco el efecto que la pérdida de mi pegaso puede tener en una mente que no ha estado presidida por los signos de neón. Un día antes de salir de vacaciones, el vibrante emblema del aceite bajó en trozos fundidos. Tres horas de andamios bastaron para convertirlo en un montón de vidrios y chatarra. Sé que hay hombres favorecidos por las premoniciones. Está claro que no soy uno de ellos. La bestia fulminada sólo me produjo una depresión elemental. Tuve que contemplar un nuevo animal incandescente para recuperar aquel episodio casi olvidado. Un centauro arde frente a mi ventana, convirtiendo mis hojas en rebanadas mercuriales.

El fraccionamiento cambió mucho en unos años. Las casas estilo colonial se sucedían unas a otras. En el pueblo había una discoteca con alfombra morada y meseros vestidos como invasores espaciales. Nuestra Suiza particular fue convertida en un fraccionamiento digno de su nombre: Villa Comanche.

Ese verano, José Luis también se vio forzado a vacacionar en el pueblo. Usaba lentes oscuros y un tímido bigote. Al calor de una botella de ron recordamos los aburridísimos tiempos pasados. Sentimos la solidaridad que da vomitar juntos en un bosque oscuro. Él no sabía nada de Georgina.

Decidí ir a su casa. También en el club de golf había cambios. Los caddies manejaban sus coches sobre el prado en un tráfico casi urbano.

La encontré en la terraza. La antigua mesa oxidada tenía un mantel de flores, una jarra con agua de naranja, un vaso a medio llenar. Georgina leía un libro demasiado grueso. Se volvió hacia mí y sentí al instante la poderosa atracción de sus ojos. Me pareció absurdo ausentarme tanto tiempo. Sin embargo, ella quiso liquidar mi admiración de una vez por todas: se puso de pie, apoyándose en una muleta que tenía junto a la silla y para mí había pasado inadvertida, y caminó a mi encuentro, moviendo la cadera en forma atroz. Su brazo derecho se había fortalecido por el uso de la muleta y su pierna izquierda tenía un aspecto inerte.

La mesa en el jardín, un objeto sedentario ninguneado en esa familia de nómadas, era el nuevo centro del mundo de Georgina. Cuando nos sentamos pensé que sólo cruzaríamos algunas desafortunadas frases. Pero Georgina estaba de muy buen humor. Habló sin parar y al cabo de un rato me pude enterar de la catástrofe con la calma de quien escucha la relación de un crucero en el Caribe. En sus labios, el fallido salto de caballo se convirtió en tragedia menor (“de chiripa no me maté” y otros optimismos que sonaban casi auténticos). Aún vivía bajo el signo de la caída (estaba a punto de ser operada por cuarta vez), pero el accidente era ya un lejano punto de su memoria.

A partir de entonces nos vimos casi todos los días. Hice bromas acerca de nuestra fecha de matrimonio que estaba por llegar. Ella fingió no acordarse (a fin de cuentas soy yo quien reconstruye la historia: me niego a aceptar este cabo suelto). Fuimos a remar y por poco vuelca la lancha con sus trastabilleos. Jamás le escuché un reproche. Llevaba su desgracia con la misma desaprensión con que antes indagaba el onanismo de Beto. Si una vez me impresionó la gratuita ronda de la vida y de la muerte en los panales de las abejas, ahora no entendía la naturalidad con la que Georgina aceptaba su vida a medias.

A veces salíamos a caminar muy temprano y veíamos a su papá galopando frenéticamente a la distancia. Georgina hablaba con tristeza de no poderle dar los trofeos que él habría querido.

Una mañana José Luis llegó a la casa sin sus lentes oscuros. Aún tenía puesta la camisa de la piyama. Me dijo que habían encontrado muerto al papá de Georgina. Un alambre, tendido entre dos árboles, lo había decapitado.

Cuando llegamos al lugar, la policía ya había retirado el alambre, pero pudimos ver las huellas en los árboles. El bosque era muy tupido en esa zona: la oscuridad debía ser casi total a eso de las cinco de la mañana.

El papá de Georgina dejó dicho que lo enterraran en el jardín de su casa. La ceremonia fue sencilla. Georgina se veía bien de negro. Lloró como ella siempre lo había hecho, en silencio y sin excesivas muecas, como si la filmaran para una escena triste pero hermosa.

La policía descubrió que el alambre era común y corriente y no encontró pistas ni rastros sospechosos. Quizá fuera otro el destinatario de la trampa, quizá se tratara de una maldad difusa, contra el primero que pasara por ahí.

Las vacaciones llegaban a su fin. Georgina se tardó en recuperar el ánimo. La veíamos caminar sin ritmo por algún camino. Nos saludaba a la distancia, vestida de negro.

La última vez que la vi, José Luis y yo jugábamos volibol. La pelota se nos escapó y rodó por una pendiente hasta llegar a los pies de Georgina. Se agachó a recogerla con mayor soltura de la que la creía capaz. Sopesó la bola entre sus manos y por unos segundos la sostuvo a la altura de la cara. Cuando la dejó pude ver una sonrisa rápida y fría que no iba dirigida a mí, una sonrisa hacia adentro, el breve tic con el que celebraba el salto de un obstáculo.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario