Roberto Arlt
No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias
que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries.
Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger
y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a
la magia.
Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara
su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada “La momia”, que una noche vimos
y comentamos con varios amigos.
Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y
de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible
historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos
que el argumento de “La momia” podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro,
les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber
asesinado a tiros a Nassin el Mago.
Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho
cargo del consulado de Tánger.
Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba
su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.
La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin
el Egipcio.
Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin,
y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado
de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido
por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro
del antro una transparente cortinilla de gasa roja.
Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus
compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba
con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas,
mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz,
lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su
voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar
estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita.
No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía
contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus
ojos.
Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me
hizo trabar relaciones.
Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba
a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima
de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente,
quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio
pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad,
porque cuando me marché “sentí” que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba
una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera
sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.
Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado
juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito
egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda
de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando,
como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza
de serpiente del egipcio.
Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una
exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la
multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle,
estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.
Era aquella una situación extraña. Antes de terminar
violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al
puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como
de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón,
la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus
manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no
un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:
–¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré
una curiosidad que os interesará extraordinariamente.
Le entregué las monedas que en justicia le correspondían
por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba
avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué
podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.
No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago
era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible,
avergonzador, torturante que se denomina “acción hipnótica”. No me convenía huir
de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de
cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar
la cita del egipcio y vencerlo, además.
No me quedaba duda:
Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo.
Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro
que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a
la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para
remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.
Impacientemente esperé durante todo el día que llegara
la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí
combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé
sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces
yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía
volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en
pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola
y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente
del egipcio.
A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil,
y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa,
me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero
de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron
mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco,
tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio
y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela,
y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes,
me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré
en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como
una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que
atendía la tienda de las hierbas medicinales.
Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices,
cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en
un cojín y comencé a esperar.
Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto
aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al
levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas.
Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada
fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle
la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos
una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio.
La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por
un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más
oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a
las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía
plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única
en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de
la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba
transmitiendo un deseo claro y concreto:
“Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde
hoy fue sepultada una jovencita.”
Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente
a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi
automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.
¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin?
¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían
de mí?
Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de
la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento
de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen
la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce
efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede
poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.
“Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde
hoy fue sepultada una jovencita.” ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión
nacida de mi desequilibrio?
Tendría la prueba muy pronto.
Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano.
Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque
el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el
domingo cristiano.
Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil en
la parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado
allí; aparté unas tablas y, tomando una maza y un cortafrío de mi cajón de herramientas,
comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo
sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en el
oído:
“Aquí”.
Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente.
Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol; dejé al descubierto un
ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no
me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán
por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente
a casa del egipcio.
Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:
–¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su
casa, de noche, un muerto dentro de su ataúd?
Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados,
¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en
su hogar con el cadáver del desconocido.
Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del
mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.
Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que
nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi
sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en
el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.
El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su
cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió
y la tapa saltó por los aires.
Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro
de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección
a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos,
con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.
No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su
espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que “casualmente” yo había robado
del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.
No me quedó ninguna duda:
El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había
ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché
mano al bolsillo, extraje la pistola, coloqué su cañón horizontalmente hacia la
nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su
cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.
Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino.
Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del
egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:
“Cerrada porque Nassin el Egipcio está de viaje”.
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