Daniel Mendoza
–¡Pum, pum, pum; jiá, jiá, jiá!
–¡Muchacho, mira quién toca!
–¡Ahiá, ahiá, ahiá!; ¿dónde están los blancos de aquí?
¿No hay quién choque al tranquero? ¡Ahí, ahí, ahí!
–¡Va!
–Ya tumbo la palisá, ¡huó, huó, huó!
–Pase usted adelante: ¿qué se le ofrece a usted?
–¿No bibe aquí el Dotor?
–Sí, señor; ¡pase usted adelante!
–Pero ¿por dónde choco? ¡Caramba! Mire usted que no
quiero perderme más.
–Por aquí, por aquí… Siga usted, ¡entre!
–Oh, mi Dotor, Dios me lo guar… ¡Candela!, ¿tuavía está
usted durmiendo cuando ya es hora de sestiar? ¡Arriba, arriba!
–¡Hola! ¿Palmarote por aquí? ¿Cuándo ha llegado usted?
–¡Cañafístola!, que tris no doi con su comedero. Dende
que apuntó el lusero, lo ando sabaniando por estos pedreguyales, y aquí caigo, ayí
levanto; acá me arrempujan, ayá me estrujan; y por onde quiera el frío, y la gente
y la buya; y los malojeros juio, juio, juio; y las carretas rruuu. ¡Caramba! ¿Cómo
diablos pueen ustedes bibir y entenderse en esta grisapa?
Así se anunció en mi casa, no ha muchas mañanas, el
personaje que voy a presentar a mis lectores. No será necesario decir que era un
llanero, tipo tan conocido en esta capital, que las pinceladas precedentes bastarían
a bosquejarlo; tipo original e interesante al propio tiempo; tipo, en fin, que difiere
esencialmente de los demás caracteres provinciales de aquesta nuestra pobre República.
Serían las ocho de la mañana todo lo más, y yo dormía
aún, o, con más propiedad, yacía aún en el lecho en ese estado de parálisis que
suspende el uso de nuestras facultades físicas y morales. Grata y deliciosa parálisis,
en que ni se duerme, ni se está despierto; en que los objetos se ven como al través
de un prisma y los sonidos se oyen como a una gran distancia; parálisis, de una
vez, que quisiéramos prolongar indefinidamente y de la que nos arrancamos por un
esfuerzo de decidida voluntad.
Bien se me alcanza, desde luego, que el escritor que
así describe esta situación se compromete a algo, porque parece que se declara abogado
de la pereza, echándose a cuestas, por añadidura, una grave responsabilidad higiénica.
Empero, yo protesto que no es mi ánimo comprometerme a nada. En la inconstancia
e inestabilidad de mi carácter, hoy aplaudo lo que tal vez mañana censure; ahora
saboreo las delicias de la cama, acaso más tarde escriba una filípica contra los
dormilones. ¿Y qué remedio lectores míos? Cada uno es como Dios lo ha hecho y a
veces un poquito peor, según decía Sancho. Lo que sí no puedo pasar sin someterlo
a mi férula, es el candoroso error en que incurren algunos cuando exclaman: “¡Oh,
qué grato es levantarse temprano!”. ¡Grave error gramatical, imperdonable confusión
de tiempos! Señores, será grato y muy grato HABERSE levantado, pero ¿levantarse,
Dios mío? ¿Puede haber maldito el placer en arrancarse el placer mismo de los labios?
Pasemos adelante, lectores míos, y no hablemos más de LEVANTAMIENTOS, que es plato
que indigesta en estos climas.
Palmarote acababa de llegar a esta melancólica capital,
adonde se había encaminado, no por capricho, ciertamente, sino a consecuencias de
no sé qué pecado cometido en junio último en la provincia del Guárico; y no menos
quería sino que yo le enderezase a esas notabilidades del poder o del favor. ¡Yo
precisamente, que no sé dónde paran las unas ni las otras! Pero, paciencia, me dije,
que ésta es una de las ventajas del tener paisanos, y después de rebullirme y desperezarme
lentamente, salté al fin de aquel lecho, sepulcro de mis gratos o desagradables
ensueños.
En tanto que Palmarote lo registraba todo con ávida
curiosidad, en tanto que comentaba las láminas de algunos libros y examinaba atentamente
los muebles, tocándolo todo con sus manos, como para salir de algún error o mejor
fijar una idea, en tanto, digo, hacía yo mi TOILETTE, que, de paso sea dicho, ni
es tan esmerada como la de un pisaverde, ni tan descuidada como la de un avaro.
Y a propósito, el vestido de Palmarote no dejaba de interesar por su originalidad.
Corto el calzón y estrecho, terminando a media pierna por unas piececillas colgantes
que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde toma su nombre;
la camisa curiosamente rizada, no abrochado el cuello, ajustada al cinto por una
banda tricolor, como el pabellón nacional, y cuyas faldas volaban libremente por
defuera; un rosario alrededor del cuello del GUARDACAMISA ostentaba sus grandes
cuentas de oro; desnudo el pie, y la cabeza, metida, por decirlo así, entre un pañuelo
de enormes listas rojas, soportaba un sombrero de castor de anchas alas.
Mirábame el llanero, no sin curiosidad, pasar de una
función a otra de TOILETTE y me abrumaba con repetidas preguntas.
–Y ese palito, Dotor, ¿qué significa?
–Es la escobilla de dientes, Palmarote: sirve para el
aseo de la dentadura.
–De moo que el que no tiene dientes… ¡probe mi bale
Alifonso!, ¡se quedó sin el palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
–Esa es una relojera: ahí se pone el reloj cuando no
lo lleva el individuo.
–¿Y la cabuyita negra?
–Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido
de cabellos de mujer! ¡Y se lleva así, mire usted!
–¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso.
¡Caramba!, que ya las mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor,
tiene usted que cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga.
Pero ¡qué malo es este espejo!
–Al contrario, Palmarote, tiene muy buena luz.
–Pues, ¿cómo me beo yo tan feo? ¡Jesú, qué espantamio!
–Porque ese espejo refleja fielmente las imágenes, amigo
mío.
–¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos,
dice que ya tiene sueño. ¿Y estos cueritos, Dotor, para qué son buenos?
–Esos son guantes, Palmarote: se llevan en las manos
de este modo, ¡mire usted!
–¡Caramba!, ¡cuántos aperos! ¿Sabe lo que se me ocurre,
Dotor? Si todo lo que ustedes emplean en tantos cachibaches, lo hubieran empleado
en nobiyas de primer parto, ¿cuántos beserros no jerrarían en este berano?
–Pero es menester, Palmarote, no ver la vida de sociedad
sólo por el lado de las invasiones que ella hace al bolsillo, sino también por el
de los goces que da en cambio.
–¡Oh!, mucho que se gosa aquí con el frío y con las
piedras y con la buya y dos riales por el sancocho y cuatro ramas de malojo por
dos riales y los marchantes con sus tiendas y los nobiyos a rial y medio y uno tan
corto y… Dotor, ¿usted necesita esta pistolita?, ¡qué bonita!
–No dejo de usarla algunas veces, Palmarote; pero eso
no es un inconveniente para que yo tenga el gusto de ofrecerla a usted: ¡tómela
usted!
–Dios le yebe al sielo, mi Dotor, aunque creo que ayá
no dentran los papeleros.
Aquí interrumpí yo la serie de preguntas de mi paisano
para ponerme a su disposición, estando ya en aptitud de salir de casa. Mis servicios,
le dije, se limitarán a dar a usted la dirección de esos señores, de quienes anda
usted tan solícito. Sin contestarme una palabra, sacó de su bolsillo un envoltorio
de hojas de tabaco (del detestable que se produce en el país), mordió una dosis
más que mediana que masticaba con entusiasmo, luego me ofreció para que yo mordiera
a continuación, lo rehusé desde luego, me protestó que su oferta era sincera, le
probé que mi negativa lo era también, y por último, yo adelante y él atrás (humildad
característica del llanero), salimos de casa y nos echamos a rodar por las inmensas
calles de esta capital.
En puridad de verdad, no andaba Palmarote escaso de
razón al quejarse del frío, acostumbrado, por otra parte, al calor sofocante de
las llanuras. La humedad de la atmósfera helaba las extremidades del cuerpo, por
lo cual tomamos la acera azotada entonces por el sol. Palmarote abría unos ojos
llenos de avidez y de curiosidad. Estamos en la calle del Comercio, le dije.
–¡Mire usted, Dotor!, con rasón yaman a esta suidá la
empoya de las letras: ¡mire cuántos letreros!
–El emporio de las letras, querrá usted decir.
–Lo mismo bale, Dotor, que yo no soi plumario. ¡Cuántos
letreros!, uno, dos, tres… ¡Caramba!, cada casa tiene el suyo. ¡Deletréeme aquél!
–“Pastelería nacional”.
–Eso si es berdá. Dotor: en cuanto a pasteleros, aquí
no reconosemos padrote, y para descubrir el pastel, también estamos solitos. ¡Lea
aquel otro, aquel del pabo!
–“Pavos y pichones para los parroquianos vivos y asados”.
–¡Jesú, y qué lástima les tengo a los parroquianos bibos!,
porque al fin ya los asados pasaron por la candela. ¡El de más ayá, Dotor!
–“Códigos nacionales para instrucción de los empleados
que se venden a precios cómodos”.
–¡Gran consuelo es ése para los probes, mi Dotor! Mire
aquel otro; pero apártese que lo tumba ese burro. (¡Vuelta burro, juío, juío, juío!)
–“Aquí se amuela casi de balde”.
–¡Caramba!, ya lo creo; pero buélbase a apartar, Dotor,
¡mire esa carreta! (¡Ese buei palomo, choooó! Marchantes, ¿compran carbones?) ¡Ah
lusero!, mire, Dotor, aqueya ojos negros, pelo negro… ésa. ¡Candela y qué buena
pata debe tener! ¡Mire cómo pisa en la piedra, ni se trompieza, ni pierde el golpe!
Tiene toas las condiciones.
–¡Sepamos, Palmarote, cuáles son esas condiciones!
–Ancas, pecho, siete cuartas, suabe de boca, y güen
mobimiento. ¿No correrá con la silla, Dotor?
–Pero entendámonos. Palmarote, ¿habla usted de mujeres
o de caballos?
–Pué entonce léame aquel otro letrero, que ya beo que
no nos vamos a entender. Y apártese que ahí ba una carreta con basura. ¿Pa onde
yeban esa basura, Dotor?
–Para aquel basurero que ve usted allí.
–¡Cómo!, ¿en la capital de Berensuela hai un basurero
entre la suidá?
–Uno no más, no, Palmarote; todavía hay algunos otros.
–¡Corotos! Y buélbase a aparear, Dotor, y le aconsejo
que se biba apartando: mire una trosá de gente que biene ayí, y aquí biene otra,
estos barriles, y ese borracho, mire, mire (¡Lepruu! ¡Biba la emocracia! ¡Bibaa!
¡Caramba! –¡Compran piedras de amolar! ¡Arre burro, juío, juío, juío! ¡Ea, ñó elombre,
apártese! –¿Usted habla conmigo? Mire que si me le boi al bosal jase barro con el
rabo).
–Vamos, Palmarote, continuemos y tomaremos ahora la
calle del Sol.
–Ja, están crendo estos muñecos que como anda medio
inquilino no puee cantar en patio ageno, y no saben que yo ni miro joyo ni palma
chiquita, y cuando no tumbo al toro le arranco el rabo.
–Estamos, pues, ya en la calle del Sol, Palmarote.
–¿En la caye del Sol, Dotor? Acaso el sol sabanea más
por esta caye que por las otras?
–Tienes razón: este es un nombre de capricho; pero esto
viene de la necesidad de nombrar las calles, bien que algunas tengan un nombre alusivo
o histórico. En los pueblos de las llanuras no se conoce esta necesidad, ni tampoco
la de numerar las casas, porque allí las poblaciones son reducidas, las calles pequeñas,
las casas más distantes puede decirse que están vecinas y los individuos todos se
conocen entre sí. No sucede así en las grandes ciudades atravesadas por muchas y
extensas calles, con casas varias y en número infinito y con una población considerable,
enriquecida casi siempre con gran número de extranjeros.
–Sí, ya comprendo la necesidá de jerrar las casas, así
como sucede con el ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido menester pegarle
un jierro. Y diga usted, Dotor, ¿algunas casas orejanas que he visto aquí, no podría
el vecino quemarlas con su jierro?
–Eso seria un robo, Palmarote, como lo seria el hecho
de apropiarse el individuo un Orejano que no está en sus sabanas. Esas casas no
están numeradas por descuido.
–Y a propósito de estranjeros, diga usted, Dotor, esas
gentes de esas otras tierras, ¿serán cristianos?
–No todos lo son, Palmarote; porque no todos los pueblos
adoran al Cristo del Calvario. Hay los judíos que, no reconociendo al Hijo de Dios,
observan el antiguo código de Moisés. Hay los mahometanos, que…
–No siga, Dotor, que ni yo tengo catria de tos esos
códigos, ni es eso lo que he querío preguntarle. Lo que yo quiero saber es si esos
Musiusque bienen de por ayá hablando en lengua, son gente güena.
–La sola calidad de extranjeros, Palmarote, o de naturales
no hace a los hombres buenos ni malos. El corazón, la índole y los principios de
educación son las causas de la bondad o maldad del individuo. Así que entre los
extranjeros, como entre los naturales, hay gente buena y gente mala. ¿No conoce
usted venezolanos malos, Palmarote?
–Y tantos, Dotor, que más balía que no los conosiera.
–Pero hay una circunstancia en favor de los extranjeros.
Todos los más vienen al país por conveniencia, y siendo desconocidos en él, necesitan
hacerse una reputación, tienen que hacer dobles esfuerzos para merecer la estimación
pública. De ahí viene que sean por lo regular más morigerados y más laboriosos que
los naturales, y de aquí el rápido incremento de su fortuna.
–¿Y cómo ha de ser güeno, Dotor, que esos marchantes
bengan aquí a yevarse los riales?
–Malo y muy malo sería que se los llevasen, si no dejasen
en cambio un equivalente. Pero al contrario, ellos, plegando a esa sed insaciable
de riqueza, que no sentimos nosotros por cierto, contraen todas sus fuerzas al trabajo,
establecen industrias desconocidas en el país, que van a ser otras tantas fuentes
de riqueza pública, emplean en sus establecimientos gran número de obreros naturales,
que más tarde se harán empresarios, o al menos se harán más hábiles y diestros en
su industria, fomentan, por tanto, y hacen popular el amor al trabajo, satisfacen
con sus productos gran parte de las necesidades del país y sirven, por último, de
estrechar más y más los lazos de nuestra República con las distintas naciones a
que ellos pertenecen. ¿Qué importa, pues, que en cambio de tantas ventajas se lleven
parte de nuestro numerario? Porque has de saber, Palmarote, que la riqueza de una
nación no consiste en el dinero que ella tenga, sino en los productos que…
–¡Alto ahí, Dotor!, ¿cómo es eso? ¿La riqueza no consiste
en el dinero? ¡Cañafístola! Si yo dijera eso ayá en mi tierra, me apedriarían.
–Y sin embargo, esa es la verdad, Palmarote, como lo
persuaden los economistas.
–¡El diablo serán esos aconomitas, Dotor! No dormiría
yo con eyos ni que me dieran una baca paría.
En esa sazón y coyuntura atravesábamos mi paisano y
yo la plazoleta de San Francisco:
–Y ese edificio que ve usted a su izquierda es lo que
fuera un tiempo el convento de frailes franciscanos, destinado hoy a las sesiones
de las Asambleas Legislativas. ¡Acerquémonos!
–Y diga usted, Dotor, ¿aónde se han dio esos flaires?
–A la eternidad, Palmarote. Después de la extinción
de los conventos todos han muerto ya.
–Serían traviesos los tales flaires, Dotor, porque yo
sé unas historias de sus paternidaes… ¿Y dise usted que aquí biben ahora esas señoras
Asambleas?
–Decía yo, Palmarote, que en ese local se hacen nuestras
leyes.
–¡Caramba, Dotor! ¿Y pa una cosa tan pequeña un caserón
tan grande? Pues andarán eyas toas regás quini frutas de maraca.
–Continuaremos, si le place, Palmarote, y volviendo
esta esquina, ganaremos la calle de las Leyes Patrias: ¡Mire usted ese paredón,
que arrancando desde aquel edificio que ve usted allí, recorre toda la manzana!
Todo eso es el convento de Reverendas Madres Concepciones.
–¡Hum, malo, malo! ¿Tan cerca de los flaires esas madres?
¿Y no es pecao que las monjas sean madres, Dotor?
–No, Palmarote; es un título que se da a las religiosas,
quienes renunciando al mundo y abrazando una religión de las aprobadas, se dice
que son esposas de Jesucristo, nuestro Padre, así como a los clérigos se les llama
padres, considerados como esposos fieles de la Iglesia, nuestra madre.
–¿Y qué dirán esas santas mujeres de nuestras cosas,
Dotor? ¡Y gordasas que estarán ahí entrese potrero, y cómo chocarán al tranquero
por berse a toa sabana!
–Ese edificio que está al frente, Palmarote, es el Seminario
Tridentino, el establecimiento más útil y más célebre de nuestro país. Ahí se enseñan
las ciencias más importantes al hombre…
–Hablemos claro Dotor: ¡aquí se conseña a papelero;
aquí es que se apriende a Dotor; pero ya naidie quiere aprender a cura, no señor!
Papeles ban y papeles bienen; pero naidie dice “dominos bobisco”. Cuando saben haser
cuatro gasetas, se cren ya unos hombresitos; pero coja usted un Dotor y póngale
una soga en la mano, pa que lo bea too regao en siya. Ni sabe apiársele a un toro,
ni arriar una madrina, ni trochar una potranca, ni pasar su siya, ni maldita la
cosa ¡Y esto no es sencia! No, señor; gasetas ban y gasetas bienen; Dotores por
aquí y Dotores por ayí; y ni el toro se tumba, ni se jierra el beserro, ni se arrea
la madrina, ni se trocha la potranca y se moja la siya. ¡Y tóo no es sencia!
–¡Qué disparates, Palmarote! ¿Qué sería de la sociedad
si todos fuéramos arreadores de madrinas, como dice usted? Los cultivadores de las
ciencias, como los industriales, como los que ejercen oficios, etc., todos, todos
prestan un gran servicio a la sociedad, auxiliándose recíprocamente, y es necesario
que todos desempeñen funciones distintas. Sería imposible que…
–Pare, pare, Dotor, que ya beo que usted también es
papelero, y dígame: ese jumo blanco que se be ayí arriba del serro ¿qué significa?
Porque, jumo no puee ser, porque ¡hombre!, ¿quién ba a estar asando tanta carne
ayí a estas horas? Polbo tampoco, porque ¡candela!, ¿qué bestias puee estar barajustando
ayá arriba? Yo digo que eso debe ser el paro frío.
–Esos son los vapores que exhala la tierra, Palmarote,
que no pudiendo ascender más por su peso, ni descender por ser más ligeros que las
capas inferiores del aire, se quedan en esas regiones atmosféricas.
–Apártese, Dotor, que aquí biene uno a cabayo. ¡Guá!,
el mocho es de la cría padronera: ¡béale el jierro en este ganso! Mire, Dotor: yo
tengo un mocho rusio, grande; buen moso, y con unas ancas, que se puee escribir
una carta, y tan baquero, que la ilasión es que el toro se mené, cuando, ¡sas!,
ya me yeba a la buelta del cacho; ¡mocho de responsabilidá! ¿No le gustan a usted
los mochos, Dotor?
–¡Oh!, mucho, muchísimo, me desvivo por un mocho.
Al llegar aquí nuestro diálogo, tiempo había ya que
nos encontrábamos parados en la esquina que forman al cortarse las calles de las
Leyes Patrias y de las Ciencias.
–Mire usted –dije a mi protegido, señalando hacia el
oriente, aquella plaza que ve usted allí es la de San Jacinto.
Al oír esta palabra Palmarote hizo un movimiento convulsivo,
semejante a esos sacudimientos galvánicos, y palideció.
–¡Caramba! –dijo después de un momento de silencio–,
si yo juera desos jasedores de leyes, la primera lei que sacaba del morde sería:
“que se compusieran las cárseles y se les añadieran algunas piesas más”, porque,
Dotor, puee ofrecerse pará un rodeo ayí y no hai sabana; bien es que en un barajuste
de ganao hai nobiyo biejo que ba a tené al inprosulto.
Palmarote calló, su frente se puso un tanto sombría,
un profundo suspiro salió de lo íntimo de su corazón y una preñada lágrima rodaba
lentamente por la mejilla de aquel rostro tostado por el sol y arrugado por las
fatigas de una vida rudamente laboriosa. A pesar mío interrumpí aquella situación
interesante e hice seña al paisano de continuar nuestra carrera. De allí a poco
nos encontramos al frente del Palacio de Gobierno. La entrada estaba sellada de
gente. Volvíme hacia Palmarote y le dije:
–Está cumplida mi oferta, amigo mío: está usted en el
Palacio de Gobierno, y aquí tocará usted, como Dios lo ayude, con las personas cuyo
favor solicita.
–Y diga usted, Dotor, ¿detrás de ese serro no haberá
algún yano?
–Sí, Palmarote: detrás de ese cerro está el horizonte.
¡Adiós!
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