Ernest Szep
Esa es la exclamación que lanzan todos los turistas que tienen la dicha de
cruzar los Alpes o el océano para visitar la capital del mundo.
Les voy a contar un cuento acerca de París. Lo oí ayer,
y es toda una tragedia.
Este cuento tiene que ver con uno de esos pobres árabes
que recorren las aceras de París, desde la mañana hasta bien entrada la noche, cargados
con una buena cantidad de tapetes y telas sobre sus espaldas. Se estacionan frente
a los cafés, le sacuden a uno las telas en la cara, acarician dulcemente los tapetes
que cuelgan de sus hombros:
–Madam… Mousye… beaux tapis
d’Orient…
Estas tres últimas palabras, como todo el mundo sabe,
contienen una negra mentira. Esos tapetes y esas telas no vienen de los telares
orientales. Son productos baratos de manufactura francesa.
Yo jamás he visto que alguien le compre algo a estos
árabes ambulantes.
Siempre he sentido una lástima profunda hacia estos
ancianos vagabundos, solitarios, que se doblan bajo el peso de sus mercancías, brillantemente
coloreadas, lejos del sol alegre de Turquía que abandonaron empujados por la miseria
para vegetar en este cruel mundo de los hombres blancos.
¿Dónde vive este cansado nómada de las calles de París?
¿Cuándo juega con su hijito flacucho, de rizado pelo negro? ¿Cuándo es que intenta
alegrarse un poco la vida? ¡Alá lo sabe!
Por otra parte, el turista a quien se refiere mi cuento,
había llegado la noche anterior procedente de Estados Unidos, y se estaba divirtiendo
a lo grande.
Había cenado en Montparnasse, en compañía de dos amables
damiselas parisinas. En el camino del restaurante a la cantina, el trío feliz se
sentó en la terraza del café a tomar un poco de fresco.
Un viejo vendedor árabe de tapetes se paró frente al
café, agitando sus telas, acariciando sus tapetes:
–Madam… mousye… beoux tapis
d’Orient… mousye…
Extendió ampliamente las telas, para echar el anzuelo
al ojo del amable cliente en perspectiva, que sonreía con amplitud, teniendo un
puro entre los dientes.
–Mister… mousye… tapis, biutiful
tapis… tapis d’Orient…
El estadunidense arrebató dos telas de las manos del
árabe. Quería obsequiárselas a sus dos acompañantes. Ellas sólo rieron de los brillantes
colores.
El estadunidense era un tipo decente. Compró las dos
telas sin regatear, y las arrojó entre los transeúntes, sobre la banqueta. Dos muchachas
las recogieron.
El estadunidense pensó que eso era divertidísimo. Comenzó
a arrancar tela tras tela y tapete tras tapete de los hombros del árabe, arrojando
todo entre los pies de los que pasaban. Reía fuertemente al ver a los que se peleaban
por los trapos. Las dos damiselas francesas se retorcían de alegría.
El estadunidense estaba repleto de dólares y repleto
de vino. Sintió el deseo de darle la felicidad a Arabia.
–Te compro todo, todo… ¿cuánto quieres por todo?
–Mousye, mousye…
El árabe, perdida la cabeza, no sabía cuánto pedir al
rico estadunidense. Por muy poco que se le hubiera ofrecido, él habría aún aceptado
la mitad.
–Ten, ¿será esto bastante?
El joven entusiasta lo obligó a aceptar en su mano descarnada
un billete nuevecito de quinientos dólares, y comenzó a arrancar de sus hombros
el resto de la mercancía. Se paró sobre la silla, para lanzar mejor los tapetes
a la calle, uno tras otro.
–¡Viva París!
El viejo árabe casi se cayó cuando toda la carga le
fue quitada de la espalda. Se meció de un lado a otro, torcido, enclenque bajo su
túnica gris de mugre, tropezándose por la fatiga, mareado de felicidad… y sus pies
lo llevaron, como en sueños, hacia alguno de esos lugares remotos de los suburbios,
donde hallan refugio los vendedores ambulantes.
Unos días después, los meseros en ese mismo café de
Montparnasse, supieron el fin que había tenido ese milagroso toque de la suerte.
Otro vendedor árabe, amigo del viejo, se los había contado.
Esa noche el viejo pescó un catarro formidable al regresar
a su casa, feliz con los quinientos dólares. La falta de los tapetes y de las telas
que antes habían calentado sus viejos huesos, al colgar por enfrente y por atrás,
había sido fatal. Amaneció con pulmonía.
Tres días después murió el pobre diablo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario