Jorge Luis Borges
En
un ejemplar del primer volumen de las Mil y Una Noches (Londres, 1840) de
Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito
que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía –arte que las máquinas
de escribir nos están enseñando a perder– sugiere que fue redactado por esa misma
fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes
abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en correcciones, cuya
letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los
prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya
firma exornada de una níbrica figura al pie, nada he podido averiguar, salvo que
fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe cristiana en el
centro de África y luego en ciertas regiones selváticas del Brasil, tierra a la
cual lo llevaría su conocimiento del portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su
muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta.
Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés
incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia
y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen
presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.
*
“…de
la región que infestan los hombres-monos (Apemen) tienen su morada los Mlch [1],
que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y porque
una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su
áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo
los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he propuesto
es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los
Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica
y las incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos
pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto asimismo
a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente
no difieren de los Kroo, salvo por la frente más baja y por cierto tinte cobrizo
que amengua su negrura. Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche
de gato y de murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los
ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran
los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud.
Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y la barriga, tal vez para indicar
que los muertos también son alimento o –pero esto acaso es demasiado sutil– para
que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.
En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio,
y las imprecaciones mágicas. Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje
les son desconocidas.
Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de
una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles
que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean
la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las
laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los hombres-monos. En
las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un
cerro, he alegado este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo
fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el
aire de la noche es más fresco.
La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto,
pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que
lo asisten y que lo han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen;
si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de
los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman los ojos y
le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría.
Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo
pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan
de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna; lo exhiben
a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo
más recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común
es que muera inmediatamente bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.
En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido
ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente; joven y agraciada, hasta donde
lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornan
su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista
de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me hicieron declinar
ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los cazadores de esclavos, por
lo general musulmanes, cuyas cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos
o tres veces un alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor
real y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina
la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos
los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para
la tribu mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron
su ayuda. Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula
y una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había
recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de
otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de varias
habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran,
como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba
mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.
Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado
que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación
los mueve a ser crueles.
He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros.
He escrito que son cuatro: este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan
con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar.
Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las inmediaciones de
Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de que disponen, los árabes
que trafican con ellos no los estafan, porque en el canje todo se divide por lotes
de uno, de dos, de tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones
son lentas, pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los
hechiceros son realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye
el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo
que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba.
La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan de los estragos causados
por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si
cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar
a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior. Gozan también
de la facultad de la previsión; declaran con tranquila certidumbre lo que sucederá
dentro de diez o quince minutos. Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la
nuca o No tardaremos en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces
he atestiguado este curioso don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado,
el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria
de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar, indefinidamente,
hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de
alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme
del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente,
la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de mañana
está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos, que, sin
embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas,
privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien
instruye desde niño en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así
siempre son cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza
la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo.
Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los enfermos,
los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los leopardos; en
el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los
que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran asimismo a un dios,
cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza del
rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la
forma de una hormiga o de una culebra.
A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante
el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre
nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden
que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con el nacimiento
de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás, todas
las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.
El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de
los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay
oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define
por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la
dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una
bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que
sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede
significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas,
el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de
otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario.
No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale
por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.
La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma
postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva
sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en
la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros
mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera
olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.
Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados
y las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina o de
haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el
rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de no
recordar y después lo lapidan. La reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra
y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura
de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina,
sin una palabra, sonríe. Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre
se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede
contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos
en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si
las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo
el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado
el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un
hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio
en los arenales del Norte.
He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos.
El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro de fusil y que tomaron
la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar
siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente
los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre arma en mano, y maté a dos de esos
animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por
primera vez en mi vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me
recibió. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras
en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían
arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista,
el Padre Fernandes, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi
penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo
y echar adentro piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos;
a los pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en materia
teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.
Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre
los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita
en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un
pueblo bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar
ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un
lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en
la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo.
Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la
cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento
de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos:
Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este
informe”.
[1]
Doy a la ch el valor que tiene en la palabra loch. (Nota del autor.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario