Silvina Ocampo
Con los bolsillos repletos de bombones en forma de palomas, de ratones Mickey,
de enanitos, de conejos, de los que me ofrecía, uno antes de auscultarme, otro después
de examinarme la garganta, bajando mi lengua con el mango de una cuchara de postre
otro, el menos codiciado y más pegajoso de todos, al despedirse, recuerdo a Albino
Morgan. Era nuestro médico. El médico de mi infancia, de mi adolescencia, de mi
familia, de toda la vida. En aquella época, el principio de su carrera, de esto
hará quince años, se especializaba en niños y era muy joven, pero me parecía viejo
porque usaba anteojos verdes, barba larga, pañuelo anudado al cuello (que le daba
cara de garganta dolorida) y la valijita del manómetro, que llevaba bajo el brazo
como si hubiera sido una caja llena de huevos o de tazas muy finas de porcelana.
Para conquistar a los niños, antes de mirarlos siquiera, fingía auscultar alguna
estatuita, alguna figura de un cuadro, de esos que nunca faltan en las casas, dirigiéndoles
palabras cariñosas, como si se tratara de seres reales. Mirta, que venía a jugar
conmigo después de las clases, aunque no estuviera enferma recibía dentro de la
boca su caramelo. Como un cura que da la hostia, sosteniéndola entre el dedo pulgar
y el índice, Albino Morgan le administraba la golosina; dirán que el gesto denotaba
perversión sexual, indicio de otras depravaciones, pero yo no lo creo. En broma
y porque mis padres admiraban sus bromas les decía: “Soy especialista de niños porque
los niños se contagian más fácilmente. A cincuenta casas puedo llevar la enfermedad
de un solo niño que visito”. Si hubieran adivinado la secreta verdad de esa frase,
mis padres no hubieran reído.
Muchas veces oí a mis tías discutir su eficacia, su
honestidad, su sabiduría y hablar con cierto mal disimulado temor o falso desdén
de lo que llamaban la originalidad o la excentricidad de Albino Morgan. Yo trataba
de no escuchar esos diálogos odiosos, que me sumían en la mayor de las confusiones:
por ellos llegaba a dudar de todo, hasta de la existencia de Dios. Pues cómo no
había de dudar, sin perder fe en todo lo demás, en el médico que mis padres veneraban,
que me auscultaba de pies a cabeza, logrando que resonara mi abdomen como un tambor,
que hacía saltar mis piernas y mis brazos con un simple golpecito, que escuchaba
el corazón o las arterias a través de instrumentos parecidos uno a un teléfono y
otro a un reloj, que prohibía alimentos y prescribía gotas azules, rojas o verdes,
inyecciones, jarabes, enemas de leche sin vacilar. Por orden de Albino Morgan nunca
tomé de niño remedios repulsivos como el aceite de ricino o la magnesia, sino aquellos
de sabor a frutilla, incomparablemente agradables. Bajo su influjo los pacientes
se enamoraban de las enfermedades. Conozco a una señora que lloraba por verlo, tal
vez ella sabía que simultáneamente con el doctor Morgan entraba en su casa alguna
interesante dolencia que le rejuvenecía el alma. Con un camisón rosado y una mañanita
que le había regalado su íntima amiga gozaba de un bienestar imponderable esperando
la visita de su médico. Mi abuelo, que era atrabiliario, creyendo a pesar de su
longevidad, que cada día era el último de su existencia, frente a él se dedicaba
a las bromas. Cuando el médico le decía, refiriéndose a su dolencia: “Pasará, pasará”,
él respondía: “pasará, pasará, pero el último quedará”, como dicen los niños cuando
juegan a Martín Pescador. Albino Morgan, con su manía de decir la verdad en broma,
haciéndome cosquillas, me llamaba “chanchito de la India” y, en efecto, yo fui uno
de sus primeros y predilectos chanchitos de la India.
En un momento dado empezó a variar inmoderadamente de
remedios. No sé cuándo ni cómo comenzaron sus innovaciones terapéuticas, ni cómo
las concibió, pero advertí un cambio en su actitud, en su manera de hablar. ¿Fue
debido al amor que evolucionó? No lo creo. ¿Su noviazgo con Mirta, que era tanto
más joven que él, lo perturbó? El amor transforma a los seres, no lo dudo, pero
en el caso de Albino Morgan fue diferente: el transformó el amor, por lo menos el
amor de Mirta.
Todo el mundo sabía ya que en la casa en donde entraba
Albino Morgan, entraban las más variadas enfermedades: las personas que no lo confesaban
abiertamente, se reían un poquito si alguien les mencionaba el hecho, como si se
tratara de las travesuras de un niño mimado al que se le perdona cualquier cosa.
Como quien lleva un ramo de flores o una caja de bombones a una casa, Albino Morgan
llegaba con los virus que diseminaba. Asimismo, cada paciente esperaba su visita
con impaciencia: querían verlo sonreír en la puerta de entrada, sentarse junto a
la cama (aunque se lustrara la punta del zapato con la colcha), hablar y dar palmadas
sobre el hombro de un padre o de una madre complacida o acariciar la frente del
enfermo o distribuir aquellos bombones que sacaba del bolsillo. Bastaba que extendiera
la mano para prohibir la sal o el azúcar en las comidas: los pacientes más rebeldes
le obedecían. Bastaba que cruzara una pierna para recetar enemas: los pacientes
menos resignados aceptaban sin protesta el sacrificio. Bastaba que se acomodara
la corbata para ordenar una dieta de una docena y media de bananas por día: el paciente
más inapetente no vacilaba, jubiloso, en complacerlo. Bastaba que pronunciara palabras
ininteligibles, para que el paciente más sano quedara con fiebre o malestares gástricos.
Por medio de un manómetro generador de rayos, o con
caramelos o con el termómetro que colocaba en la boca del paciente (jamás en el
recto, ni en la axila, ni entre las piernas) dicen que propagaba las enfermedades.
Se trataba de virus como lo dije anteriormente, que cultivaba en la intimidad de
su propia casa: uno de sus colegas, amigo mío, me lo aseguró. Recuerdo el nombre
de las enfermedades que él mismo bautizó y los síntomas, que voy a enumerar y a
detallar.
Colmenares nocturnos. El colmenar nocturno se manifestaba
con un leve dolor de cabeza, con mareos que se prolongaban durante la noche sobre
las sienes hasta abarcar toda la cabeza del paciente. Un zumbido similar al que
circunda y desborda en días de calor una colmena, atormentaba los oídos. Si alguien
se acercaba al enfermo podía, en algún momento, oír ese zumbido, pues tal vez lo
proyectaba el aire al salir de los labios secos y contraídos por la dolencia. El
paciente creía ver en la oscuridad, en tonos amarillos violentos, lo que podría
parecernos a primera vista una visión agradable: un panal perfectamente dibujado.
Simultáneamente sentía en la boca un sabor a miel que lo obligaba a beber agua sin
interrupción. Encendiendo la luz, la intensidad de la visión se moderaba; luego,
con la subida inevitable de la temperatura comenzaban las pesadillas, y todas se
referían a la miel. Algunos soñaban que de los grifos del lavatorio del baño, en
lugar de agua, salía miel. Otros, para aplacar una sed intensa, tomaban un vaso
de miel. Otros se acercaban a un mar asombrosamente quieto y amarillo, donde un
barco se hundía con dificultad: el líquido era naturalmente miel. Mujeres coquetas
continuamente se peinaban el pelo de miel que no podían sostener con ninguna horquilla.
Cromosis tisular. Ésta era otra de las enfermedades
que diseminó en los barrios más elegantes de Buenos Aires. En común con la anterior
tenía un síntoma: el insomnio. En lanas de colores vivos el paciente imaginariamente
bordaba la vida de sus antepasados; el esfuerzo que hacía por recordar los detalles
más tediosos de la vida de personas que conocía sólo en fotografías lo obligaba
a encender la lámpara para buscar en la mesita de luz, como si estuviera ahí la
lana gris, la lana castaña, que convenía para bordar tal o cual pasaje de una biografía.
El esfuerzo, precedido de un dolor agudo de estómago, dejaba postrado al enfermo,
que no podía conciliar el sueño. Si el paciente era del sexo masculino, pensaba:
Soy hombre, no tendría que dedicarme a estas labores absurdas. Si era del sexo femenino,
pensaba: Es ridículo no poder descansar ni de noche. No soy una niña de un orfanato;
¿quién me obliga a este trabajo? Si era un cura, pensaba: Sería mejor hacer un ex
voto o pintar la virgen al óleo.
Astereognosis insomne. Ningún dolor de cabeza ni de
estómago caracterizaba esta enfermedad más incómoda, pero menos abrumante que las
otras. Los síntomas se manifestaban sólo de noche, sin luz, o en la oscuridad total
de algún cuarto en horas diurnas. El enfermo no reconocía el objeto que palpaba.
En algunos casos un hombre buscando fósforos confundió la mesa de luz con el pecho
de su mujer; en otra una madre confundió la cabeza de su hijo con un melón y estuvo
a punto de ponerlo en la heladera. Pero mucho más terrible fue la historia, que
todo el mundo conoce, de aquella novia de dieciséis años, perdida en el bosque de
Palermo con su novio, la noche en que los chicos apedrearon el último farol que
tenía una bombilla y que simultáneamente, dejando el bosque a oscuras, las nubes
cubrieron la luna que alumbraba apenas las ramas peligrosas de los árboles.
No hay que creer, y esto se lo digo a las personas aprensivas,
que todas las enfermedades son horribles. Albino Morgan me explicó un día que esas
maravillosas hojas creo que son de begonia, rayadas de rojo o de amarillo o de violeta,
que las dueñas de casa eligen para adornar sus hogares, son hermosas porque están
enfermas. A mí me tocó, como a las begonias, tener una enfermedad que me volvió
encantador, por lo menos ante los ojos de Mirta. ¡Al inocularme ese virus no previó
Albino Morgan el funesto desenlace! Yo soy por naturaleza callado. El mal del cual
sufrí durante dos años y que me unió a Mirta indisolublemente, llamado labiagnosis,
no era desagradable, sino a veces molesto, pues los síntomas no tenían horario.
Desde el momento en que yo sentía una puntada aguda en el centro de mi frente, hasta
que cesaba el dolor –dos horas– hablaba sin parar, con elocuencia imponderable.
He oído grabaciones de esas tardes, que Mirta conserva, realmente conmovedoras.
Me es difícil reconocer en ellas mi voz, aunque dicen que nadie conoce su propia
voz grabada. Si los síntomas de mi dolencia se hubieran manifestado con horarios
convenientes, hubiera podido dar conferencias y ganar dinero, ya que tuve que abandonar
mi empleo en la Biblioteca Nacional, pues no dejaba leer a nadie.
Gracias a todas estas circunstancias, mi elocuencia
y el abandono del trabajo, que me dejaba horas libres para dedicarme al amor y a
la contemplación, Mirta se enamoró de mí. Compañeros de infancia, era natural en
cierto modo que nuestra amistad se volviera sentimental, luego apasionada. Algunas
personas, cuando hablan, olvidan lo esencial y son elocuentes sólo mentalmente en
el silencio. Yo recordaba todo, hasta el latín y el griego, cuando hablaba. Esa
inusitada lucidez deslumbró a Mirta, que rompió su compromiso con Albino Morgan
para darme su amor.
Albino Morgan trató de inocularse a él mismo la enfermedad
admirada y luego, en vano, por todos los medios, trató de curarme. ¡No pudo lograrlo
a tiempo, pues cuando lo consiguió, si es que lo consiguió él y no mi propio organismo,
Mirta me amaba para siempre! A veces una persona ama a otra en memoria de lo que
fue.
No hay comentarios:
Publicar un comentario