Isaac Asimov
Su cabello era claro de un color
verde manzana, muy apagado, muy pasado de moda. Se notaba que tenía buena mano con
el tinte, como hace treinta años, antes de que se pusieran de moda los reflejos
y las mechas.
Una sonrisa
dulce cubría su rostro y una mirada tranquila convertía cierta vejez en algo sereno.
Y, en comparación,
convertía en caos la confusión que la rodeaba en aquel enorme edificio gubernamental.
Una chica pasó
medio corriendo a su lado, se detuvo y la observó con una mirada vacía y sorprendida.
–¿Cómo entró?
–Estoy buscando
a mi hijo, el físico.
La mujer sonrió.
–Su hijo, el…
–En realidad
es ingeniero de comunicaciones. El físico en jefe Gerard Cremona.
–El doctor Cremona.
Bueno, está… ¿Dónde está su pase?
–Aquí lo tiene.
Soy su madre.
–Bueno, señora
Cremona, no lo sé. Tengo que… Su despacho está por ahí. Pregúnteselo al primero
que encuentre. –Se alejó medio corriendo.
La señora Cremona
movió la cabeza lentamente. Supuso que había ocurrido alguna cosa. Esperaba que
Gerard estuviera bien. Oyó voces al otro extremo del pasillo y sonrió contenta.
Pudo distinguir la de Gerard.
–Hola, Gerard
–dijo al entrar en la habitación.
Gerard era un
hombre grande que lucía todavía una buena cabellera en donde empezaban a verse las
canas que no se molestaba en teñir. Dijo que estaba demasiado ocupado. Ella se sentía
muy orgullosa de él y del aspecto que tenía.
En aquel momento,
hablaba en voz muy alta con un hombre vestido con atuendo militar. No pudo distinguir
el rango, pero sabía que Gerard podía manejarlo bien.
Gerard levantó
la vista y dijo:
–¿Qué quiere…?
¡Madre! ¿Qué haces aquí?
–Quedamos que
vendría hoy a verte.
–¿Es jueves
hoy? Oh, Dios, lo había olvidado. Siéntate, mamá, ahora no puedo hablar. Cualquier
sitio. Cualquier sitio. Mire, general.
El general Reiner
miró por encima del hombro y con una mano le tocó la espalda.
–¿Su madre?
–Sí.
–¿Tendría que
estar aquí?
–En este momento,
no, pero yo me hago responsable de ella. Ni siquiera sabe leer un termómetro de
modo que no entenderá nada de todo esto. Mire, general. Están en Plutón. ¿Lo entiende?
Están allí. Las señales de radio no pueden ser de origen natural de modo que deben
proceder de seres humanos, de nuestros hombres. Tendrán que admitirlo. De todas
las expediciones que hemos enviado más allá del cinturón de asteroides, una ha conseguido
llegar. Y están en Plutón.
–Sí, comprendo
lo que está diciendo, ¿pero no sigue siendo imposible? Los hombres que están ahora
en Plutón salieron hace cuatro años con un equipo que no podía mantenerles con vida
más de un año. Así es como lo veo yo. Su objetivo era Ganímedes y parecen haber
recorrido ocho veces esa distancia.
–Exactamente.
Y nosotros tenemos que averiguar cómo y por qué. Puede… puede simplemente… que hayan
conseguido ayuda.
–¿Qué clase
de ayuda? ¿Cómo?
Cremona apretó
con fuerza las mandíbulas como si estuviera rezando interiormente.
–General –dijo–,
estoy poniéndome en una situación precaria, pero es remotamente posible que hayan
recibido la ayuda de seres no humanos. Extraterrestres. Tenemos que averiguarlo.
No sabemos cuánto tiempo puede mantenerse el contacto.
–Quiere decir
–en el serio rostro del general apareció una media sonrisa– que quizá se hayan escapado
y que en cualquier momento puedan ser capturados de nuevo.
–Quizá. Quizá.
El futuro entero de la raza humana quizá dependa de que sepamos exactamente lo que
ocurre. De saberlo ahora.
–De acuerdo.
¿Qué es lo que quiere?
–Vamos a necesitar
en seguida el ordenador Multivac del ejército. Tiene que abandonar el trabajo que
está haciendo en este momento y empezar a programar nuestro problema semántico general.
Todos sus ingenieros de comunicaciones tienen que abandonar cualquier trabajo y
coordinarse con los nuestros.
–Pero, ¿por
qué? No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra.
Una suave voz
les interrumpió.
–General, ¿quiere
un poco de fruta? He traído unas naranjas.
–¡Mamá! ¡Por
favor! –exclamó Cremona–. ¡Después! General, es muy sencillo. En este momento Plutón
está a una distancia de seis mil millones de kilómetros. Las ondas de radio tardan
seis horas, viajando a la velocidad de la luz, para llegar de aquí a allá. Si decimos
algo, tendremos que esperar doce horas hasta recibir una respuesta. Si ellos dicen
algo y nosotros no lo entendemos y contestamos “qué” y ellos lo tienen que repetir…
perdemos todo un día.
–¿No hay forma
de ir más rápido? –preguntó el general.
–Claro que no.
Es la ley básica de la comunicación. Ninguna información puede transmitirse a mayor
velocidad que la luz. Necesitaríamos meses para tener la misma conversación con
Plutón que en pocas horas tendríamos nosotros ahora mismo.
–Sí, lo entiendo.
¿Y realmente cree que hay extraterrestres metidos en esto?
–Lo creo. Para
ser sincero, no todos los que están aquí están de acuerdo conmigo. No obstante,
estamos utilizando todos los recursos posibles para encontrar algún método de concentrar
la comunicación. Tenemos que transmitir cuantas más señales posibles por segundo
y esperar que consigamos lo que necesitamos antes de perder el contacto. Y ahí es
donde necesito la Multivac y a sus hombres. Debe existir alguna estrategia de comunicaciones
que podamos utilizar para reducir el número de señales. Sólo el aumento del diez
por ciento en la eficacia puede suponer un ahorro de una semana.
La suave voz
interrumpió de nuevo.
–Dios mío, Gerard,
¿se trata de hablar un poco?
–¡Madre! ¡Por
favor!
–Pero si lo
estás enfocando todo al revés.
–Madre –la voz
de Cremona empezaba a traslucir una cierta impaciencia.
–Bueno, de acuerdo,
pero si vas a decir algo y después esperar doce horas a que te respondan, es una
tontería. No deberían hacerlo así.
El general emitió
un bufido.
–Doctor Cremona,
¿quiere que consultemos a…?
–Un momento,
general –dijo Cremona–. ¿A qué te estás refiriendo, mamá?
–Mientras esperas
una respuesta –dijo la señora Cremona, seriamente– continúa transmitiendo y diles
que ellos hagan lo mismo. Tú hablas continuamente y ellos hablan continuamente.
Tú pones a alguien que escuche continuamente y ellos también hacen lo mismo. Si
cualquiera de los dos dice algo que requiere una respuesta, puedes hacerlo, pero
lo más probable es que te digan todo lo que necesites saber sin preguntar.
Ambos hombres
se la quedaron mirando fijamente.
–Claro. Una
conversación continua –susurró Cremona–. Sólo con un desfase de doce horas. Dios
mío, tenemos que ponernos en marcha.
Salió de la
habitación dando grandes zancadas y casi arrastrando al general. Al cabo de unos
segundos volvió a entrar.
–Madre –dijo–,
si me perdonas, creo que tardaré unas horas. Te mandaré a una de las chicas para
que te haga compañía. O échate una siesta, si lo prefieres.
–No te preocupes,
Gerard –contestó la señora Cremona.
–De todas formas
¿cómo se te ha ocurrido, mamá? ¿Qué te hizo pensar en esta solución?
–Pero, Gerard,
todas las mujeres lo saben. Cualquiera de dos mujeres al videófono o simplemente
cara a cara sabe que el secreto de hacer que se extienda una noticia es, sea lo
que sea, hablar continuamente.
Cremona intentó
sonreír. A continuación, y temblándole el labio inferior, salió.
La señora Cremona
lo observó cariñosamente. Un hombre tan guapo, su hijo, el físico. A pesar de ser
un hombre maduro e importante, todavía era consciente de que un chico siempre debe
escuchar los consejos de su madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario