domingo, 26 de noviembre de 2023

Érase…

Louis Zukofsky

 

Hacía un tiempo hermoso a mediados de agosto cuando me desperté ansioso por escribir la historia que no me había dejado descansar en toda la noche.

Había prometido a mi mujer no trasnochar demasiado y no forzarme la vista, pero no lo había cumplido. Por eso me alegré de haberme levantado antes que ella para decirle que no estaba cansado. Los pájaros, con su canto, se me habían anticipado: pájaros madrugadores que, según un oscuro cómico, cazan gusanos. Mientras escuchaba, abstraído delante de la cortina de la ventana, que pocas horas antes filtraba tan sólo el aliento cálido de la canícula, un descenso de la temperatura hizo entrar cierta brisa, como si viniera de un estanque que se llena con torrentes de aire.

Vivíamos entonces enfrente del parque y no lejos del zoológico. El río se deslizaba desde lo alto de la región y pasaba junto a nuestra casa, rompiéndose en una cascada que veíamos desde las ventanas. Aquella mañana la cascada era aún más abundante con la lluvia de la víspera y llegaba hasta lo más alto de las piedras que formaban las orillas del río, bajo el viaducto, que era el cruce de nuestra calle. Podía oír el rugido de los leones ya hambrientos de su desayuno.

Gracias al director del parque, que recientemente había transformado en paisaje los terrenos del zoológico, los animales se paseaban o descansaban como si estuvieran en su marco natural, atrayendo así a miles de visitantes que antes de esta novedad habían perdido el interés de verlos en jaulas. Los leones estaban colocados, con apariencias de libertad, en construcciones de tierra, que pretendían representar las llanuras africanas, aunque estaban rodeadas por zanjas profundas, imposibles de atravesar –y de esta suerte, nuestro piso estaba protegido por los ruidos naturales de África–. A un cuarto de milla no siempre los oíamos, pero esa mañana el viento nos traía todos los rugidos.

El parque al otro lado de la calle, el sol temprano y la sombra matinal entre los añejos y esbeltos árboles, me tentaban a descender antes del desayuno. Pronto visitantes y excursionistas subirían en manadas por nuestra calle.

No nos gustaba mirarlos desde nuestras ventanas cuando no podíamos salir los domingos por la tarde. Había demasiada gente en el parque para que pudiésemos pasear… Pero, si conseguíamos salir de casa hacia las ocho de la mañana, aún nos quedaba la posibilidad de disfrutarlo unas dos horas antes del mediodía. La parte más cercana a nosotros era un bosque donde pocos estorbaban la entrada.

Como dije, deseaba escribir, pero no sobre el papel. El parque casi nunca me resultaba propicio para escribir sobre el papel, ni siquiera en otoño o en invierno, cuando nadie pasea por allí, especialmente si escribía prosa. Esta vez se trataba de la frase inicial de la última parte de cierta historia en la que había estado trabajando durante meses: una frase que muchas veces se separa del papel. El hilo de la narración y el interés del personaje no ayudan fácilmente a la mano del escritor para construir semejante frase. Pues, si bien los personajes deben llevar las cosas a su propio paso, el escritor no puede retener, en un momento del relato, la frase que los juzga. Aspira a que no se interponga en su camino ni en el de los personajes que le han permitido escribir. La dificultad consiste en juzgar sin que parezca que se está ahí, con una intención en las palabras, de modo que parezcan casuales y formando parte del relato mismo, excepto, en todo caso, para una época futura.

La frase me dejó sin dormir toda la noche. Cuando me sucede esto no soy capaz de continuar el resto del relato y retroceder luego hasta la frase difícil. Acaso no le ocurra a nadie más, pero cuando me encuentro en un momento tan avanzado de la obra, el relato existe para mí en cada palabra, y si no es así no puedo seguir adelante. Parece evidente que lo normal sea pararse en lo peor del agobio, en el momento en que las palabras de una frase insoluble, escritas arriba y abajo y borradas, vienen a unirse a las indecisiones que vuelven vacíos a personajes y situaciones. Noto que me falta el sentimiento de que debo vivir a lo largo del relato, y me da la impresión de que simplemente estoy mirando el reloj.

Se trataba de un relato de nuestra época. Y un autor no intenta ahondar en el valor de su propia época, sino rastrear en ella su propia idea. Yo no quería destruir mi fórmula señalando lugares y fechas conocidos en los cuarenta años que he vivido –acontecimientos que resultan familiares para la mayor parte de nosotros y para algunos más que para mí–. Deseaba que nuestra época constituyese el relato, pero del mismo modo que lo es el recuerdo de un paraje por el que se ha pasado alguna vez y que vive siempre en la memoria: visto de nuevo como a través de un estereoscopio que combina las diferentes visiones un poco más allá, en el interior de un sólido que desafía al tacto. Estaba diciendo algo que había tenido una secuencia, similar al hecho de tomar aliento, y que la ocultaba porque ese hecho se produce sin que señalemos su antes y su después. Tras haberme torturado casi toda la noche para expresar precisamente eso en una sola frase de mi relato, esperaba que la libertad del verdor, del sol y del aire del bosque, facilitaran mi tarea.

Mi mujer dormía todavía. Tenía la costumbre de preparar nuestro desayuno. Me molestaba privarla del aislamiento que hallaba en ello, ya que la hacía feliz y además –según aseguraba– no la cansaba para el resto del día. Aquella mañana decidí correr el riesgo de disgustarla y hacer yo el desayuno para que pudiéramos bajar temprano y darme la posibilidad de volver a mi relato.

No bien había preparado el café cuando ya estaba ella allí, haciéndose cargo del trabajo, sin pronunciar una palabra, y realizándolo más veloz que yo mismo con toda mi prisa. No me preguntó a qué hora me había acostado y se lo agradecí.

Deseoso de volver a mis cuartillas, empecé a ocuparme de poner orden en la casa. De ningún modo podríamos salir dejándola en el obligado desorden de la inquieta noche pasada, aunque no pensáramos regresar en muchos días. Pues siempre, de vuelta a casa –y mi mujer compartía esta costumbre mía– nos gustaba encontrarla ordenada, para evitar así que nuestra atención se distrajera de lo que en ese momento nos preocupara.

Desempolvé los estantes de la librería y la mesa de arce rústico, y la mesita de la misma madera sobre la que colgaba un gran paisaje, pintado por un íntimo amigo nuestro de otra ciudad. Ahora estaba trabajando para la “Defensa” –cuando tuvo tiempo, embelleció nuestras paredes– y si hubiera venido a pasar el domingo con nosotros, yo habría abandonado con gusto la frase que seguía en mi cabeza. Regué las plantas; luego cubrí la cama con el estampado de algodón blanco recamado a mano de azul, que representaba escenas americanas de una batalla naval, indios, palmeras, mulas y elefantes. Con todos mis conocimientos de historia, nunca he sido capaz de comprender la razón por la que los elefantes aparecen en escenas dignas de crédito que describen la historia de San Agustín de Florida. Aunque seguía pensando en mi historia, lamentaba como siempre que el hecho de escribir dejara, en general, poco tiempo para tratar de hallar respuesta a las cosas que nos son lejanas. Me sorprendí diciendo en voz alta la frase:

–Fueron buenos conmigo.

 

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