Sergio Pitol
Para Carlos Monsiváis
Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco
(versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan sólo me divierte). Sé que
soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta
Jesusa, son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores
se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de la gente y que tampoco
entre nosotros existe la menor semejanza. He oído comentar que mi padre es el demonio
y aunque hasta ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que lo identifique
como tal, mi convicción de que es quien es se ha vuelto indestructible. No obstante
que en ocasiones me enorgullece, en general ni me place ni me amedrenta el hecho
de formar parte de la progenie del maligno.
Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia dice
que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez esa aseveración yo
imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta (pensaba, es claro, en
las tradicionales llamas), pero cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando
luego de un arduo y doloroso meditar se me vino a la cabeza que ninguna de las casas
que conozco se parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y en esta sí.
La perversidad de mi padre de tanto prodigarse me fatiga;
le he visto el placer en los ojos al ordenar el encierro de algún peón en los cuartos
oscuros del fondo de la casa. Cuando los hace golpear y contempla la sangre que
mana de sus espaldas laceradas muestra los dientes con expresión de júbilo. Es el
único en la hacienda que sabe reír así, aunque también yo estoy aprendiendo a hacerlo.
Mi risa se está volviendo de tal manera atroz que las mujeres al oírla se persignan.
Ambos enseñamos los dientes y emitimos una especie de gozoso relincho cuando la
satisfacción nos cubre. Ninguno de los peones, ni aun cuando están más trabajados
por el alcohol, se atreve a reír como nosotros. La alegría, si la recuerdan, otorga
a sus rostros una mueca temerosa que no se atreve a ser sonrisa.
El miedo se ha entronizado en nuestras propiedades.
Mi padre ha seguido la obra de su padre, y cuando a su vez él desaparezca yo seré
el señor de la comarca: me convertiré en el demonio: seré el Azote, el Fuego y el
Castigo. Obligaré a mi primo José a que acepte en dinero la parte que le corresponde,
y, pues prefiere la vida de la ciudad, se podrá ir a ese México del que tanto habla,
que Dios sabe si existe o tan sólo lo imagina para causarnos envidia, y yo me quedaré
con las tierras, las casas y los hombres, con el río donde mi padre ahogó a su hermano
Jacobo y, para mi desgracia, con el cielo que nos cubre cada día con un color distinto,
con nubes que lo son sólo un instante para transformarse en otras, que a su vez
serán otras. Procuro levantar la mirada lo menos posible, pues me atemoriza que
las cosas cambien, que no sean siempre idénticas, que se me escapen vertiginosamente
de los ojos. En cambio, Carolina, para molestarme, no obstante que al ser yo su
mayor debería guardarme algún respeto, pasa ratos muy largos en la contemplación
del cielo y en la noche, mientras cenamos, cuenta, adornada por una estúpida mirada
que no se atreve a ser de éxtasis, que en el atardecer las nubes tenían un color
oro sobre un fondo lila, o que en el crepúsculo el color del agua sucumbía al del
fuego y otras boberías por el estilo. De haber alguien verdaderamente poseído por
la demencia en nuestra casa sería ella. Mi padre, complaciente, finge una excesiva
atención y la alienta a proseguir, ¡como si las necedades que escucha pudieran guardar
para él algún sentido! Conmigo jamás habla durante las comidas, pero sería tonto
que me resintiera por ello, ya que por otra parte sólo a mí me concede disfrutar
de su intimidad cada mañana, al amanecer, cuando apenas regreso a la casa y él,
ya con una taza de café en la mano que sorbe apresuradamente, se dispone a lanzarse
a los campos a embriagarse de sol y brutalmente aturdirse con las faenas más rudas.
Porque el demonio (no me lo acabo de explicar, pero así es) se ve acuciado por la
necesidad de olvidarse de su crimen. Estoy seguro de que si yo ahogara a Carolina
en el río no sentiría el menor remordimiento. Tal vez un día, cuando pueda librarme
de estas sucias sábanas que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar, lo
haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre, conocer por mí mismo
lo que en él intuyo, aunque, desgraciada, incomprensiblemente, entre nosotros una
diferencia se interpondrá siempre: él amaba a su hermano más que a la palma que
sembró frente a la galería, y que a su yegua alazana y a la potranca que parió su
yegua; en tanto que Carolina es para mí sólo un peso estorboso y una presencia nauseabunda.
En estos días, la enfermedad me ha llevado a rasgar
más de un velo hasta hoy intocado. A pesar de haber dormido desde siempre en este
cuarto, puedo decir que apenas ahora me entrega sus secretos. Nunca había, por ejemplo,
reparado en que son diez las vigas que corren a través del techo, ni que en la pared
frente a la cual yazgo hay dos grandes manchas producidas por la humedad, ni en
que, y este descuido me resulta intolerable, bajo la pesada cómoda de caoba anidaran
en tal profusión los ratones. El deseo de atraparlos y sentir en los labios el latir
de su agonía me atenaza. Pero tal placer por ahora me está vedado.
No se crea que la multiplicidad de descubrimientos que
día tras día voy logrando me reconcilia con la enfermedad, ¡nada de eso! La añoranza,
a cada momento más intensa, de mis correrías nocturnas es constante. A veces me
pregunto si alguien estará sustituyéndome, si alguien cuyo nombre desconozco usurpa
mis funciones. Tal súbita inquietud se desvanece en el momento mismo de nacer; me
regocija el pensar que no hay en la hacienda quien pueda llenar los requisitos que
tan laboriosa y delicada ocupación exige. Sólo yo que soy conocido de los perros,
de los caballos, de los animales domésticos, puedo acercarme a las chozas a escuchar
lo que el peonaje murmura sin obtener el ladrido, el cacareo o el relincho con que
tales animales denunciarían a cualquier otro.
Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta. Averigüé
que detrás de la casa de Lupe había fincado un topo. Tendido, absorto en la contemplación
del agujero pasé varias horas en espera de que el animalejo apareciera. Me tocó
ver, a mi pesar, cómo el sol era derrotado una vez más y con su aniquilamiento me
fue ganando un denso sopor contra el que toda lucha era imposible. Cuando desperté,
la noche había cerrado. Dentro de la choza se oía el suave ronroneo de voces presurosas
y confiadas. Pegué el oído a una ranura y fue entonces cuando por primera vez me
enteré de las consejas que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la conversación
mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se sintió halagado al revelársele
que yo, contra todo lo que esperaba, podía llegar a serle útil. Me sentí feliz porque
desde ese momento adquirí sobre Carolina una superioridad innegable.
Han pasado ya tres años desde que mi padre ordenó el
castigo de la Lupe, por maledicente. El correr del tiempo me va convirtiendo en
un hombre y gracias a mi trabajo he sumado conocimientos que no por serme naturales
dejan de parecerme prodigiosos: he logrado ver a través de la noche más profunda;
mi oído se ha vuelto tan fino como lo puede ser el de una nutria; camino tan sigilosa,
tan, si se puede decir, aladamente, que una ardilla envidiaría mis pasos; puedo
tenderme en los tejados de los jacales y permanecer allí durante larguísimos ratos
hasta que escucho las frases que más tarde repetirá mi boca. He logrado oler a los
que van a hablar. Puedo decir, con soberbia, que mis noches rara vez resultan baldías,
pues por sus miradas, por la forma en que su boca se estremece, por un cierto temblor
que percibo en sus músculos, por un aroma que emana de sus cuerpos, identifico a
los que una última vergüenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, de desesperanza,
arrastrarán por la noche a las confidencias, a las confesiones, a la murmuración.
He conseguido que nadie me descubra en estos tres años;
que se atribuya a satánicos poderes la facultad que mi padre tiene de conocer sus
palabras y castigarlas en la debida forma. En su ingenuidad llegan a creer que esa
es una de las atribuciones del demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el diablo
proviene de razones más profundas.
A veces, sólo por entretenerme, voy a espiar a la choza
de Jesusa. Me ha sido dado contemplar cómo su duro cuerpecito se entreteje con la
vejez de mi padre. La lubricidad de sus contorsiones me trastorna. Me digo, muy
para mis adentros, que la ternura de Jesusa debía dirigirse a mí, que soy de su
misma edad, y no al maligno, que hace mucho cumplió los setenta.
En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me examina
con pretenciosa inquietud. Se vuelve hacia mi padre y con voz grave y misericordioso
declara que no tengo remedio, que no vale la pena intentar ningún tratamiento y
que sólo hay que esperar con paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en
esos momentos el verde se torna más claro en los ojos de mi padre. Una mirada de
júbilo (de burla) campea en ellos y ya para esos momentos no puedo contener una
estruendosa risotada que hace palidecer de incomprensión y de temor al médico. Cuando
al fin se va éste, el siniestro suelta también la carcajada, me palmea la espalda
y ambos reímos hasta la locura.
Está visto que de entre los muchos infortunios que pueden
aquejar al hombre, los peores provienen de la soledad. Siento cómo esta trata de
abatirme, de romperme, de introducirme pensamientos. Hasta hace un mes era totalmente
feliz. Las mañanas las entregaba al sueño; por las tardes correteaba en el campo,
iba al río o me tendía boca abajo en el pasto esperando que las horas sucedieran
a las horas. Durante la noche oía. Me era siempre doloroso pensar y evitaba hacerlo.
Ahora, con frecuencia se me ocurren cosas y eso me aterra. Aunque sé que no voy
a morir, que el médico se equivoca, que en el Refugio necesita haber siempre un
hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha de asumir el mando: así ha sido desde
siempre y las cosas no pueden ya ocurrir de otra manera (por eso mi padre y yo,
cuando se afirma lo contrario, estallamos de risa). Pero cuando solo, triste, al
final de un largo día comienzo a pensar, las dudas me acongojan. He comprobado que
nada sucede fatalmente de una sola manera. En la repetición de los hechos más triviales
se producen variantes, excepciones, matices. ¿Por qué, pues, no habría de quedarse
la hacienda sin el hijo que sustituya al patrón? Una inquietud peor se me ha incrustado
en los últimos días, al pensar que es posible que mi padre crea que voy a morir
y su risa no sea, como he supuesto, de burla hacia la ciencia, sino producida por
el gozo que la idea de mi desaparición le produce, la alegría de poder librarse
al fin de mi voz y mi presencia. Es posible que los que me odian le hayan llevado
al convencimiento de mi locura…
En la capilla que los Ferri poseen en la iglesia parroquial
de San Rafael hay una pequeña lápida donde puede leerse:
Victorio Ferri.
Murió niño.
Su padre y hermana lo recuerdan con amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario