Henri Michaux
Colocado en medio de las arenas perfectamente
desiertas, el acusado sufre el interrogatorio. La pregunta reverbera en el
silencio profundo, pero de extraordinaria significación para él.
Retumbando por las galerías,
la pregunta rebota, retorna, recae y se desploma sobre su cabeza como una
ciudad que se derrumbase.
Bajo estas ondas acosadoras,
sólo comparables a algunas catástrofes sucesivas, pierde él toda resistencia y
confiesa su crimen. No puede menos que confesar.
Ensordecido, convertido en un
harapo, la cabeza doliéndole y zumbándole, con la sensación de haberse
enfrentado con diez mil acusadores, abandona las arenas donde no cesa de reinar
el más absoluto silencio.
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