Inés Arredondo
A Esteban Marco
El pecado de exceso es sagrado y es lo que inflama hasta la enormidad al
grano, en apariencia inocente, que produce la tragedia. Eso me consuela un poco,
deja un hueco para la explicación, aunque seguramente no para la simpatía.
Mi primer exceso consistió en no conformarme con lo
que tenía, que era mucho más de lo que muchos han logrado en su vida entera. Pero
cuando siempre se ha recibido se pierde el tino y uno no se sacia ya con nada, quiere
más, más, y le parece que le es debido. Por eso empecé a salir con Ismael, y así
me encontré un día en aquella reunión en que no conocía a nadie.
–Así que es usted. Realmente, encantadora. ¿Y dónde
está Ismael?
–No sé, por ahí…
–Típico. Pero pierda cuidado, ha caído en buenas manos.
Soy Federico Longares, el mejor amigo de Ismael, y también arquitecto.
–Mucho gusto.
–Le he oído hablar mucho de usted… y… él ¿no le ha hablado
de mí?
–No recuerdo… no sé…
–Se asusta, se apena, ¡no criatura! no puede usted ser
responsable por nadie, y menos por Ismael. Cuando esté casada con él se dará cuenta.
–¿Casarme?
–Sí, es usted justamente lo que él… pero dejemos eso
y esperemos a que sea Ismael en persona quien se lo proponga. ¿Quiere una copa?
–Bueno.
–Así se hace. Adelante. Escuche la conversación de ese
grupo mientras yo vuelvo. Se va a instruir.
A mis espaldas sonaban las voces.
–Yo creo que es totalmente frígida. Aquella noche en
casa de Julio, mientras los demás bebían, hicimos de todo en el couch del
estudio, y cuando yo creía que habíamos llegado al punto álgido, ella tenía los
ojos fijos en la ventana y comentó “qué hermosa luna”, con el tono perfecto de una
heroína de novela inglesa.
Una estrepitosa risa de mujer.
–Ay, Pablo, será que tú…
–No, no, no. Eso nos ha sucedido a todos, ¿verdad, Julio?
–Sí, pero esa mujer tiene algo.
–Ya apareció. Se ve que no te has curado del todo el
enamoramiento.
–¿El enamoramiento? No sé. Pero te puedo decir que precisamente
esa carencia de carne, esa lujuria forzada y puramente mental, me atrae más que
cualquier otro tipo de sexi.
–Oye, Sergio, ¿te molesta que hablemos de esto? No tendría
nada de particular que así fuera, hace apenas tres semanas que llorabas rogándole
que se casara contigo.
–Pues… me molesta… y no. Lo que han dicho es verdad…
A mí me impresiona un poco que cinco de nosotros hayamos tenido intimidades con
una chica que a pesar de todo sigue siendo virgen. Sí, ya sé, ya sé… pero no deja
de ser extraño.
–Morbosísimo, sabrosísimo. Confiesa que nos encanta.
–No. Nos atrae, no nos encanta. Y a veces pienso si
no tendremos alguna responsabilidad…
Su voz sonaba triste y no me atrevía a voltear para
verle la cara.
–¿Por qué tan pensativa? –era Ismael–, ven a que te
presente algunos amigos.
Seguramente empezaría por el grupo que estaba a mi espalda.
–No, gracias, estoy cansada.
Detrás de mí sonó la voz de la mujer que se reía siempre.
–Ismael, ven a contarnos tus experiencias con Abigaíl.
Necesitamos más datos.
–Por favor respeten mi extraordinario privilegio: no
he tenido experiencias con Abigaíl. Le dije que me gustaban los hombres.
La mujer se rio más que nunca. Yo sentí como un mareo
y la necesidad de salir de ahí a respirar. Me levanté.
–Tengo que irme.
–Es demasiado temprano, esto apenas comienza…
Empecé a caminar hacia la puerta. Él me tomó del brazo.
–Ismael, ¿por qué la escondes y no la presentas? ¿Te
da vergüenza?
–Toti, por favor… Paula, ésta es Toti.
Me quedé con la mano extendida, ella no se ocupó de
mí.
–¿De dónde la sacaste? Estabas cansado de lo conocido
y fuiste a buscar algo exótico, ¿eh?
–Toti, no te hagas la chistosa, ¿quieres? Paula es hija
de Fermín Linares, el torero.
Toti aplaudía, feliz.
–Vengan todos, vengan. Su papá es torero y ella se pasa
las tardes de domingo con su mantilla puesta rezándole a la virgen de la Macarena…
¿o la de Guadalupe?
Todos le rieron el chiste, a coro.
–¿Quién es Fermín Linares? No me suena.
–Es un torero viejo, malón.
–Debe de ser emocionante, casi excitante, vivir con
un torero.
–Yo le vi alguna vez; tenía un estilo inspirado pero
torpe, popular.
Una mano me tomó del brazo y me despegó de ahí; nadie
se fijó. Llegué a la puerta y bajé la escalera sin voltear a verlo. Ya en la calle
me dijo:
–Ismael está demasiado bebido, yo te llevaré a tu casa.
Era Federico.
Al día siguiente me despertó una sensación punzante
de desasosiego y angustia que me cortaba la respiración. Me quedé en la cama, recordando
sin emoción ninguna las escenas de la noche anterior, pero el dolor se hacía cada
vez más agudo y me di cuenta de que a lo que más se parecía era al remordimiento.
¿De qué me avergonzaba? Volvía a repasar palabra por palabra todo aquello: ajeno,
distante, pero la angustia no cedía. Me levanté y desayuné cualquier cosa en la
cocina, de pie y sin hacer ruido para que mi madre no me viera.
Me estaba bañando cuando la oí gritarme.
–Paula, te busca el arquitecto –a ella le encantaba
que Ismael fuera arquitecto.
–¿Qué horas son?
–Las diez.
–Dile que ya voy.
–Date prisa.
El agua resbalaba, seguía murmurando, cayendo, y yo
no la sentía, me parecía que mi cuerpo no era mío. “Viene a buscarme… está aquí,
en mi casa…” pero no me atañía, se trataba de un desconocido, de alguien que no
tenía que ver con aquel extraño dolor que me llenaba toda y que hacía desabridas
las cosas más queridas.
Tuve que hacer un esfuerzo para moverme, secarme, vestirme
y arreglarme de cualquier manera.
Cuando se levantó y me saludó noté su sonrisa tímida
y el encogimiento peculiar del que quiere pedir perdón. Era sin duda encantador,
pero su encanto resbalaba sobre mí como las gotas de agua.
–Señora, si nos permite, me gustaría llevar a Paula
a dar un paseo –y me miraba interrogante, como pidiendo aprobación. Me era desagradable
esa actitud.
Salimos de la casa y al pasar bajo el gran olmo me acordé
de Marcos, de aquella noche en que a tientas, en el fondo del vértigo, encontré
la respiración, el sabor, el olor, lo que Marcos era en lo profundo, y lo que en
lo profundo era yo misma. Lo recordé, pero de lejos, con añoranza.
–Quería darte una explicación. Anoche te escandalizamos.
–No. Cuando uno se escandaliza se desprende, y es más
fácil.
–Entonces…
–Me dolió. No lo que me dijeron. Todo.
–Yo no pude dormir. Pero no creas que son malos, quieren
ser sinceros, libres. Y Toti es una pobre chica que hace cualquier cosa con tal
de llamar la atención.
–No se trata de ella, sino de la otra… Abigaíl. Nunca
había oído hablar así de una mujer.
–Ya te dije, quieren ser verdaderos.
–Pero ella…
–También, aunque todo lo que oíste es cierto. A mí me
da lástima, y creo que su madre tiene la culpa: se acuesta con todo el mundo y Abigaíl
lo sabe, lo ha sabido desde antes de aprender a andar.
–Debe ser horrible.
–No ha encontrado la solución y no tiene un camino claro,
da tumbos y se lastima, y también hace daño a los demás, como a Sergio, ya te diste
cuenta.
–Pero es que les falta algo, no sé qué, una fuerza…
–La razón por la que los juzgas mal es porque tú sí
tienes esa fuerza. Toti no piensa, pero creo que lo sintió y por eso se portó como
lo hizo, por envidia.
–¡Envidia! Cómo se te ocurre. Era desprecio… o despecho…
por ti.
–Caíste en la trampa. Celos, envidia, es lo mismo… y
tenía razón para sentirlos.
Muy poco tiempo después me casé con Ismael.
Desperté temprano, aquel mi primer día de casada. Era
extraño que Ismael estuviera dormido a mi lado, eran extraños el cuarto, el aire,
la luz cálida. Me sentí insegura, arrojada a una playa desconocida y desierta. Titubeé
antes de despertar a Ismael, pero necesitaba que abriera los ojos, que me mirara.
Lo besé tímida, y él se dio vuelta refunfuñando, entonces
me reí y volví a besarlo, jugando repetidas veces.
–Flojo, reflojo, recontraflojo.
Él siguió el juego sin contestarme, y luchamos, nos
empujamos, nos abrazamos, sobre la cama revuelta. Yo gritaba, reía, y cuando, jadeante,
tomé una tregua para respirar, me di cuenta de que él estaba serio, mirándome intensamente
con sus ojos profundos. Un dolor, una ternura violenta, me hicieron apretarme contra
él y esconder mi cara en su cuello. Me acarició con ternura, casi consolándome.
–Eres una niña.
Luego me besó en la boca y me pareció que la seriedad,
la fiereza de sus ojos se materializaban con el beso. Me abandoné a su deseo.
Poco después, todavía envueltos en aquel silencio de
los momentos de amor, y de nuevo en la playa salobre y árida, vi que alargaba la
mano y cogía un cigarrillo.
–Mi vida, no vas a fumar antes del desayuno.
Suspendió el ademán y se quedó un momento vuelto hacia
mí, sorprendido; parpadeó, se acomodó a mi lado y dulcemente me fue diciendo:
–Siempre lo he hecho, y por otra parte… no sé cómo decirlo…
tú has ido al cine, has hablado con tus amigas, oído a gente cursi, pero tú y yo
somos diferentes. Los motes, las palabras dizque cariñosas que usan todos, están
gastadas, no sirve, “mi vida”, “amor”, todo eso… ¿comprendes? –acariciaba mi mejilla–.
Ahora no fumaré, si te molesta.
–No, no… fuma por favor.
Encendió el cigarrillo y dejó escapar una columna densa
y perezosa.
–Iremos a comer con los Urquiza. Son amigos míos, y
me comprometí con ellos para llevarte.
–¿Hoy? No los conozco, y yo creía…
–Paula, ya me imagino lo que creías, pero el amor no
es una ilusión ni una novela rosa, es algo muy diferente, y cuando lo comprendas…
cuando lo comprendas…
Estaba otra vez con sus ojos profundos adoloridos por
mí, por mi torpeza.
–Como quieras, lo que tú quieras.
Y volví a esconder mi cara contra su pecho.
Fuimos a vivir muy cerca del bosque, en el penthouse
de un edificio que era suyo. Un departamento espacioso y moderno, con muebles bajos
y pinturas abstractas. “Tienes que acostumbrarte a vivir entre objetos hermosos”,
me dijo; comprendí.
Nadie me obligó, yo sola empecé a vivir para esperar
a Ismael. Sin embargo mis lentas horas de soledad no estaban vacías, mi deseo de
ser tal como él quería que fuera las llenaba: leía, asistía a clases, a conferencias,
escuchaba música, y por encima de todo lo observaba y lo comparaba conmigo, pobre
de mí.
Había cosas, detalles que me hacían pensar; por ejemplo,
aquella mañana que la criada se fue sin avisarme y él me encontró furiosa cuando
se levantó. “No te pongas así. Es lo menos que puedes aceptar de una pobre mujer
que ha tenido que aguantarnos tal y como somos. Debe ser molesto ese vivir siempre
en una casa ajena donde todo absolutamente es impuesto. Lo menos que puedes conservar
es el derecho a cambiar, a irte cuando te venga en gana. Paula, trata de ponerte
en el lugar de la pobre muchacha”. Aprender a ponerse en el lugar de otro es importante,
muy importante, para mí llegó a ser fundamental, pero aquel día aprendí algo más:
que él era justo.
Tenía también una paciencia increíble conmigo. Recuerdo
las noches que se pasó explicándome el teorema de Pitágoras sin lograr, no que yo
lo entendiera, no era tan complicado, sino que lo retuviera, que viera su importancia,
su trascendencia; nunca pude. En cambio, en cosas menos intelectuales sí podía seguirlo.
“El estilo es lo más importante. Hay veces en que se necesita sacrificar la belleza
natural para transformarla en algo nuestro, acorde con nuestro ser”. Y pasó su mano
amorosamente por mis cabellos, esos cabellos negros y lustrosos, pesados, que eran
mi orgullo. Esa noche, cuando volvió me encontró con un chongo estilizado que en
lo alto de la nuca parecía “un postizo” de peluquero, así de perfecto era. Lo recibí
en la puerta, nos miramos, nos sonreímos con una alegría entrañable y diáfana, y
sin decir una palabra nos dirigimos al salón con las manos entrelazadas. No conozco
a nadie que pueda saber lo perfecta que es esa clase de felicidad. Me estoy equivocando,
seguramente Federico sí lo sabe.
Pero la armonía es muy difícil para una mujer, la naturaleza
está en contra de que la consiga, y si ahora pienso que así debe de ser, entonces
me produjo una gran confusión, casi una rebeldía. Sucedió una mañana, sin motivo
aparente alguno. Estaba poniendo en orden el estudio cuando un dolor desconocido,
agudo y que me estrujaba sin piedad las entrañas me hizo gritar. Me tapé la boca
con una mano porque me avergoncé de mi grito, pero el dolor no tenía relación con
mi voluntad y volvía, regresaba intermitentemente, envolviéndome en un remolino
de pavor irracional atrozmente animal. La sangre corría por mis muslos, por mis
piernas, y muy pronto la alfombra gris tuvo una enorme mancha roja que se fue extendiendo,
extendiendo. Me horrorizaba la idea de moverme, de mancharlo todo, de contaminar
los objetos a mi alrededor, y el dolor me sacudía el cuerpo con espasmos tan desesperados
que perdí todo control y comencé a mesarme los cabellos y a aullar como una bestia
herida. Enloquecí. Cuando la puerta se abrió y vi el rostro desencajado de Ismael,
era ya incapaz de controlar mis reacciones, seguía gritando y contrayéndome como
una posesa. Me tomó en brazos y me llevó a mi cama; oí cómo llamaba, urgido, al
médico. Yo seguía sin tregua en mi locura de dolor y espasmo; me revolvía y me quejaba
sin descanso, habitando con todas mis potencias el lugar solitario y alucinante
de los atormentados. Cuando el médico llegó y me examinó, creí que había tocado
el fondo de lo monstruosamente doloroso. Me puso una inyección intravenosa, y en
una semiconciencia que tenía mucho de delirio, de borrachera calurosa, me llevaron
al sanatorio.
Desperté muy cansada, adolorida y desprendiéndome con
lentitud de un mundo lejano, semiolvidado ya, pero del que conservaba una sensación
de ingravidez, de tristeza despegada y ultraterrena. Ismael estaba a mi lado, con
una de mis manos entre las suyas.
–¿Te sientes bien? Me has dado un susto… ¿por qué no
me lo dijiste?
–No sé por qué… no encontraba cómo…
–Está bien, no te esfuerces, procura descansar.
–Crees que… ¿te hubiera gustado?
–No sé, tal vez. Cuando las cosas suceden sin pedir
permiso… Pero ha sido mejor así, no estamos preparados, y un niño… en fin, ya te
dije que somos diferentes; procrear es simple, puede hacerlo cualquiera, y en cambio
buscar y encontrar la forma última del amor es solamente para nosotros. Los hijos
se interponen, lo sabes… pero no es hora de hablar de esto. Lo que necesitas es
reposo. Trata de dormir, reponte muy pronto para que volvamos a empezar.
Me besó en la frente y cerré los ojos. Se marchó.
Minutos después entró mi madre y me encontró llorando.
A ella también le corrieron lágrimas por la cara.
–Sé lo que sientes, pero no debes desesperar. Dios te
concederá más adelante otros hijos, y, aunque nunca olvidarás éste, tendrás consuelo.
Me abracé a ella y sollocé convulsivamente. Me pegaba
a mi madre, a su amor, cuanta mayor conciencia de que entre nosotras ya no había
comunicación posible, que el hilo de la continuidad se había roto, que ya había
aceptado traicionarla y decidido no hablarle nunca más de la verdad de mi vida.
Empecé el aprendizaje de silencio no revelándole aquel solitario dolor mío que jamás
tendría consuelo.
Más tarde llegó mi padre con un gran ramo de rosas.
Se sentó en la cabecera de la cama y puso su pesada mano sobre mi cabeza, su mano
tierna que sin ningún movimiento tenía el poder de transmitir tanto calor, tanta
fuerza. La circulación común, que al contacto de su mano volvía a sentir que nos
unía, oscura y espesa, me arrancó del mundo helado y fui cayendo en el consuelo
doloroso de revivir mi infancia mágica, de ese otro mundo que ahora quedaba suspenso
y trunco, sin que otra existencia infantil pudiera asomarse a él, reconocerlo o
destruirlo con sólo imponer su presencia frente al espejo: hay una alegría de vida
en el espejo roto que recoge en sus fragmentos respiraciones de dos tiempos diferentes,
queda esperar el milagro de que en un ángulo destrozado coincidan por un momento
dos atmósferas que se identifican, que son una sola, hincada en el tiempo para que
la respiren dos niños que se reconocen. Ahora eso no sería posible para mí, mi espejo
quedaría intacto y moriría conmigo. Mi espejo.
Por la rendija
se veía bastante. Él debía de estar en el fondo, muy cerca de la ventana, pues por
toda la habitación, por el techo, por las paredes azules, navegaban las escamas
luminosas. Alegre, el aire encantado fingía corrientes y contracorrientes y la móvil
fosforescencia parecía cantar, ingrávida, luminosa.
Hubo una gran
confusión entre los puntos de luz; se arremolinaron, huyeron, se acercaron, y por
fin se quedaron quietos cuando él surgió y se quedó parado en medio de la habitación.
Él sí tenía peso, el justo, y provocaba y sometía con un ademán montones de grandes
y pequeños prodigios. ¡Qué revuelo cuando levantó el brazo recto con la palma de
la mano hacia arriba, como un emperador!… Probaba las posibilidades de su cuerpo
dentro del traje, sin dar un paso, con ademanes lentos y armoniosos, parcos.
Se quedó quieto
como una estatua y vi la sonrisa secreta mover apenas las comisuras y hacer más
claros los ojos. Su voz tronó en contra mía, pero no volvió la cabeza hacia mi escondite.
–¿Estás satisfecha,
ave de mal fario? ¡Deja de espiarme y lárgate con viento fresco!… Camilo, no olvides
el estoque nuevo.
¡Cuántas, cuántas
escamas danzando apresuradas, cercándolo, esquivándolo! Y él disfrutaba la magia
que brotaba de su ser con una dignidad austera, casi ausente. El tiempo se detenía
en aquel cuarto a aquella hora, y si él no lo hubiera echado a andar, los momentos
se hubieran prolongado infinitamente en el profundo encantamiento de las grutas
marinas. Pero la metamorfosis había llegado al punto debido y él estaba armado para
todos los encuentros: el fracaso, la gloria, la muerte. Me alejé de la puerta y
salí al patio.
Como siempre,
todos los vecinos estaban ahí, y gente extraña también. No me molestaba ni me parecía
mal, así debía de ser.
Lo esperé ante
el portón. Al pasar me miró, irónico y cariñoso, y yo le tiré un beso con los dedos:
“Suerte, matador”. Se llevó la mano a la montera, en un saludo profesional y sin
embargo íntimo. Por estar dirigido a mí. Salí con los demás y en el momento en que
subía al coche pude atrapar la mirada profunda, casi angustiada, que dirigió al
balcón de mi madre. Su carro arrancó y toda la chiquilllería lo siguió gritando:
¡Viva Fermín Linares! ¡Viva Fermín Linares!
Los otros coches,
los gritos, las gentes, todo se fue, desapareció, y en el silencio la plaza de Chimalistac
me pareció enorme. Mi madre muy erguida, seria, continuaba en el balcón, con la
mirada perdida y la mano derecha apuñada sobre el barandal; luego la fue abriendo
lentamente, como si al permitirle distenderse la abandonara, y yo me volví con disimulo,
para no mirarla.
La convalecencia fue larga. Mi cuerpo, vacío para siempre, no se tomaba ninguna
prisa por recuperarse, y la debilidad me había sumido en una especie de incapacidad
para actuar sobre el mundo exterior; a veces me consolaba pensando que dormía el
sueño de invierno, como una crisálida.
Federico me hacía compañía casi todas las tardes, y
juntos veíamos desde el ventanal ponerse el sol entre los árboles.
–No, para Ismael no ha sido un golpe. Sigue igual su
vida sin mí. A él no es posible detenerlo.
–Creí que se quedaba contigo. Yo no lo he visto fuera
de esta casa.
–Sale todas las noches, bebe, va al cine… se impacienta
cuando me ve triste. No quisiera estar triste, Federico, pero cuando lo veo arreglarse
por las noches, tan alegre, tan lleno de vida, me dan ganas de llorar. Es egoísta,
mezquino de mi parte, lo sé y hago todo lo posible por ser diferente, pero no puedo
–se me quebró la voz y Federico vino en mi ayuda.
–Estás enferma.
–¿Y eso qué importa? Debo aprender a vencer también
eso.
–Un hijo es cosa de dos.
–No siempre.
Federico bajó los ojos. En la penumbra vi una cara diferente
a la habitual, cansada, vieja. Lentamente repitió.
–Es inútil tratar de detenerlo…
–Tú crees que no estoy luchando y sufriendo bastante,
Federico, crees que una mujer no puede sufrir más que heridas en los sentimientos,
en la carne, y te equivocas.
Vi brillar su mirada, sentí su tensión, pero continué
hablando sin enfrentarlo.
–Te vi hoy a la hora de la comida, cuando él dijo esas
cosas sobre Picasso. Lo aceptaste todo, querías hacer parecer que tú habías pensado
eso mismo antes, y buscabas como un desatinado un argumento que fuera más allá,
que diera un salto más largo, que abriera camino al pensamiento de Ismael. Olvidaste
por completo que hace dos semanas me dijiste exactamente lo contrario. No importa
eso, no esa especie de limbo en que me colocaste, en que colocas a todos cuando
él está presente. Lo que importa es la anulación tuya, porque cuando un hombre enajena
su inteligencia sin que se lo pidan, sin que lo noten siquiera…
Estábamos casi a oscuras. Me pareció que Federico hacía
el intento de hablar y lo detuve con un gesto.
–Ese tormento es el que crees que desconozco, pero te
equivocas. Además, tú renunciaste antes de proponerte la conquista; por amor, ya
lo sé, pero renunciaste. Yo no he renunciado.
Se acercó y me tomó una mano, con una efusión tan grande
que me enterneció.
–Creo que no es necesario que te diga…
–No, no es necesario.
–Él ni siquiera lo sabe.
–Creo que si se detuviera a pensar un momento en ti,
lo sabría; pero no se detiene.
Nos quedamos largo rato en la penumbra, personajes ausentes
en un cuadro oscuro y misterioso.
Después sonó el teléfono y me levanté a contestarlo.
–Es Malvina, avisando que Ismael no vendrá a cenar.
Acompáñame tú, ¿quieres? –encendí las luces y todo volvió a ser como si nada hubiésemos
dicho.
–Malvina, curioso nombre, y le va mal.
–Es raro que una esposa sienta simpatía por la secretaria
de su marido. Las secretarias conocen sus secretos… –rio como siempre, pero había
un dejo melancólico en su risa.
–Ella también me quiere, será por eso.
La cordialidad se restableció y cenamos conversando
como dos buenos amigos.
Nunca le hablé a Ismael de esa conversación; pero esa
noche, cuando Federico se fue, pensé en Marcos, en mis padres, y encontré que la
que ellos conocían y querían había muerto, y que si vieran quién era yo ahora se
horrorizarían. El desconocimiento de los míos, la aceptación de una vida desligada
del pasado y sin futuro previsible, esa nueva faceta de mi soledad, me tuvo angustiada
y en vela hasta la madrugada. Ni siquiera cuando oí regresar a Ismael y entrar a
su cuarto pude dormirme.
Estaba tomando sol en la terraza cuando Ismael se me
reunió e inclinándose sobre mi silla me preguntó con cariño.
–¿Te sientes mejor?
–Sí, no muy fuerte, pero mejor. El médico cree que podré
salir y hacer una vida normal en unos cuantos días más. Dice que necesito distraerme.
–Magnífico. Quiero que el sábado próximo vayamos a una
fiesta a la que estamos invitados. Será para inaugurar el nuevo departamento de
Toti.
–¿A casa de Toti?
–Sí, de Toti –en su voz tembló discordante una nota
de impaciencia. Yo sabía que mi antipatía hacia ella le parecía una necedad y me
sentí incómoda. Pero él aparentó olvidarse del asunto, me dio la espalda y se quedó
absorto mirando el paisaje desde la balaustrada. Yo veía su mano que sostenía el
cigarrillo y que subía y bajaba con largos intervalos; luego las volutas de humo;
no me atrevía, no sé por qué, a mirarle la nuca.
Cuando volvió a hablar parecía tranquilo, y sus palabras
tenían el tono ligero que empleaba para los asuntos intrascendentes.
–En los últimos tiempos la he visto, he salido con ella.
Acaba de divorciarse y quería oírla contar la historia. Toti es muy divertida.
Se volvió hacia mí y la expresión de mi cara lo irritó
hasta hacerlo gritar.
–¡Ah, no! ¡No vamos a tener tragedia por tan poca cosa!
Lo de la reunión del sábado lo acepté pensando en ti, en tu manera de ser. Vamos
a ir precisamente para que todo quede claro y no haya chismes ni interpretaciones
falsas, ¿entiendes?
Era un mediodía espléndido. La luz caía a plomo y el
mundo no tenía sombras; el dibujo nítido de las cosas les daba una presencia violenta,
hostil. Oí el portazo. Las hojas de los árboles se movían inquietas, los ruidos
se quedaban lejos, el límite del vacío que había en torno a mí. Sentí frío y me
fui encogiendo, replegando lentamente sobre mí misma. Cuando sentí el calor de mis
rodillas contra la cara, comencé a llorar.
Federico vino por la tarde.
–¿Ya se fue Ismael?
–No vino a comer.
Hubo una pausa.
–Has llorado.
Volví la cabeza para que no viera mis ojos otra vez
arrasados y hubo un silencio largo hasta que pude dominarme.
–Estás enterado, ¿verdad?… y ahora quiere que vaya a
casa de ella para que se vea que lo sé y que estoy de acuerdo.
–¿Vas a ir?
–Sí.
–Piénsalo bien.
–Si no voy, él me despreciará, y eso no puedo soportarlo.
Además, él es justo, Federico, y si ha hecho esto debe de ser por algo, por algo
que yo no entiendo, pero debo actuar como si lo entendiera: él detesta la incomprensión…
No, no da explicaciones… tampoco me ha pedido perdón, seguramente porque no cree
haber hecho nada censurable, pero como yo… soy… así… tengo que perdonarlo, aunque
no me lo pida.
–Estás equivocada, no es ése el camino. Él necesita
que te le enfrentes, que te afiances a ti misma. Si sigues por aquí, llegará el
día en que te transformarás en lo que Ismael más odia: un fardo en su espalda.
–No creo. A veces pienso que él hace estas cosas para
que yo me esfuerce y alcance un tamaño más de acuerdo con el suyo.
–¡Ajá!, entonces vas con Toti para edificar tu espíritu,
¿no es eso?
–Federico, no te burles, esto es muy serio. Escúchame
bien: no sé pensar ni actuar, pero he leído algo que me puede servir, que puede
hacer de lo mío negativo algo positivo… ¿Has oído hablar de la no resistencia al
mal? Uno no lucha más que con sus pasiones; con nada externo, ¿ves?, y no es otra
cosa que un agente receptor, una esponja que absorbe el mal y no lo rechaza ni lo
devuelve, sino que se queda con él dentro, y lo rumia, lo envuelve, lo fracciona,
hasta que puede digerirlo y con eso aniquilarlo.
–Paula, estás demasiado excitada, vuelve en ti; hablemos
con calma, despacio, y trata de pensar como una persona normal. Si tendemos a lo
absoluto en esta civilización nuestra, estamos fuera de la realidad, perdidos; nosotros
no concebimos más que lo relativo, sobre todo lo relativo a particularmente los
que estamos hechos pedazos, o enamorados. Eso de que me hablas sirve para otras
cosas, para seres puros o que aspiran a serlo, no para quien está viviendo una existencia
ajena.
–A mí me sirve, o tal vez sólo me consuela. Te equivocaste
cuando creíste que era yo quien debía casarme con Ismael, no, yo menos que nadie…
Se necesita una mujer verdaderamente pura o inteligente.
–No es sano esto que haces, ¿por qué toda la culpa ha
de ser tuya? Habla con Ismael, dile todo esto que me has dicho a mí.
–Te estás tratando de engañar. Sabes perfectamente que
con Ismael es imposible discutir sobre él mismo. Se cierra, es su fuerza.
–O su falla. Pero yo intentaré hablar con él, trataré
de hacerlo del modo más desapasionado, como si hablara de personas ajenas sobre
las que es posible discutir sin comprometerse al juzgarlas. Trataré.
–No lo permitirá, huele desde lejos las maniobras para
atraparlo… y sabe que tú y yo, de una manera o de otra, lo queremos para nosotros
mismos. Además es un asunto entre él y yo, y no tiene solución fuera de nosotros.
–No temas herirme, me doy cuenta. Yo… soy el menos indicado.
Lo vi ensombrecerse. Hubiera querido consolarlo, pero
en mi desesperación creí que todo consuelo era imposible.
Así perdí a mi único amigo: no volví a hablarle de estas
cosas y seguí sola por mi túnel amargo.
El sábado me vestí con cuidado.
En la fiesta estaban todos, Myra y Abigaíl se mostraron
especialmente amables conmigo, y Federico neutralizó todo lo que pudo, con su ironía,
las indirectas de Toti. A Ismael casi no lo vi, se pasó la velada hablando en otros
grupos, desentendido de Toti y de mí.
Recuerdo esa reunión muy en general, porque no percibí
los detalles, ni recuerdo los diálogos; estaba embotada, sin poder sentir ni por
un momento que la mujer vestida de negro era yo.
–Ya ves cómo lo pasaste bien –comentó Ismael cuando
regresábamos a casa, y continuó con la misma indiferencia–. No sé qué le pasa a
Federico, se está volviendo tonto de tanto querer ser ingenioso. ¿Te fijaste en
el muchachito que llevó?, daba la impresión de que…
Me recosté en el respaldo del asiento. Las luces del
Paseo de la Reforma se me venían encima y pasaban vertiginosas. Ismael seguía hablando.
Sus palabras, las luces, los recuerdos, los pensamientos, todo era y se desvanecía
en segundos, no chocábamos, nos rozábamos apenas y seguíamos nuestro camino sin
penetración ni daño. Volábamos y en el espacio había lugar suficiente para nuestras
corrientes encontradas. Las palabras, las luces… nada podía destruirme, a mí, sola,
en mi carrera alada. Una alegría nueva abrasó mi corazón. Me incorporé de un salto
y besé a Ismael en la mejilla. Él sonrió sorprendido y vi sus facciones retomar
la tranquilidad. Lo había perdonado.
En mi pequeñez creí que había alcanzado algo así como
la grandeza de espíritu; la verdad es que me engreí por un espejismo. Mi tamaño
era el de Toti, lo digo sin desprecio, y a él debí atenerme.
Pero me hice la ilusión de que cuando Ismael compró
el viejo caserón de San Ángel, lo había hecho como un acto de reconocimiento hacia
mí, y que tener una sólida casa de piedra quería decir que nuestro matrimonio estaba
por encima de cualquier hecho fortuito.
–No he podido tenerlo en secreto, aunque primero pensé
que te lo ocultaría hasta que estuviera listo, para que fuera una sorpresa, pero
quiero que lo veas ahora mismo. Para mí como arquitecto es un reto. No es lo mismo
partir de cero y crearlo todo de la nada que colaborar con un colega de hace varios
siglos. Él ha establecido las condiciones del juego y sigue jugando en la sombra.
No tengo que rebajarlo ni hacerle traición, lo que debo hacer es comprenderlo… y
someterlo.
Fue una aventura a la que me uní con todas mis fuerzas.
Empecé por ocuparme del jardín y el parque; escogí las flores: madreselvas y boj
para los arriates; rosas té, blancas, rojas en los prados, heliotropos en el rincón
de la fuente del ángel de mármol.
Puse también macizos de gardenias en la parte de atrás
de la casa, haciendo el contrapunto a la gran magnolia que había junto a la galería
del frente; y en el parque coloqué enormes tiestos con helechos bajo los arces y
los álamos cubiertos de musgo. Cuidé meticulosamente de que el jardín no fuera sombrío,
aunque busqué que armonizara con la melancolía romántica del parque. Quería que
el sol entrara por todas las ventanas de mi casa, apenas tamizado por una enredadera
ligera o un árbol tierno. Hacía ya tiempo que los lugares sombríos me daban miedo.
Los muebles fueron otro problema. Ismael no quería que
mezcláramos directamente lo moderno con lo colonial, así que hube de encontrar muebles
y objetos que aludieran a Inocencio I y Alejandro VI, y sobre todo a Felipe II.
Felipe II fue mi tema preferido en esos días, no por lo sombrío ascético, sino al
contrario, por los chispazos, por los brillos de extraordinario lujo, de refinada
maldad que encontraba en él. Cuanto más lo espiaba, más me parecía que era de reojo
como podía vérsele mejor.
Sin embargo, creo que la satisfacción más íntima que
me dio esa casa fue la de amueblar mi cuarto con mis viejos muebles de soltera.
Sillas, secretaire, marcos, cortinas, cristos,
bordados, todo proveniente de mi madre y mis abuelas. Todo lo pensé muy bien: tenía
que dejar mi habitación abigarrada, pero sólo en trozos, para que hubiera descansos
desnudos y limpios, y además para que fuera difícil descubrir el secreto de los
objetos queridos. Al entrar en la habitación siempre sentía el calor, la tranquilidad
que desde hacía mucho tiempo me hacía falta, y en ella solamente yo podía percibir
el olor inconfundible del polvo de arroz que usaba mi abuela Isabel. Hasta había
por ahí, entre tantas fotografías, una de Marcos. Pero quizá lo que más me gustaba
era el gran balcón que daba al poniente, justo debajo de la magnolia: me hacía sentir
diferente, digna. Ahí en ese lugar mío pasé muchas horas en acuerdo conmigo misma.
–Estoy muy contento de cómo ha quedado –dijo Ismael–;
no nos falta para cambiarnos a ella más que fijar la fecha y organizar la fiesta
de inauguración, porque algunas cosas que hemos encargado a Europa pueden ser colocadas
habitándola ya. El último problema era la piscina, pero lo he solucionado dándole
el estilo del jardín Borda, y estará terminada en dos semanas más.
–Nos gustaría mucho verla –dijo el señor Browfield.
–Debe de ser muy interesante esa casa reconstruida –susurró
Betty en su español ligeramente áspero.
–No se trata de una reconstrucción; he querido recrearla,
darle un ambiente diferente al primitivo, pero no infiel, ¿comprende? Algo que cupiera
en su concepción original, pero que no la siguiera… Sí, me encantaría que la vieran
con calma, antes de que nos cambiemos. Aunque no tiene absolutamente nada que ver
con el edificio que quiere su compañía –acentuó un poco la sonrisa al añadir–: Esto
es muy latino, si me permiten la expresión, está ligado por todas partes a una cultura
que a ustedes es ajena y creo que inhabitable. Si la encuentran exótica o interesante,
querrá decir que o he fracasado o no podemos entendernos, y lo digo a sabiendas
de que en ello puede irme el contrato…
–¡Oh!, pero unas oficinas no tienen que ver con esto.
–Pero el arquitecto sí. Ustedes quieren las cosas a
su manera, como si el edificio fuera a levantarse contra el cielo caliginoso de
Boston o junto al Empire State, y eso da ese aire de desamparo y de transplante
a los edificios que construyen aquí sus arquitectos. Yo no podría hacer eso.
–Por patriotismo, supongo…
–En absoluto, creo poco en eso, ni siquiera en lo que
se ha dado en llamar la arquitectura mexicana. Hablo nada más del sentimiento.
–¡Ah!, el arte –dijo Betty con ironía.
–Precisamente, la arquitectura es un arte bastante abstracto
y difícil por naturaleza, y hay que defenderlo abiertamente; de lo contrario no
queda más que resignarse a la técnica, o a las modas, que es peor.
–Hemos llegado a un terreno difícil. Será preferible
continuar después de ver la casa, ¿no les parece?
Browfield parecía desconcertado; más bien, molesto.
Yo estaba segura de que Ismael no haría el proyecto después de esta confesión de
rebeldía. Pero en ese momento vi sus ojos chispear y la satisfacción juguetona de
su boca, y luego, durante toda la noche, su gran desenvoltura y brillantez: había
apostado todo a su libertad y si perdía no le iba a afectar en absoluto.
Me habían avisado que esa misma mañana a las doce desempacarían
en la casa de San Ángel los dos bargueños y las estatuas del primer Renacimiento
que habíamos encargado a Italia. También venían tres cuadros del taller de Tiziano,
algunas lámparas y los terciopelos antiguos que faltaban para dar por terminada
nuestra labor. Estaba muy excitada.
No esperé el elevador, sino que subí corriendo las escaleras,
llevaba mi mejor tailleur, sombrero y guantes, para estar a tono con la solemnidad,
pero no podía controlar mi alegría. Cuando llegué frente a la puerta del despacho
de Ismael, me detuve a regularizar mi respiración porque me daba un poco de vergüenza
que me vieran excitada como una criatura, y un momento después abrí la puerta sin
ruido para sorprender con una broma a Malvina, pero algo en la expresión de su rostro
me detuvo y me dejó inmóvil, con la mano sobre la perilla.
La luz de la ventana daba de lleno sobre ella. Tenía
los ojos fuertemente cerrados y sus pestañas temblaban por un esfuerzo terrible;
los músculos de su cara estaban tensos y al pronunciar las palabras no movía más
que muy levemente la boca, apretando los dientes. Hablaba por teléfono, y lo que
decía no parecía tener relación con aquella actitud extraña.
–Sí, el arquitecto pasará a recogerla a las doce… sí,
a las doce, en su hotel… No, no tiene nada que agradecer.
Y colgó. Hizo una honda inspiración y sus manos crispadas
taparon su cara. Todo su cuerpo se estremeció con un gemido sordo, casi un sollozo.
Pero no comprendí hasta que se volvió a mí, y después de mirarme ya unos segundos
como a una desconocida me dijo con el mayor rencor:
–¿Estaba espiando?… no me importa. Yo soy secretaria
del arquitecto y hago lo que él manda, ¿entiende? Además, usted tiene la culpa de
todo… de todo…
Creí que iba a llorar y estuvo a punto de hacerlo, pero
un momento después la vi erguirse, dominarse hasta donde le fue posible, y caminar
con pasos rápidos a la puerta del privado de Ismael para abrirla y darme paso. Antes
de hacerlo, se volvió y me dijo con voz cansada, neutra:
–Perdóneme, estoy muy nerviosa hoy. Le ruego que no
se imagine cosas que no son.
Entré al privado y vi la silueta de Ismael recortada
contra la luz. Cuando entré se levantó y vino a mi encuentro, tan perfectamente
inocente que me turbé. En ese momento lo vi hermoso, increíble, míticamente hermoso.
–Te tengo una gran noticia –dijo.
Era imposible que no se hubiera dado cuenta de lo de
Malvina. No, lo que le sucedía con respecto a ella era exactamente lo que le pasaba
con Federico y conmigo: nos veía, nos utilizaba tal vez, sin maldad, pero sin mirarnos.
Pero mi presencia ¿ni siquiera le recordaba la cita que tenía con otra mujer dentro
de unos momentos? Hubiera deseado descubrir en él el signo más pequeño de turbación,
un indicio de que yo significaba algo en sus asuntos amorosos, pero él estaba impaciente
únicamente por darme su gran noticia.
–Acabo de firmar el contrato de venta de la casa. Browfield
me la compró.
–¿La casa de San Ángel?
–Claro. Quedaron encantados con ella; pobres, no tenían
idea de que se pudiera vivir así en nuestra época.
–Pero, Ismael, mis muebles, mis retratos…
–Basta, Paula. Tienes la avaricia de todas las mujeres.
Los objetos son objetos, intercambiables, adquiribles, uno no puede pegarse a ellos,
depender de ellos. Te hace falta un poco de desprendimiento. La generosidad debe
ser absoluta, uno tiene que darse a cada momento, irse dando durante toda la vida,
minuto a minuto, construirse también…
–¿Te dieron el contrato para el edificio?
–Sí, ¿qué tiene que ver?
–Nada.
Sabía perfectamente que no era por eso que había vendido
la casa; en realidad era por lo que él decía: por desprendimiento absoluto de todo,
por esa extraña y magnífica generosidad. No dije más. Recogí con cuidado mi bolsa,
mis guantes, y salí del despacho sin que él hiciera un gesto para detenerme.
En el recibidor, Malvina me esperaba.
–Paula… quisiera…
Afuera el sol enceguecedor, indiferente, dejaba que
mi cuerpo se estremeciera de un frío interno cada vez más violento. El ruido ensordecedor
me aturdía, pero estaba tan lejos… Yo sola, en medio del torbellino, como un objeto
extraño. Inmóvil. La gente me atropellaba. Me dejé llevar por la corriente.
Y él en medio de nosotros, todos los que lo rodeábamos,
¿estaba tan vacío de sí que, como yo ahora, no veía a nadie? ¿O estaba tan lleno
que ninguno tenía significado, importancia alguna? ¿Ni él mismo era lo suficientemente
importante para ser capaz de tener apego a las cosas por las que un momento antes
se interesaba, se apasionaba, como con la casa? El descubrimiento de los sentimientos
de Malvina… aquella cita… la pérdida para siempre de lo que yo creí como una loca
que era, al fin, mi hogar, con mis cosas… mi marido… mi amor. Lleno, vacío. Lleno,
vacío… todo estaba lleno de vacío.
Caminaba a empellones, creo que algunos me injuriaban.
Caminaba. Caminaba. No tenía a dónde ir. Ni siquiera estaba sola, estaba sin mí,
en un páramo con un pasado que no recordaba y sin ningún porvenir. Sola, entre el
torrente de personas que iban a alguna parte, que se verían con alguien, que eran
queridos, que tenían algo que hacer. Me miré las manos. Dejé caer los brazos y seguí
caminando por calles que a lo mejor alguna vez había conocido, por las que había
pasado, viva. Ahora estaba ciega, sorda, muda: muerta. Pero no me desplomaba, no
sé por qué, mis piernas seguían moviéndose y con ellas todo mi cuerpo.
–No tengo nada, estoy sola.
–Yo también.
–Es diferente: tú te tienes a ti mismo.
–Y si quisieras, si te empeñaras, podrías conseguirlo
como yo. Pero te da miedo renunciar a pequeñas cosas superfluas que tienes metido
en la cabeza que son tu vida, tú misma.
–¿Para qué si nadie me mira? No quieres entender que
para mí la única forma es interesarle y gustarle a otro.
–Tonterías, nadie debe depender de nadie. Y a desbrozarte,
a ser en pureza y plenitud, nadie debe ayudarte, ni con una mirada, pues
esa simple atención desviará tu autenticidad. Uno no se puede formar más que en
soledad, como los edificios, cada uno completo, autosuficiente, expresando su peculiaridad
sin tapujos, no en complicidad sino solamente en armonía con el aire circundante.
¿No hablabas de la no resistencia al mal, de la bondad que actúa secretamente sobre
los contrarios? Eso no se puede hacer en compañía. Asumir el mal, masticarlo, como
decías, debemos hacerlo todos, pero cada quien con sus propios dientes.
–No, no puedo, soy débil, Ismael, tengo miedo del mal
y lo deseo. Renunciar a él del todo, tener la tranquilidad y la pureza absolutas
para enfrentarlo, no es para mí. No he podido, no puedo. Ayer nada menos…
–Ayer y hoy y mañana. Es cosa de todos los días. Los
episodios no importan, lo único que debe interesar es la realización total, el resultado.
–¿Tú puedes?
–Lo intento. Y lo que me reprochas siempre es que lo
intente sin piedad para los demás, pero puedo hacerlo porque tampoco tengo complacencias
para conmigo mismo.
–¿Me desprecias, Ismael?
–No se trata de desprecio. Quiero que estés junto a
mí, que seas lo más cercano. El amor comienza cuando se ha renunciado a la persona
amada, cuando no se la necesita, cuando no queremos que nos dé nada, ni lo esperamos;
el amor es la libertad, no la esclavitud.
–La libertad ¿de qué?, ¿para qué?
–De ser. Eso es todo.
–No lo comprendo. Puede ser que ninguna mujer lo entienda
verdaderamente, en la carne, en la vida, como deben de ser entendidas estas cosas.
–Sí, hay mujeres que lo comprenden, y tú podrías ser
como ellas si lo quisieras.
Su voz era incisiva y vi brillar en sus ojos el pequeño
triunfo que siempre se agolpaba en ellos cuando comentaba sobre el atractivo, la
guapura o la inteligencia de las otras mujeres, porque él se daba cuenta de que
yo no participaba de las ventajas genéricas o particulares de las de mi sexo. Yo
era un ser absurdo.
El frío, el miedo al frío me inmovilizaba, mi propio
cuerpo no era suficiente para calentarse a sí mismo. No tenía a dónde ir, todos
los lugares del mundo estaban vacíos, sólo el lugar que Ismael ocupaba era real;
aunque fuera la fuente principal de mi angustia lo miraba, me aferraba a él, y eso
hacía más absoluta y dolorosa mi soledad. Los días, los meses eran todos iguales,
lentos y fugaces, porque mi desesperación no tenía principio ni fin, porque yo no
tenía peso ni existencia verdadera. El departamento era demasiado grande, demasiado
chico para mi sufrimiento. En un rincón, arrebujada en una bata vieja, veía a Ismael
vestirse, hablar, salir, volver, y me parecía natural que no aludiera, que ni siquiera
se diera cuenta de mi aniquilamiento. Envejecí, me sentí horrible, estaba horrible.
El silencio en torno mío no se rompía jamás, ni mis pensamientos eran bastante claros
porque me atormentaban continuamente en todas direcciones, sin que pudiera darles
un sentido que aclarara algún punto, o toda la corriente de mi desgracia.
Aquella mañana desperté de mi sueño superficial y precario
con el mismo dolor helado de siempre. Pensé cuán verdaderas son las representaciones
del dolor que antes me parecían metafóricas y hasta ridículas en las imágenes religiosas:
las espadas atravesando un corazón. No había metáfora ninguna, el dolor que sentía
en el mío no era figurado, era absolutamente físico, el dolor de una espada de hielo
traspasándolo y cortándome el aliento. Un día como todos, hasta que llegara el de
mi muerte.
El mercado, la tintorería, el plomero… quehaceres sin
sentido. Mandé las cosas a casa y seguí caminando bajo el sol, en la hermosura de
la mañana, viéndolo todo como tras una vidriera, cerrada el alma al exterior y al
mismo tiempo hambrienta de su comunicación. Los ojos vacíos ante la hermosura, la
piel fría bajo el sol. La muerte parcial que soportaba debía de ser peor que la
muerte total que deseaba. Caminé sin rumbo, sin deseos de llegar a ninguna parte,
sólo por huir, como si mi pena no fuera yo misma.
–¡Nuna, Nuna!
De lejos me llegaron la voz y el nombre, Nuna…
me estremecí cuando el recuerdo me tocó, el recuerdo de que Nuna era, había sido
yo. Sentí que entre la bruma surgía el fantasma, mi fantasma: una sensación extraña,
un sonriente rostro olvidado. Seguí caminando sin conciencia de lo que hacía, sumida
por completo en la confusión de ese encuentro con el pasado y el olvido; todo impreciso,
en fuga el pasado y el presente, la cabeza sin pensamientos, llena tan sólo de imágenes
inconstantes.
–Nuna.
En mi oído la voz y el aliento cálido en mi nuca. Me
volví. Marcos estaba ahí.
–¿No me oíste?… Me alegro tanto de verte… –las comisuras
le temblaron levemente, sus ojos brillaban limpios. Tuve vergüenza de mi fealdad,
de la decrepitud que sentía en todo mi ser; pero él no pareció darse cuenta, seguía
esperando un gesto, una palabra míos, totalmente proyectado hacia ellos, hacia la
esperanza de una buena acogida.
–Marcos.
Empecé a temblar, creí que las piernas no me sostendrían,
que me pondría a llorar… Sin pensarlo alargué una mano y me apoyé en su brazo.
–¿Te sientes mal?… No, es que te he asustado; nada más
eso, ¿verdad? ¿Quieres tomar un café? Te haría bien y me dará la oportunidad de
hacerme perdonar. ¿Quieres?… bueno, si no te ocasiona ningún problema… Me encantará
poder ofrecerte algo.
–Iré con mucho gusto. Pero tú debes tener algo mejor
que hacer, éstas son horas de trabajo.
–Al diablo con el trabajo. En una mañana como ésta no
hay nada mejor que hacer que tomar un café contigo.
–Pero Marcos, no quisiera…
–¿Y esos escrúpulos? No los tenías cuando hacíamos la
pinta en el Liceo. “Los días hermosos son para vivirse”, ¿te acuerdas? Hagamos la
pinta y olvidemos todo lo demás.
–Está bien, pero con esa condición. Vamos a olvidarlo
todo, ¿de acuerdo?, a hacer como si la vida comenzara en este momento.
–De acuerdo. En route.
Me tomó del brazo y empezamos a caminar al mismo paso,
mirándonos sonrientes a los ojos, como si todos estos años no hubieran transcurrido.
¿Por qué, si en un momento se produce la desesperación, no debe darse en un momento
la alegría? No lo pensaba con claridad, pero era lo que vagamente me justificaba.
El recuerdo preciso y firme que Marcos tenía de mí y que me obligaba a actuar de
acuerdo con él, el calor de su brazo, su proximidad, todo eso me fue produciendo
una especie de deshielo, de desentumecimiento, y comencé a respirar de verdad el
aire caldeado de una maravillosa mañana de otoño, a moverme en un espacio cierto
de una ciudad habitada.
Entramos a un café.
–Dos capuchinos y pasteles con mucha crema.
Lo miré sorprendida.
–¿Ya no te gustan los pasteles con crema? Te gustaban
y además querías engordar. Ahora también te vendría muy bien –bajé los ojos avergonzada
y otra vez consciente de mi fealdad, y él se rio con fuerza, francamente–. Siempre
te dije que así estabas muy bien, pero tu ideal era ser gordita como las majas de
Goya, sería por influencia del ambiente de tu casa; pero ya sabes que prefiero a
Botticelli, y si me apuras mucho, a Lucas Cranach, en lo que a mujeres se refiere,
se entiende…
Me pareció increíble que no hubiera cambiado casi nada.
Las alusiones eran intencionadas, desde luego, porque él no podía prescindir de
ello, pero simples, sin doble fondo ni sordidez.
Cuando terminamos los pasteles, me dijo:
–Traigo en el coche un libro que te gusta. Deberíamos
volver a leerlo juntos, pero no aquí, desde luego. ¿Tendrías tiempo para buscar
un sitio mejor?
–Bueno… Marcos, si no tienes imaginación. No vamos a
buscar nada, vamos a ir derecho al bosque de Chapultepec, por el lado del cerro
y nos vamos a tirar en el pasto a leerlo. ¿Qué libro es?
–Tú que todo lo adivinas deberías saberlo.
–No me lo imagino, ¡hay tantos!
–¿Tantos que te gustan? Éste es el que más. Lo traigo
siempre conmigo por ti… –ese perceptible enronquecimiento de la voz de Marcos volvió
a turbarme, como cuando era muy joven.
–¿No das? Pues fastídiate.
Todo sucedió como yo lo había predicho, pero cuando
Marcos, tirado en el pasto junto a mí, como un adolescente, empezó a leer, sentí
que una felicidad perdida y recobrada me inundaba y, dulcemente, sin sollozos, las
lágrimas resbalaron por mis sienes.
j’ai rêvé dans la grotte où nage
la Sirène
et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron…
Se incorporó un poco y me besó en los ojos. Sentí la
presión de su pecho contra el mío. La tierra debajo de mí se suavizó blandamente,
y cuando él me besó en la boca, yo no quería ya otra cosa que abandonarme sin pensamientos
al aguijoneante bienestar de mi carne resucitada.
–Vámonos –dijo.
Y yo comprendí sin rebelarme: la vida era simple y luminosa.
Fuimos a su departamento.
Horas después, mientras yo decía en el teléfono: “que
me quedé a comer en el centro”, vi la contracción de despecho doloroso en las facciones
de Marcos. Cuando colgué, vino hacia mí y tomándome de la cintura me condujo hasta
el sofá.
–Siempre te he esperado, lo has visto, pero no quería
que las cosas sucedieran así. Tú no eres para esto, Paula… no podrías… ni yo tampoco.
No soporto que hables por teléfono de esa manera; que mientas –me soltó y se separó
un poco de mí–. Te veo ahora aquí, con mi bata puesta y me parece natural; pero
cuando te oigo no puedo creer que seas la misma, la misma que hace un momento desnuda
y en mis brazos… Eres mía, mía, eso se sabe en un momento así, pero no puedes luego
levantarte y decir fríamente eso que has dicho, no te corresponde.
–Puedo porque estoy contaminada, porque soy otra.
–No, no quiero que seas otra más que la mía, la que
yo conozco.
–Ésa no existe ya. Mírame ahora. La plenitud del deseo
y del placer me han dado una realidad que no he tenido nunca, pero por eso precisamente
soy dueña en este momento de toda mi historia. He llegado a una realización y eso
es como llegar a una cima desde la que se ve mejor y se ve todo. No soy la niña
que conociste, y ahora, aunque sea feliz, soy culpable. Somos amantes y cómplices…
y me gusta que sea así.
–No te entiendo; lo que veo es que de pronto has cambiado
y que me hablas, no a mí sino a otro… a él… ¡Te estás vengando de él!
–Tú dijiste que esto era el amor, ¿te acuerdas? Cuando
lo dijiste, acariciándome, encendido y delirante, no pensaste que pudiera haber
alguien más que nosotros en esa habitación, no sentiste venganza alguna, ¿por qué
ahora la sientes?
Estaba abatido y me miraba con una profunda, insondable
tristeza.
–Porque me hablas fría, despiadadamente, como un triunfador
a su enemigo, y yo no soy tu enemigo, Paula.
–No, es verdad. Gracias por lo que me has dado, Marcos,
nadie me ha dado tanto, nunca, y no volveré a tenerlo.
Me vestí rápidamente y salí después de besarlo como
a un amigo. Hice con él lo que Ismael conmigo, pero mi dueño no era Marcos, y así,
con toda conciencia, aquella tarde volví a mi casa sin remordimiento ni nostalgias,
a esperar y a sufrir al hombre de mi vida, al enemigo amado.
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