José María Arguedas
Pelón vivía en una tienda
de esquina, en la tercera calle. El jirón “comercial” corría entre los dos malecones;
era un callejón angosto con piso de tierra y dos cintas de aceras empedradas; detrás
del gran malecón de arriba estaba la mejor calle, ancha, pavimentada hasta la mitad,
hasta el crucero con la calle de la tienda de Migata; luego continuaba hasta el
cerro, igualmente amplia, pero terrosa.
En
los malecones vivieron las familias principales, algunas con resonancia nacional;
muchas de esas casas permanecían cerradas y derrumbándose al cuidado de “serranos”
que habían convertido los patios en gallineros.
La
calle empedrada y ancha tenía dos sectores; la parte pavimentada pertenecía a la
clase de empleados importantes, de gente que aún ejercía oficios que les permitían
mantener una cierta facha de “señores”. Ahí estaba la botica y, especialmente el
boticario cuya señora esposa e hijas se bañaban vestidas de traje y no de ropa “moderna”.
Las
tres eran gordas, respetables y mantenían una tertulia nocturna nutrida, pero muy
discriminada. Podían acudir a ella gentes de toda clase, pero el señor boticario
y su honorable familia permanecían protegidos por el mostrador ancho que no era
franqueado por nadie.
–Mismo
qui’un brujo –decía de ellos don Moisés–. ¿Qué comen? ¿Su pulmón necesitará aire?
Naidies ha visto comu’es, por dentro, su vivienda. Yo desconfío, compadre. Cuando
hay mucha gripe el Don se frota sus manos. Algo de otras cosas comen; mucha barriga
tienen las niñas sin estar empreñadas y por esa barriga, tampoco habrá quien les
arrime…
La
parte polvorienta de la calle pertenecía a estibadores, artesanos, pequeños propietarios
de tierras del valle y a ciertas personas algo desconocidas, como un negro vendedor
ambulante que se trajeaba a lo señor pero cuya mujer andaba siempre sucia y permitía
que sobre el rostro de sus hijitos jugaran y se ensuciaran libremente las moscas.
–No
sabe usté, compadre, que el negro ese tiene la calavera de su otra señora difuntita,
ahí mimo, en la cabecera ’e su cama, sobre repisa, entre do vela ’e sebo. Dicen
que por el susto no má, la serranita que es su hembra de ahura, “atiende” tamién
al panadero. Sucederá lo que Dió y la calavera ’e la difunta manden, señó.
En
la última cuadra de esa calle, donde precisamente el terreno era algo cascajoso
y empinado, un hombre de numerosa familia había logrado hacer florecer un pequeño
jardín en ese lugar, donde el desierto parecía más seguro. Cargaban baldes de agua,
a la madrugada, para regar las plantas, y unas varas largas, no muy recias, de malva
lucían sus flores rosadas en círculos escalonados. Y los pajarillos venían allí,
atravesando el trozo de desierto que separaba el valle de ese caprichoso y anhelante
jardín del puerto. Claro que más cerca del malecón, por donde cruzaba la cañería
principal del agua, uno que otro vecino mantenía árboles martirizados de cítricos,
y en la parte baja de la misma calle se había logrado sembrar, en los últimos veinte
años de decadencia del puerto, pequeños huertos en los que el maíz, los camotes
y hasta el tomate crecían fecundamente. Pero el jardín de malvas estaba en el cascajo,
en el desierto duro y ya lejano, sobre la propia calle y cerrándola.
Paralela
a esta calle todavía había otra, bien trazada, pero maloliente, con un solo caño
de agua y las casas ya no tan nutridas. En la esquina principal tenía su tienda
Pelón. Detrás de esa última calle las casas se habían construido sin orden ninguno,
y a medida que avanzaban hacia el cementerio arqueológico eran más pobres. La última
pertenecía a Ogata.
Pelón
solía detenerse para contemplar el jardín de malvas, cuando, a fechas fijas, iba
al mar a sacar agua para fabricar sal. Aquella madrugada el puerto estaba cubierto
por una neblina muy baja y densa, perfumada hasta el exceso con el olor del océano.
El pecho bastante hundido del chino respiraba la neblina; en el silencio y la soledad,
Pelón dirigió los ojos hacia el lugar del jardín. Lo alcanzó con el intenso brillo
de sus ojos. Cuanto más envejecía y se secaba, sus ojos parecían hacerse más resplandecientes
y felices, aunque él no sonreía. Y no causaba extrañeza que no supiera reír, porque
Pelón era un chino inmigrante y había armado una tienda para la clientela más pobre
del puerto. En los andamios figuraban muy pocas cosas, pero nadie recordaba haberse
ido de esa tienda a la de Migata, más surtida, por no haber encontrado lo que pedía.
Y años más tarde, cuando veraneantes “limeños” inundaron el puerto en “la temporada”,
encontraban donde Pelón lo que Migata no tenía.
Aquella
madrugada, Pelón llegó al muelle cruzando el puerto, derechamente; la calle de la
tienda de Migata lo conducía hasta el mar desde la puerta de su “encomendería”.
Dos grandes latas de kerosene las llenó de agua, lanzándolas al mar desde el muelle.
Colgó ambas latas en los extremos de un palo y el peso del agua no rindió su cuerpo
un centímetro más de su encorvadura ya conocida. Sólo sus pasos se hicieron más
cortos pero más rápidos; así, ingresó al corredor, que unía el malecón de la ribera
con la tienda de Molleda; desde esa esquina el camino se empinaba, pero el chino
no redujo la velocidad de sus pasos. Iba feliz, solo, aislado por la olorosísima
niebla. Se cruzó con dos personas que no lo vieron, porque pasaron por la acera
opuesta. A la puerta de su tienda, puso en el suelo las latas de agua y, en ese
instante, por el fondo, la niebla se animó; y él, Pelón, se sintió iluminado, tierna
y sutilmente. El sol amanecía.
–Roncito,
poquito. –Oyó que le hablaba, desde cierta distancia, el Zambito Julio–. Roncito,
poquito –repitió.
Era
el único cliente ante el cual Pelón no permanecía inexpresivo. Su alma, su interior,
sonreían tristemente.
El
chino abrió la puerta de la encomendería, cargó las latas; depositó el agua en un
recipiente de madera que no parecía peruano; no estaba ajustado con flejes; no parecía
tonel ni lavadero. Cuando volvió al mostrador, el Zambito Julio continuaba a unos
pasos de la puerta.
–Roncito
–volvió a pedir.
Pelón
lo autorizó a que entrara a la tienda. El Zambito le alcanzó un pomo que traía guardado
en el bolsillo trasero del pantalón. Pelón movió negativamente la cabeza. Buscó
el embudo, y de una gran lata echó por el embudo aguardiente a una media botella
hasta llenarla. Alcanzó la botella al Zambito Julio y un paquetito envuelto en papel
de periódico.
Julio
sonrió. Su barba cana, especialmente sus largos bigotes, dieron a su rostro un aire
de idiota resucitado por la alegría; se echó a reír. Agradeció al chino levantando
ambos brazos, echó mano a la botella y al paquete, y salió a paso lento. El sol
empezaba a disipar la niebla convirtiéndola en luz. El Zambito echó a correr por
el medio de la calle terrosa, al final bajó hacia la ancha y empedrada, la cruzó,
llegó al extremo del malecón, subió hacia el cerro; allí, detrás de la caseta de
la Empresa Eléctrica, estaba su casa: una habitación que parecía haber sido mutilada
del resto de una residencia más amplia, porque estaba rodeada de escombros. Un gato
negro lo esperaba tras la puerta. Le hizo oler primero el cañazo, luego, abrió el
paquete cuidadosamente, mientras el gato subía al hombro del viejo, y esperaba,
conteniéndose, acariciando a su dueño con las garras que abría y cerraba amorosamente
sobre la piel del viejo.
El
paquete contenía un buen trozo de carne de bonito. El gato lo fue devorando con
cuidado, cambiando de posturas su cabeza. “¡Jááá! ¡Jáájáá…!”, exclamaba bailando
el Zambito Julio. Él comía muy poco; su prima Antonia, mujer del Huaquero, principal
guardián de la Grace, había cobrado el íntegro de la indemnización del Zambito cuando
se retiró de su plaza de estibador “terrestre”; a cambio, Antonia se comprometió
a darle pensión de alimentos “de por vida”. Pero le servía únicamente las sobras
de los otros tres pensionistas “pagantes” que tenía. El Zambito era, además, criado
y niñero de Antonia. “¡Jááá…!”, exclamando el Zambito dio algunas vueltas en su
cuarto, mientras el gato comía. Luego el gato saltó sobre el hombro del viejo. Entonces,
llorando, el Zambito empezó a beber el fuerte aguardiente. El gato ronroneaba y
jugaba con las garras sobre el hombro del viejo; le acariciaba el hombro con la
cabeza, pasando su dulce piel sobre el cuello del hombre.
Zambito
Julio se secó las lágrimas, corrió hacia la puerta; el gato saltó a tierra. El viejo
alcanzó a tiempo a su amigo Cañón.
Cargando
dos latas de desperdicios al “estilo” de Pelón cruzaba el “desierto”, un pequeño
trozo de arena que separaba las últimas casas del puerto, del chiquero donde la
mujer del Pibe engordaba chanchos. El viejo siguió a su amigo; esperó que llenara
los recipientes de piedra con el fétido contenido de las latas; luego, ambos se
echaron en el suelo.
Zambito
le pasó la botella a Cañón, y el hombre empezó a sorber a tragos, como si se tratara
de miel suave, el venenoso alcohol Cartavio. El sol fue haciéndose más puro, más
ardiente y verdadero sobre el rostro de los dos “camaradas”. Un orgullo tan intenso
como esa creciente luz animaba la expresión del viejo.
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