Roger McGough
Cuando el camión se detuvo de repente para evitar atropellar a una madre
y a su hijo en el camino, la joven mujer del sombrero verde sentada frente a mí,
me cayó encima. Como no soy del tipo de persona que pierde oportunidad, comencé
a hacerle el amor con todo mi cuerpo. Al principio, ella se resistió, diciendo que
era demasiado temprano en la mañana y demasiado pronto después del desayuno, y que
de todos modos me encontraba poco atractivo. Pero cuando le expliqué que esta era
una explosión nuclear y el mundo iba a terminarse a la hora del almuerzo, ella se
quitó el sombrero verde, guardó el boleto del camión en su bolsillo y se incorporó
al ejercicio.
Los pasajeros del camión, y había muchos, estaban emocionados,
sorprendidos, divertidos y enojados. Cuando corrió la voz de que el mundo iba a
acabarse a la hora del almuerzo, guardaron su orgullo en sus bolsillos, junto con
sus boletos del camión y se hicieron el amor uno con el otro. Incluso el guardián
del camión, subió al vehículo e inició algún tipo de relación con el guarda de este.
Esa noche, en el camión de regreso a casa, todos nos encontrábamos un poco avergonzados,
pero en particular yo y la joven del sombrero verde. Comenzamos a reconocer de diferentes
modos cuán apresurados y tontos fuimos. Pero entonces yo, que siempre he sido un
poco infantil, me paré y exclamé que era una lástima que el mundo no acabara siempre
a la hora del almuerzo y que siempre podríamos simular. Entonces sucedió que, rápido
como el relámpago, todos cambiamos de pareja y pronto el camión se movía con los
cuerpos como polillas haciendo travesuras. Al día siguiente, y todos los días, en
cada calle, en cada pueblo, en cada país… la gente simuló que el mundo iba a terminarse
a la hora del almuerzo. Todavía no ha sucedido. Aunque de cierto modo ha sucedido.
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