Mario Benedetti
Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses,
quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores
como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan
un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e
imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones
y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto
y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo
que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo
porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado
ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo
parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se
le iba haciendo más difícil soportar su curiosidad.
Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se
la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A
los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero
a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas”. En cuanto
oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en
los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el
padre, “así, sí”.
La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de
noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco.
Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban
en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un
malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró
bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron –ahora sí– los payasos.
Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos
de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su
hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó
sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos
empezaban a festejar el chiste mímico antes aun de que el payaso emprendiera su
gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda,
mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces
el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la
baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir
la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante
el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible,
con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más
cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron,
aun la madre de Carlos.
Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a
lo convenido la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había
visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho
vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero
la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó
despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si
estaba llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”
Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas.
Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le
hacían reír.
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