Charles Bukowski
Cass era la más joven y hermosa de cinco hermanas. Cass era la mujer más
hermosa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero
y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu
embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso
y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy
deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decían que estaba loca. Lo
decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía
simplemente una máquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass
bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba
la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza,
de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu;
pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida,
en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta
y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía
a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no les sacaba todo el partido
posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados
guapos le repugnaban: “No tienen agallas –decía ella–. No tienen nervio. Confían
siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada
dentro…” Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos calificaban
de locura.
Su padre había muerto del alcohol y su madre se había
largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las
metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass
que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas.
Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas.
Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero
la cicatriz, en vez de disminuir su belleza parecía, por el contrario, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después
de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que
soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo
de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.
–¿Tomas algo?
–Claro, ¿por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación
esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había
más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero
de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carné de identidad, no
sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del baño y se sentaba a mi lado
yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también
una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura
y la besé una vez.
–¿Crees que soy bonita? –preguntó.
–Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu
apariencia…
–La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees
de veras que soy bonita?
–Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creí que buscaba el pañuelo. Sacó
un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado
la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentí repugnancia
y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
–¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida.
Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado
se acercó.
–Mira –dijo a Cass–, si vuelves a hacer eso te echo.
Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
–¡Vete a la mierda, amigo! –dijo ella.
–Será mejor que la controles –me dijo el encargado.
–No te preocupes –dije yo.
–Es mi nariz –dijo Cass–, puedo hacer lo que quiera
con ella.
–No –dije–, a mí me duele.
–¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un
alfiler en la nariz?
–Sí, me duele, de veras.
–De acuerdo, no lo volveré a hacer. ¡Ánimo!
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso
y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía.
Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar
que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo
tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo
hermosa y espiritual. Quizás algún hombre o algo acabase destruyéndola para siempre.
Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
–¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
–Por la mañana –dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le
llevé uno a la cama. Se echó a reír.
–Eres el primer hombre que conozco que no ha querido
hacerlo por la noche.
–No hay problema –dije–. En realidad no tenemos que
hacerlo.
–No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque
un poco.
Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa,
largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor…
Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
–Ven, amor.
Fui. Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis
manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida
y firme. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los
ojos.
–¿Cómo te llamas? –pregunté.
–¿Qué diablos importa? –preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la
llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. No tenía que trabajar así que
dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera,
entró ella con una hoja: una oreja de elefante.
–Sabía que estarías en la bañera –dijo–, así que te
traje algo para tapar esa cosa.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
–¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
–Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en
la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía las hojas
de elefante. Y luego hacíamos el amor. Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla
de la cárcel por borrachera y pelea.
–Esos hijos de puta –decía–, sólo porque te pagan unas
copas creen que pueden llevarte a la cama.
–La culpa la tienes tú por aceptar la copa.
–Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.
–A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la
mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando;
volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de
discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que
se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella
llegó y se sentó a mi lado.
–Vaya, cabrón, veo que has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido
de cuello alto. Nunca la había visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba
un alfiler de cabeza de cristal. Solo se podían ver las cabezas de los alfileres,
pero los alfileres estaban clavados.
–Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….
–No, no seas tonto, es la moda.
–Estás chiflada.
–Te he echado de menos –dijo.
–¿Hay otro?
–No, no hay ninguno. Sólo tú. Pero ahora trabajo en
la calle. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
–Sácate esos alfileres.
–No, es la moda.
–Me hace muy desgraciado.
–¿Estás seguro?
–Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el
bolso.
–Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza
no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque
si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
–Vale –dije–, tengo mucha suerte.
–No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree
que lo eres. Tienes una cara fascinante.
–Gracias.
Tomamos otra copa.
–¿Qué andas haciendo? –preguntó.
–Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
–A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
–No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo
con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
–Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.
Salimos juntos a la calle. La gente aún miraba a Cass.
Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa. Abrí una botella de vino y hablamos.
A Cass y a mí siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato, yo escuchaba,
y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos
secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa… de
aquella manera en que sólo ella podía reírse. Y durante la charla nos besábamos
y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces
cuando Cass se quitó aquel vestido del cuello alto y la vi… Vi la mellada y horrible
cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
–Maldita sea, condenada. ¿Qué has hecho? –dije desde
la cama.
–Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te
gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echó
a reír:
–Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto,
no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
–Sí –dije–, no puedo parar de reír… Cass, cabrona, te
amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí
las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de
muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno.
Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad.
Por fin, vino y me zarandeó.
–¡Arriba, cabrón! ¡Échate agua fría en la cara y la
pinga y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día
de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos
playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra
compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas.
Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutían las ventas de fincas
dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez
de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí
y no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré sándwiches,
papas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y
dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos
sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar,
le sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo
lentamente: “no”. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré trabajo como empaquetador
en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado
para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me
senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo
el encargado.
–Siento lo de tu amiga.
–¿El qué? –pregunté.
–Lo siento. ¿No lo sabías?
–No
–Suicidio, la enterraron ayer.
–¿Enterrada? –pregunté. Parecía como si fuese a aparecer
en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
–La enterraron las hermanas.
–¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
–Se cortó el cuello.
–Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más
bella de las cinco hermanas, la mujer más hermosa de la ciudad. Conseguí conducir
hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en que se quedara
conmigo en vez de aceptar aquel “no”. Todo en ella había indicado que le pasaba
algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado.
Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros?
Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa
de la ciudad, muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos
escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé:
–¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CÁLLATE YA!
Seguía avanzando la noche y yo no podía hacer nada.
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