Ambrose Bierce
El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno
de los dos edecanes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún
regimiento de Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues
no había ni dos de nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera
de estados contiguos. El general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente
a la hora de conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar
celos regionales que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación
que todavía seguía unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos
en los servicios del cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas
circunstancias, los servicios de un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes,
para que se extendieran al ámbito de su familia y de sus amigos de juventud. De
todos modos, la “voz de la trompeta de la fama” había enronquecido un poco por exceso
de locuacidad.
El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura
y poseía una espléndida constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos
que en los hombres de su talla suelen asociarse a un valor y entereza de primera
magnitud. Solía vestir el uniforme completo, especialmente en acción, mientras la
mayoría de los oficiales se contentaba con lucir un atuendo menos rimbombante, por
lo cual su figura resultaba llamativa e impresionante. Como todo el resto, tenía
las maneras de un caballero, una mente cultivada y un corazón de león. Tenía alrededor
de treinta años.
Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía
como admiración, y con sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone’s
River –nuestro primer combate desde que él se unió a nosotros–, que poseía uno de
los defectos más criticables e indignos de un militar: se envanecía de su valentía.
En el transcurso de las vicisitudes y alternancias de aquel odioso enfrentamiento,
tanto cuando nuestras tropas se batían en los campos abiertos de algodón, o en los
bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del terraplén del ferrocarril, él
no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó expresamente el general,
que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las vidas de los oficiales
de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.
En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con
nosotros, ocurrió lo mismo. Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre,
entre una tormenta de balas y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera
que su deber, requiriéndole acudir, le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún
problema y en beneficio de su reputación de hombre con sensatez, hubiera podido
situarse a resguardo, en la medida de lo posible, en esos breves momentos de inacción
personal que se dan en una batalla.
Su comportamiento era el mismo cuando andaba a pie,
por necesidad o por deferencia a su comandante y a sus compañeros apeados. Se erguía
como una roca en campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto.
Mientras hombres de más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable
coraje, preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas
para el servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente
ocioso en aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del
fuego más nutrido.
Cuando los combates se desarrollan en campo abierto,
a menudo sucede que los soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante
horas a la simple distancia de una pedrada, se aprietan contra la tierra como si
estuvieran enamorados de ella. Los mismos oficiales, en los puestos asignados, se
aplastan contra el suelo, y los oficiales superiores, cuando han matado a sus caballos
o los han enviado a la retaguardia, se agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos
de plomo y aullidos de acero, sin pensar en su dignidad.
En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado
mayor de brigada no es, evidentemente, “una vida feliz”; tanto por su precaria duración
como por los nerviosos cambios emocionales a que está expuesto. De una posición
de relativa seguridad –de la que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede
salvarse “de milagro”– puede ser enviado a transmitir una orden al coronel de algún
regimiento situado en el frente de combate; una persona poco visible en ese momento
y difícil de encontrar sin una intensa búsqueda entre hombres preocupados por otras
cosas, en una madriguera en que tanto preguntas como respuestas se realizan por
señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la cabeza y a escabullirse galopando
a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un objeto de extraordinario
interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta… bueno, no suele haber
vuelta.
La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su
caballo al cuidado de su asistente –amaba mucho a su caballo– y se encaminaba muy
tranquilo a cumplir su peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas
de todos con su espléndida figura realzada por el uniforme. Lo observábamos conteniendo
la respiración y con el corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero
de nuestras filas se emocionó tanto que me gritó:
–Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes
de que llegue a-al f-foso.
No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba
seguro de que lo matarían.
Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre
valiente. De todas las veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la
menor baladronada ni el subsiguiente relato de sus hazañas. En las pocas ocasiones
en que alguno de nosotros se había aventurado a reprenderlo, Brayle había sonreído
amablemente y había dado una respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir
con el tema. Un día le habló al capitán:
–Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar
sus consejos, espero que su querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome
al oído las benditas palabras: “Ya se lo dije…”
Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar
por qué. Cuando aquella tarde le dispararon, hasta casi hacerlo pedazos en una emboscada,
Brayle permaneció junto a su cuerpo mucho tiempo, colocando bien sus miembros con
extrema delicadeza… ¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla
y botes de humo! Es fácil censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse
de imitarlas, pero es imposible no respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado
por aquella debilidad, que se expresaba de modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera
locuras, pero perseveró en su actitud hasta el final, resultando a veces gravemente
herido, pero retornando siempre al cumplimiento de su deber, cuando estaba repuesto.
Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que
ignora la ley de las probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca,
en Georgia, durante el transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta.
Enfrente de nuestra brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos
a lo largo de la suave cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el
sotobosque, en cada extremo de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas
de ocupar aquel claro hasta la noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos
camino como topos y surgir de las madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el
límite del bosque, a medio kilómetro del enemigo. Más o menos formábamos una especie
de semicírculo en el que la línea enemiga quedaba como la cuerda del arco.
–Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque
tanto como pueda, manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos
innecesarios. Puede usted dejar su caballo.
Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos
en el margen del bosque, en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se
hallaba en el extremo izquierdo. La sugerencia, hecha por el general, de dejar el
caballo, significaba, obviamente, que Brayle debía tomar el camino más largo, a
través del bosque y por en medio de los hombres. En realidad, era una sugerencia
innecesaria. Ir por el camino más corto suponía fracasar con toda seguridad en la
entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido interponerse, Brayle cabalgaba
a medio galope por el campo abierto y de las trincheras enemigas surgía un fuego
crepitante.
–¡Paren a ese maldito loco! –aulló el general.
Un soldado raso de la escolta, con más ambición que
cerebro, espoleó al caballo hacia delante para obedecer, y en diez metros él y su
caballo quedaron muertos en el campo del honor.
Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas.
Galopaba tranquilamente, en paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de
distancia. ¡Parecía un cuadro admirable! El sombrero había volado o saltado de un
disparo de su cabeza y su largo cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento
del caballo. Se sentaba muy erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas
con la mano izquierda, y con la derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida
mirada a su hermoso perfil cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba
que el interés con que tomaba lo que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna
afectación.
El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo
alguno teatral. Sucesivas hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba
y pronto nuestra línea, en el linde del bosque, se rompió en una visible y sonora
defensa. Sin más preocupación por sí mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros
compañeros se pusieron en pie de un salto y se precipitaron al campo abierto lanzando
láminas de balas hacia la chispeante cima de las fortificaciones enemigas, que respondieron
abriendo un bestial fuego sobre los grupos desprotegidos, con efectos mortales.
La artillería de las dos partes se unió a la batalla, puntuando el crepitar y el
clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra y rasgando el aire con
ensordecedoras tormentas de metralla. Desde el lado enemigo la metralla astillaba
los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el humo de
sus armas con nubes de polvo que se levantaban de sus trincheras.
El combate general había concentrado mi atención por
un momento, pero después, mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre
aquellas dos nubes de tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible
ahora para los dos bandos, condenado por igual por amigos y adversarios, estaba
de pie en medio de aquel espacio barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo.
A pocos metros, su caballo yacía en el suelo. Al instante vi lo que lo había detenido.
Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas
del día había hecho un apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé
que en aquel punto había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo
por el medio hasta las líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto.
Desde la posición donde nos encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente,
desconocía su existencia. Sin duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le
hubieran proporcionado una completa seguridad si se hubiera contentado con el milagro
que, sin duda, se había producido ya en su favor, y hubiera saltado dentro. No podía
avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie, aguardando la muerte. No lo hizo esperar
mucho.
Por una misteriosa coincidencia, el fuego cesó casi
en el mismo instante en que cayó. Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos,
acentuaron más el silencio, en lugar de romperlo. Era como si los dos bandos se
hubieran arrepentido súbitamente de su inútil crimen. Poco después, cuatro de nuestros
camilleros, seguidos por un sargento con bandera blanca, avanzaron por el campo
sin ser molestados y se dirigieron directamente hacia el cuerpo de Brayle. Varios
oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro y, descubriéndose, los
ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras filas, oímos
tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores… una
marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.
Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada
cartera de cuero de Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro
amigo, que hizo el general, en calidad de administrador.
Un año después del final de la guerra, en mi vuelta
a California, la abrí y la inspeccioné sin mucha atención. De un compartimiento
que había pasado por alto cayó una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita
con letra de mujer y empezaba con unas palabras de cariño, pero sin encabezamiento.
Estaba fechada en: “San Francisco, Cal., 9 de julio de 1862”. La firma era: “Querida”,
entre comillas. De manera casual, la autora de la carta daba su nombre y apellidos
en medio del texto: Marian Mendenhall.
La carta mostraba indicios de cultura y educación en
su autora, pero era una carta de amor corriente, si es que una carta de amor puede
ser corriente. No había en ella nada interesante, a excepción de un párrafo:
“El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello)
ha ido contando que en una batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio
agazapado detrás de un árbol. Estoy segura de que quiere despreciarte ante mis ojos,
como sabe que ocurriría si creyera tal historia. Podría soportar recibir la noticia
de la muerte de mi amante soldado, pero no la de su cobardía”.
Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada,
en una lejana región, habían matado a un centenar de hombres. ¿Las mujeres son débiles?
Una noche visité a la señorita Mendenhall para devolverle
su carta. Tenía la intención, también, de contarle lo que ella había provocado,
aunque sin decirle que había sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincón
Hill. Era hermosa y bien educada; en una palabra, encantadora.
–Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así?
–empecé, de una manera algo brusca–. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en
batalla. Entre sus efectos se encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión
al venir aquí es entregársela personalmente.
Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se
ruborizó. Luego, mirándome con una sonrisa, dijo:
–Es muy amable de su parte, aunque estoy segura de que
no merecía la pena que se molestara.
De pronto se sobresaltó y cambió de color.
–Esta mancha… –dijo–, es… seguramente, no será…
–Señorita –dije yo–, discúlpeme, pero sí, es la sangre
del corazón más fiel y más valeroso que ha palpitado jamás.
Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes
carbones de la chimenea.
–¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre –exclamó–.
¿Cómo murió?
Me había levantado instintivamente para rescatar aquel
pedazo de papel, sagrado hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo
la pregunta volvió la cara ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en
sus ojos y le tintó una mejilla con un color carmesí igual que el rojo de la mancha
del papel. Jamás había visto nada tan hermoso como aquella odiosa criatura.
–Lo mordió una serpiente –respondí.
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