Silvina Ocampo
Durante el principio de la travesía fuimos felices. Era nuestro viaje de
bodas, íbamos a Estados Unidos, mi marido para completar sus estudios y yo los míos,
pues conseguí una beca.
Continuamente gozábamos del espectáculo del mar, de
la música, de los juegos, de los alimentos, del dolce far niente a bordo.
El aire marítimo, que vuelve exuberantes a los hombres, también los enamora. Siempre
lo he dicho. Bajo su influjo adoramos, odiamos, desesperamos, gozamos más que bajo
el influjo de cualquier droga. Eran tal vez nuestras primeras vacaciones, pues desde
muy jóvenes habíamos vivido siempre sometidos a las familias de nuestros padres
y a trabajos que nos esclavizaban.
Por las mañanas, a las ocho, cuando no nos levantábamos
para ver la salida del sol, estábamos ya en la cubierta haciendo ejercicios. Tomábamos,
a las once, el caldo, que servían con sándwiches. El resto de la mañana, hasta la
hora del almuerzo, nos echábamos al sol, casi desnudos. Por la tarde estudiábamos
y algunos días tomábamos asueto leyendo libros o jugando a los naipes con algunos
de los pasajeros. Teníamos la impresión de estar comiendo, durmiendo, haciendo el
amor, o esperando hacerlo, todo el día.
Nos amábamos profundamente, con esa nueva dicha que
consistía en alejarnos del mundo rodeados de gente que no conocíamos o que apenas
conocíamos.
Entre los pasajeros ¿valdrá la pena nombrar a Isaura
Díaz que leía las líneas de las manos; a Roberto Crin, prestidigitador; a Luis Amaral,
brasileño, cazador y millonario; a John Edwards, médico que en un momento dado me
salvó la vida y a la niña Cirila Fray, a quien yo cuidaba durante una o dos horas
de la tarde, para ayudar a la madre, que estaba anémica?
Roberto Crin me fascinaba, con sus pruebas de prestidigitación
y conversaba un poquito conmigo cuando subíamos las escaleras o cuando nos cruzábamos
por la cubierta. A mi marido no le gustaba. No me lo decía, pero yo lo advertía
por su modo de fruncir el ceño o de arrugar la frente. ¿Acaso él no conversaba con
todas las mujeres de a bordo, en cuanto tenía una oportunidad? Con Luis Amaral,
yo no me atrevía a hablar, porque me miraba demasiado, con sus ojos oscuros y despiadados.
En cuanto intentaba hablarme, yo miraba para otro lado, haciéndome la distraída.
Al enigmático John Edwards, que me salvó la vida y con quien por ese motivo tuve
algún trato, mi marido apenas le hablaba. La vida, que había sido tan agradable
en los primeros días, para mí se volvió atroz. Para distraerme un poco me ocupé
de Cirila, que tenía cinco años y que pasaba la tarde en la sala de gimnasia de
niños, donde había un caballo de madera, un sube y baja, columpios y otros juegos
que uno encuentra en las plazas. Durante el momento que estaba con ella me olvidaba
un poco de la abrumante tarea que es para una mujer tratar de evitar los celos de
un marido desconfiado. Nuestro viaje no parecía un viaje de luna de miel. Una amargura
semejante a la que había visto entre otros matrimonios casados desde hacía ya tiempo,
destruía nuestra avenencia. No nos queríamos menos por ello. Durante el día nos
reconciliábamos cinco o seis veces; esas reconciliaciones eran efusivas. No lo culpo
a él más de lo que me culpo por ese estado de cosas. Soy vengativa, desde mi infancia
lo fui: en cuanto lo veía conversar con alguna mujer que no fuera demasiado vieja,
yo buscaba algún hombre a quien dar conversación, para que mi marido supiera lo
que era el sentimiento que yo más detestaba: los celos.
No fue sino después de quince días de a bordo que me
decidí a hablar con Luis Amaral. Un marido que ama a su mujer advierte cuando ésta
se siente atraída por otro hombre: algo en la voz, algo en la mirada, algo en el
comportamiento, la delata. Mi marido habría notado esta atracción, pues se tornó
hosco y malhumorado conmigo, sin dejar de ser amable con las otras mujeres.
Un día, Luis Amaral con el pretexto de mostrarme las
escopetas con las cuales cazaba en el Amazonas, me hizo pasar a su camarote. Yo
no hubiera debido aceptar. No me invitaba como a otros pasajeros de a bordo; su
manera de mirarme, su voz, me perturbaban. Para vengarme de las infidelidades, tal
vez inexistentes, de mi marido, yo me sentía capaz de hacer cualquier cosa. No me
hice rogar demasiado. Entré en el camarote de Luis Amaral como quien se suicida.
Cuando me encontré a solas frente a él me sentí avergonzada. Él lo tomó de otro
modo. Quiso abrazarme. Naturalmente lo rehuí. Él había cerrado la puerta con llave:
quise abrirla. Grité.
Después de ese episodio Luis Amaral me miró de un modo
insolente. No perdonaba mi indiferencia, porque se creía irresistible.
Mi marido, con el pretexto de averiguar su destino,
hablaba con Isaura Díaz, de noche cuando yo me desvestía para dormir. Varias veces
los vi en la cubierta juntos: ella teniéndole la mano y diciéndole cosas que él
nunca me contaba. Isaura Díaz era una mujer ya madura. Sus ojos negros irradiaban
una luz extraña. Me parecía que ningún hombre podía enamorarse de ella, primeramente
por su edad, luego por su falta de belleza. Pero a medida que la observé, descubrí
en ella un encanto y una fuerza que me inquietaron. Pensé que mi marido se sentía
atraído por ella y ese interés que demostraba por saber algo del futuro no era sino
el interés que siente un hombre frente a una mujer. Roberto Crin trataba de distraerme
con sus pruebas de prestidigitación. Tal vez adivinaba mi angustia. Yo con él me
sentía alegre, alegre como una niña, porque siempre me fascinó ese juego de hacer
aparecer y desaparecer objetos.
Mi marido no podía creer en mi inocencia, ni yo en la
de él. Un barco es un mundo, y en ese mundo empezábamos a vivir nuestro amor de
una manera equivocada. No sé si los pasajeros oían nuestras peleas. A veces íbamos
hasta la proa y el viento traía bocanadas de sal a nuestros labios mientras discutíamos.
A veces íbamos hasta la popa y ahí, con la cabeza agachada mirábamos el surco azul
que dejaba el barco y los peces voladores, que saltaban mientras nos destrozábamos
el alma. A veces, cuando todos los pasajeros se habían ido a dormir, permanecíamos
en la cubierta, como dos espectros, odiándonos.
Los motivos de nuestras disputas no nos enfurecían de
acuerdo a la gravedad del caso. A veces bastaba un pañuelo que hubiera caído, un
movimiento de una mano, un buenos días que se hubiera dicho, la palidez de las mejillas
o una contemplación demasiado prolongada frente al espejo, para que la ira desbordara.
Un demonio se había apoderado de nuestras almas. A veces pienso que Dios intentó
salvarnos de ese demonio infligiéndonos un castigo mayor.
Estábamos, aquel día, acodados a la borda. Hacía frío.
Nos habíamos puesto nuestros abrigos más gruesos, es cierto, pero no sentíamos el
frío en nuestras caras, ni en nuestras manos descubiertas. Peleábamos, no sé por
qué. Todos los motivos de nuestras peleas los recuerdo, salvo ese que parecía la
conjunción de todos los otros. Era la hora en que el mar, cuando hace frío, se pone
de un gris de acero. El sol blanco se parecía menos al sol que a la luna. Yo contemplaba
el cielo, el mar, como en un sueño. De repente el barco tembló, se tumbó hacia la
izquierda. Seguimos peleando. Se oyó la sirena. Los pasajeros del barco corrían,
recogiendo alegremente trozos de hielo que habían caído dentro de la cubierta, y
los lanzaban al aire. Seguimos peleando. El barco se ladeaba hacia la izquierda.
Un oficial vino a decirnos que el barco había chocado con un témpano de hielo. Estaba
hundiéndose. Le dimos las gracias. Seguimos peleando. De vez en cuando, un leve
movimiento, con una serie de crujidos, ladeaba el barco. Veíamos la vajilla del
comedor de primera clase caer una tras otra; la mesita con ruedas, cubierta de fiambres
y postres, golpearse contra las paredes, empujada por manos invisibles. La gente
se agrupaba en los rincones, como animales que temieran el granizo. Ya habían bajado
los botes de salvataje. Nos peleábamos. ¿Tuvimos deseos de salvarnos? Un oficial
vino a buscarme. Le dije que quería quedarme con mi marido, si en los botes no había
sitio para él. Seguimos peleando. Una avalancha de gente se nos vino encima cuando
abrieron las puertas de comunicación de la segunda clase y de la tercera. El amargo
gusto del mar tan parecido a las lágrimas, entró en mi boca. Me desvanecí. No sé
quién nos salvó, pero sea quien fuere, no se lo perdono, pues le debo haber quedado
en este mundo de peleas, en lugar de haber perecido en un espléndido naufragio,
abrazada a mi marido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario