Giovanni Papini
Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a aquellas que
son tan pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta vestida de negro y que están
reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de esas escondidas villas
donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a un portal de rejas murado.
Si encuentran alguna en el salón de una condesa viuda
y fuera de moda llámenla alteza y háblenle en francés, ese francés internacional,
clásico, incoloro que pueden aprender en los Contes Moraux del abate Marmontel;
el francés, en fin, de las gens de qualitéi. Mis princesas responderán casi
siempre y luego que hayan penetrado en sus pobres almas –pequeñas y llenas de polvo
y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII–, se darán cuenta de que
la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como parecía
poniéndonos en el mundo.
¡Qué secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas
y viejas princesas! Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más la
conversación y, aunque todas sean alemanas –una sola es rusa, pero por azar–, su
delicioso francés ancien régime algunas veces me regala emociones de ningún
modo ordinarias, y en ciertos momentos mi corazón se conmueve y siento casi ganas
–lo confieso– de llorar como un estúpido enamorado.
Una noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa
toscana, sentado sobre un sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me habían
ofrecido un té excesivamente aguado, yo callaba junto a la más vieja y la más bella
de mis princesas.
Vestida de negro, su rostro estaba rodeado de un velo
negro y sus cabellos, que yo sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban cubiertos
por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor flotase como una aureola de oscuridad.
Esto me agradaba y me esforzaba en creer que aquella mujer fuera solamente una aparición
provocada por mi voluntad. El hecho no era difícil porque la habitación se hallaba
casi en tinieblas y la única vela encendida iluminaba única y débilmente su rostro
empolvado. Todo el resto se confundía con la oscuridad de modo que yo podía creer
que tenía ante mí solamente a una cabeza pensil, una cabeza separada del cuerpo
y suspendida cerca de mí a un metro del pavimento.
Pero la princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía
era imposible en ese momento.
–Ecoutez donc, monsieur –me decía– ce qui m’arriva il
y a quarante ans, quand j’étais encore assez jeune pour avoir le droit de paraître
folle.
Y continuó con su grácil voz narrándome una de sus innumerables
historias de amor: un general francés se había dedicado a ser actor por amor a ella
y había sido asesinado de noche por un payaso borracho.
Pero ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y
quería otra cosa mucho más extraña, más lejana, más inverosímil. La princesa quiso
ser gentil hasta el final:
–Me obliga usted –dijo– a narrarle el último secreto
que me queda y que ha permanecido siempre secreto, justamente porque es más inverosímil
que todos los otros. Pero sé que debo morir dentro de algunos meses, antes de que
termine el invierno, y no estoy segura de hallar otro hombre que se interese como
usted por las cosas absurdas…
“Este secreto mío empezó cuando tenía veintidós años.
En esa época yo era la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado
a mi primer marido. Esto ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré de… Pero
usted ya conoce la historia. Passons! Sucedió, pues, que cuando llegaba al
término de mis veintiún años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y afeitado,
quien me solicitó una breve entrevista secreta. No bien estuvimos solos, me dijo:
“Tengo una hija que amo inmensamente y que está muy
enferma. Tengo necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando
años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de
sus años se lo devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida. Cuando
haya cumplido los veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero usted envejecerá
un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy joven y casi ni se
dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el último de los trescientos sesenta
y cinco días, de a dos o tres por vez, y cuando sea vieja podrá recuperar a su voluntad
las horas de auténtica juventud, con imprevistos retornos de salud y de belleza.
No crea usted que habla con un bromista o con un demonio. Soy simplemente un pobre
padre que ha rogado tanto al Señor que le ha sido concedido hacer lo que para los
demás es imposible. Con gran trabajo he cosechado ya tres años pero tengo necesidad
de tener todavía muchos más. ¡Deme uno de los suyos y no se arrepentirá nunca!
“En esa época estaba habituada ya a las aventuras curiosas
y en el mundo en que vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí
en realizar el singular préstamo y pocos días después envejecí un año más. Casi
nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin acudir
al año que había dado en depósito y que debía serme restituido. El viejo señor me
había dejado su dirección junto con el contrato y me solicitó que le avisara por
lo menos un mes antes acerca del día o la semana en que yo deseara disfrutar de
la juventud, prometiéndome que recibiría lo que pidiese en el momento fijado.
“Después de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza
estaba por ajarse, me retiré a uno de los pocos castillos que le habían quedado
a mi familia y no fui a Viena más que dos o tres veces por año. Escribía con la
debida anticipación a mi deudor y luego participaba de los bailes de la corte, en
los salones de la capital, joven y hermosa como debía ser a los veintitrés años,
maravillando a todos los que habían conocido mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas
eran las vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me adormecía cansada y
fanée como siempre y por la mañana me levantaba alegre y ligera como un pájaro
que hubiese aprendido a volar hacía poco, y corría a mirarme en el espejo. Las arrugas
habían desaparecido, mi cuerpo estaba fresco y suave, los cabellos habían vuelto
a ser totalmente rubios y los labios eran rojos, tan rojos que yo misma los habría
besado con furor. En Viena los galanteadores se apiñaban a mi alrededor, gritaban
maravillas, me acusaban de hechicería y, en el fondo, no entendían nada. Poco antes
de vencer el periodo de juventud que había solicitado, subía a mi carroza y volvía
furiosa al castillo, en donde rehusaba recibir a nadie. Una vez un joven conde bohemio
que se había enamorado terriblemente de mí durante una de mis visitas a Viena logró
entrar, no sé cómo, a mi departamento y estuvo a punto de morir del estupor al ver
cuánto me parecía a su adorada pero también cuánto más fea y más vieja era que aquella
que lo había embriagado en las calles de Viena.
“Nadie, desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura,
interrumpida sólo por la extraña alegría y la profunda melancolía de las raras pausas
de juventud en el curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede imaginarse
aquella fantástica vida de largos meses de vejez solitaria separados cada tanto
por los fuegos fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión?
“Al principio esos trescientos sesenta y cinco días
me parecían inagotables y no imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso
fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso deudor
de vida. Pero éste es un hombre terriblemente exacto. Una vez fui a su casa y vi
sus libros de cuentas. Yo no soy la única con la que hizo contratos de ese género
y sé que contabiliza muy cuidadosamente la disminución de sus entregas. Vi también
a su hija: una palidísima mujer sentada sobre una terraza llena de flores.
“Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye
tan puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que recurre
a nuevas deudas. ¿Cuáles serán las mujeres que le han dado los días que me restituye
a mí? Quisiera conocer a algunas de ellas pero por más que le haya hecho hábiles
preguntas muy a menudo, nunca he tenido la suerte de descubrirlas. Mais, peut
être, elles ne seraient pas si étranges que je crois…
“De todos modos ese hombre es extraordinariamente interesante,
lo que no le impide hacer bien sus cuentas. Usted no puede imaginar qué espantosa
se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un banquero, que no quedaban
a mi disposición sino once días solamente. Durante todo ese año no le escribí y
por un momento tuve la tentación de regalárselos y de no atormentarme más. ¿Comprende
usted la razón, no es cierto? Cada vez que yo me volvía joven, el momento del despertar
era siempre más doloroso porque la diferencia entre mi estado normal y mis veintitrés
años se hacía, con la edad, mucho más grande.
“Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede
usted pensar que una pobre vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos
o tres de belleza y de amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada un día, deseada
una hora, feliz un momento! Vous êtes trop jeune pour comprendre tout mon ravissement!
“Pero los días están por acabarse; mi crédito va a concluir
por la eternidad. Piense: ¡me queda solamente un día para disfrutar! Después, seré
definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y luego la
oscuridad para siempre! Medite bien, se lo ruego, en la imprevista tragedia de mi
vida. Antes de solicitar este día…
“¿Pero cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres
años que no vuelvo a ser joven y en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi belleza
parecería espectral. Y sin embargo, siento necesidad de un amante, un amante sin
escrúpulos y lleno de fuego. Tengo necesidad de que todo mi cuerpo sea acariciado
una vez más. Esta cara rugosa se volverá de nuevo fresca y rosada y mis labios darán,
por la vez última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados! ¡Todavía
quieren ser por un día más rojos y cálidos, por un solo día, para un último amante,
para una última boca!
“Pero no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar
la última monedita de verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo un
loco deseo de gastarla…”
¡Pobre y querida princesa! Unos momentos antes había
levantado su velo y las lágrimas abrieron surcos sutiles en el polvo del rostro.
En ese momento, los sollozos, aunque aristocráticamente contenidos, le impidieron
continuar. Experimenté entonces un gran deseo de consolar a todo costo a la deliciosa
vieja y caí a sus pies –al pie de una princesa arrugada y vestida de negro–, y le
dije que la hubiera amado más que cualquier caballero loco y le rogué, con las más
dulces palabras, que me concediera a mí, a mí solo, el último día de su bella juventud.
No recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi
actitud y mis palabras la conmovieron profundamente y me prometió, con algunas frases
algo teatrales, que sería su último amante, durante un solo día, dentro de un mes.
Me dio una cita para cierta fecha en la misma villa y me despedí muy perturbado,
luego de haberle besado las magras y blancas manos.
Mientras regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna
no totalmente llena me miraba insistentemente con aire piadoso, pero pensaba demasiado
en la bella princesa para tomarla en serio. Ese mes fue muy largo, el mes más largo
de mi vida. Había prometido a mi futura amante que no la volvería a ver hasta el
día fijado y mantuve mi galante compromiso. A pesar de todo, el día llegó y fue
el más largo de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la noche y luego de haberme
elegantemente vestido fui hacia la villa con el corazón estremecido y el paso inseguro.
Vi desde lejos las ventanas iluminadas como no las había
visto nunca y al acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno de
flores. Entré en la residencia y fui introducido en un salón donde ardían todas
las antorchas de dos fantásticas arañas.
Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda
la casa estaba silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban para la soledad.
Después de una hora de agitada expectativa, no pude contenerme y pasé al comedor.
Sobre la mesa estaban preparados dos cubiertos y flores y frutas en gran cantidad.
Pasé a un pequeño salón, suavemente iluminado y desierto. Finalmente llegué a una
puerta que yo sabía era la del dormitorio de la princesa. Di dos o tres golpes,
pero no tuve respuesta. Entonces me hice de coraje pensando que un amante puede
olvidar la etiqueta y abrí la puerta, deteniéndome en el umbral.
La habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados
por todas partes como en el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían alrededor
una luz alegre. La princesa estaba echada en un sillón frente al espejo, ataviada
con uno de los más espléndidos vestidos que yo jamás viera.
La llamé y no contestó.
Me acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento.
Me di cuenta entonces de que su rostro estaba como siempre lo había visto, pequeño
y blanco y algo más triste que de costumbre y un poco asustado. Posé una mano sobre
su boca y no sentí respiración alguna; la coloqué sobre su pecho y no sentí ningún
latido.
La pobre princesa estaba muerta; había muerto dulcemente
de improviso mientras acechaba ante el espejo el retorno de su belleza. Una carta
que hallé en el piso, junto a ella, me explicó el misterio de su inesperado fin.
Contenía unas pocas líneas de escritura vertical y marcial, y decía:
“Gentil princesa:
Me duele sinceramente no poder restituirle el último
día de juventud que le debo. No logro ya encontrar mujeres lo suficientemente inteligentes
para creer en mi increíble promesa y mi hija se halla en peligro.
Realizaré todavía nuevas tentativas y le comunicaré
los resultados, porque es mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo último. Considéreme,
ilustre princesa, su devotísimo…”
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