Víctor Roura
En un principio, lo confieso, me atemorizaba.
“Comprendo a los elefantes”, decía.
Incluso una vez subí los pies al sofá cuando el animalejo
estaba a unos diez metros de distancia.
–¡Saca la escoba y mátalo! –gritó mi amiga, a quien
invité para que escuchara el nuevo disco de Bob Dylan.
No hay nada peor que la aparición de un ratón en la
hora del romanticismo. “Orita se va”, pensé. Pero no. El bicho gris se nos quedó
mirando, mientras Dylan recitaba vaya uno a saber qué cosas de Dios y la unidad
del mundo.
–¡Mátalo, que me mata su mirada! –volvió a gritar mi
amiga.
Fui, pues, por la escoba a la azotehuela. Demoré todo
lo que pude, más al regresar el ratón continuaba ahí. Mi amiga no podía contener
el llanto. Fui a tratar de consolarla, pero fui rechazado con un odio inexplicable.
Vi al animal. Desde donde estaba, le aventé con furia la escoba. Pasó a un lado.
El ratón no se movió.
–¡La escoba es para que lo persigas y lo mates, no para
que se la avientes, menso! –gritó en el punto de la locura mi amiga.
Cómo decirle que estaba yo igual que ella en ese momento.
“Dylan estaría igual”, pensé.
Pero, en ese instante, el roedor se dio la vuelta y
calmadamente se metió a la cocina.
–Ya se fue –dije.
Mi amiga lloraba a lágrima viva.
Exageraba, por supuesto.
–¡Me voy! –gritó.
–Un ratoncillo no puede evitar el amor –dije, en voz
baja.
Me miró inconsolable. Se puso de pie, agarró su bolso
y su suéter y se dirigió a la puerta.
–No me acompañes –dijo.
La vi irse con paso seguro. Cerré de un portazo violento.
Dylan daba los últimos toques a la última rola del disco.
Aún era temprano, no se metía el sol. Fui a la tlapalería
y compré una ratonera Woodstream corp Lititz pa USA. Ciento cincuenta pesos.
Antes de dormir, coloqué el artefacto en una de las
esquinas de la cocina. Le puse suficiente queso.
Pasadas las doce de la noche, llamé a mi amiga.
–Perdón –dijo–, es que no puedo ver a un ratón. Me altera
mi sistema, me descompone el espíritu, me hace hervir la sangre y desconozco mis
sentimientos…
Etcétera.
Le dije que la perdonaba.
–Paso a visitarte dentro de dos noches –dijo.
Le conté lo de la ratonera.
–Perfecto –dijo.
Nos despedimos diciendo que ningún animalucho puede
interponerse en nuestro inminente amor.
Al despertar, fui a la cocina.
La ratonera estaba limpia. Sin queso. Vaya uno a saber
de qué argucias se valió el bicho para alimentarse sin que se le cayera en el lomo
el fierro demoledor. Me vestí y fui a reclamarle a la ancianita española de la tlapalería.
–No cayó el ratón –dije, afable.
No me hizo caso.
Le repetí mi problema.
–Es usted un torpe –dijo, explicándome el procedimiento
correcto de la trampa–; el fierro se coloca un tanto distanciado del agujero principal.
A menos que su ratón sea especial, todos los demás mueren inevitablemente…
Fue como decirme nada.
Volví a la casa con una angustia indescriptible.
Todo el día no atendí con seguridad mis deberes por
estar preocupado por el maldito ratón. Tampoco cayó en la siguiente noche. Ni tampoco
voy a referir con detalle la visita de mi amiga el sábado 22 de septiembre, tal
como había quedado. Sólo diré que, cuando Prince cantaba “Purple Rain”, el roedor
se nos quedó mirando, quietecito, apreciando quizás nuestras caricias nocturnas.
Ella saltó como si hubiese visto a un policía adentro de la casa. Comenzó a llorar,
me llamó mentiroso, la sangre le empezó a hervir y desconoció cualquier tipo de
relación conmigo. Se puso de pie, agarró su bolso, su suéter y salió corriendo.
Esa vez tampoco la acompañé al portón.
Llevo nueve días tras su captura y no me ha sido posible
hallarlo muerto. Incluso alguien me recomendó la trampa de la jaula, pero ni así:
el queso sigue comiéndoselo como un banquete extra. He comprado un total de ocho
ratoneras. Ninguna es eficaz.
–Ni que tuvieras a Súper Ratón –me ha dicho telefónicamente
mi amiga, quien se ha negado a verme hasta que no le muestre al animal ya en la
otra vida.
Pero he comenzado a pensar seriamente que estoy ante
un caso científico respetable. He consultado a un conocido, involucrado en la ciencia,
acerca del fenómeno.
–Mímalo –me ha dicho.
Dice que, si me acerco a él, el ratón sentirá mi confianza
y luego ya, con tranquilidad, puedo asestarle un escobazo.
–¿No se tratará de una nueva generación de ratones fortalecidos
por la polución? –pregunté.
Mi amigo, científico al fin, dijo que por respeto no
me contestaba tan abyecta interrogante. Pero así son ellos. Han aprendido a desconfiar
de las fuerzas desconocidas.
Anoche mismo le dejé un poco de leche en una corcholata
de Coca Cola, su quesito en la ratonera y unas papas Sabritas arriba de una hoja
de árbol. Se lo ha tragado todo, el muy canijo.
Hoy pienso dejarle algo de ron.
Tal vez embriagándolo se le olvide la técnica de sustraer
con elegancia el queso y quede apresado entre el duro fierro.
Mientras tanto, he pensado ya en darle un nombre.
Tufi.
Sí, Tufi.
Se lo he contado a mi amiga.
–¿Quiere decir que ya no podré volver nunca a tu casa?
–preguntó.
No respondí.
Quién sabe.
A lo mejor sí, quizás no.
–Te regalo un gato –dijo.
He empezado a no odiarlo.
–¿Me oyes? –preguntó.
Colgué.
Tal vez hasta le construya una pequeña casita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario