sábado, 25 de noviembre de 2023

Tal vez hasta le construya una pequeña casita

Víctor Roura

 

En un principio, lo confieso, me atemorizaba.

“Comprendo a los elefantes”, decía.

Incluso una vez subí los pies al sofá cuando el animalejo estaba a unos diez metros de distancia.

–¡Saca la escoba y mátalo! –gritó mi amiga, a quien invité para que escuchara el nuevo disco de Bob Dylan.

No hay nada peor que la aparición de un ratón en la hora del romanticismo. “Orita se va”, pensé. Pero no. El bicho gris se nos quedó mirando, mientras Dylan recitaba vaya uno a saber qué cosas de Dios y la unidad del mundo.

–¡Mátalo, que me mata su mirada! –volvió a gritar mi amiga.

Fui, pues, por la escoba a la azotehuela. Demoré todo lo que pude, más al regresar el ratón continuaba ahí. Mi amiga no podía contener el llanto. Fui a tratar de consolarla, pero fui rechazado con un odio inexplicable. Vi al animal. Desde donde estaba, le aventé con furia la escoba. Pasó a un lado.

El ratón no se movió.

–¡La escoba es para que lo persigas y lo mates, no para que se la avientes, menso! –gritó en el punto de la locura mi amiga.

Cómo decirle que estaba yo igual que ella en ese momento.

“Dylan estaría igual”, pensé.

Pero, en ese instante, el roedor se dio la vuelta y calmadamente se metió a la cocina.

–Ya se fue –dije.

Mi amiga lloraba a lágrima viva.

Exageraba, por supuesto.

–¡Me voy! –gritó.

–Un ratoncillo no puede evitar el amor –dije, en voz baja.

Me miró inconsolable. Se puso de pie, agarró su bolso y su suéter y se dirigió a la puerta.

–No me acompañes –dijo.

La vi irse con paso seguro. Cerré de un portazo violento.

Dylan daba los últimos toques a la última rola del disco.

Aún era temprano, no se metía el sol. Fui a la tlapalería y compré una ratonera Woodstream corp Lititz pa USA. Ciento cincuenta pesos.

Antes de dormir, coloqué el artefacto en una de las esquinas de la cocina. Le puse suficiente queso.

Pasadas las doce de la noche, llamé a mi amiga.

–Perdón –dijo–, es que no puedo ver a un ratón. Me altera mi sistema, me descompone el espíritu, me hace hervir la sangre y desconozco mis sentimientos…

Etcétera.

Le dije que la perdonaba.

–Paso a visitarte dentro de dos noches –dijo.

Le conté lo de la ratonera.

–Perfecto –dijo.

Nos despedimos diciendo que ningún animalucho puede interponerse en nuestro inminente amor.

Al despertar, fui a la cocina.

La ratonera estaba limpia. Sin queso. Vaya uno a saber de qué argucias se valió el bicho para alimentarse sin que se le cayera en el lomo el fierro demoledor. Me vestí y fui a reclamarle a la ancianita española de la tlapalería.

–No cayó el ratón –dije, afable.

No me hizo caso.

Le repetí mi problema.

–Es usted un torpe –dijo, explicándome el procedimiento correcto de la trampa–; el fierro se coloca un tanto distanciado del agujero principal. A menos que su ratón sea especial, todos los demás mueren inevitablemente…

Fue como decirme nada.

Volví a la casa con una angustia indescriptible.

Todo el día no atendí con seguridad mis deberes por estar preocupado por el maldito ratón. Tampoco cayó en la siguiente noche. Ni tampoco voy a referir con detalle la visita de mi amiga el sábado 22 de septiembre, tal como había quedado. Sólo diré que, cuando Prince cantaba “Purple Rain”, el roedor se nos quedó mirando, quietecito, apreciando quizás nuestras caricias nocturnas. Ella saltó como si hubiese visto a un policía adentro de la casa. Comenzó a llorar, me llamó mentiroso, la sangre le empezó a hervir y desconoció cualquier tipo de relación conmigo. Se puso de pie, agarró su bolso, su suéter y salió corriendo. Esa vez tampoco la acompañé al portón.

Llevo nueve días tras su captura y no me ha sido posible hallarlo muerto. Incluso alguien me recomendó la trampa de la jaula, pero ni así: el queso sigue comiéndoselo como un banquete extra. He comprado un total de ocho ratoneras. Ninguna es eficaz.

–Ni que tuvieras a Súper Ratón –me ha dicho telefónicamente mi amiga, quien se ha negado a verme hasta que no le muestre al animal ya en la otra vida.

Pero he comenzado a pensar seriamente que estoy ante un caso científico respetable. He consultado a un conocido, involucrado en la ciencia, acerca del fenómeno.

–Mímalo –me ha dicho.

Dice que, si me acerco a él, el ratón sentirá mi confianza y luego ya, con tranquilidad, puedo asestarle un escobazo.

–¿No se tratará de una nueva generación de ratones fortalecidos por la polución? –pregunté.

Mi amigo, científico al fin, dijo que por respeto no me contestaba tan abyecta interrogante. Pero así son ellos. Han aprendido a desconfiar de las fuerzas desconocidas.

Anoche mismo le dejé un poco de leche en una corcholata de Coca Cola, su quesito en la ratonera y unas papas Sabritas arriba de una hoja de árbol. Se lo ha tragado todo, el muy canijo.

Hoy pienso dejarle algo de ron.

Tal vez embriagándolo se le olvide la técnica de sustraer con elegancia el queso y quede apresado entre el duro fierro.

Mientras tanto, he pensado ya en darle un nombre.

Tufi.

Sí, Tufi.

Se lo he contado a mi amiga.

–¿Quiere decir que ya no podré volver nunca a tu casa? –preguntó.

No respondí.

Quién sabe.

A lo mejor sí, quizás no.

–Te regalo un gato –dijo.

He empezado a no odiarlo.

–¿Me oyes? –preguntó.

Colgué.

Tal vez hasta le construya una pequeña casita.

 

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