Silvina Ocampo
Al salir de su casa Valerio tenía que cruzar un terreno baldío. Ahí eran
tan habituales la palmera contra el muro como el mendigo en el suelo. El mendigo,
casi adolescente, parecía disfrazado: su barba era muy personal y, a pesar de estar
enmarañada, muy sedosa. Valerio se detuvo junto al mendigo. No fue el espectáculo
de su miseria lo que le llamó la atención, no fue la originalidad de los harapos,
sino una piedra opaca y oscura para un observador inexperto que se le antojó traslúcida,
verdosa y azul, y que servía, con un ladrillo, de soporte a una cacerola rota, donde
el mendigo sin duda cocinaría, pues la tierra en el suelo estaba cubierta de ceniza
y de papeles quemados. Valerio, deslumbrado, miró la piedra y pidió permiso al mendigo
para tomarla en sus manos. El mendigo se la alcanzó con recelo.
–¿Qué piedra será? –le preguntó Valerio–. De Menfis,
de caramelo, de Frigia, de Amazonas, de Mártires.
Escupió, y con un pañuelo sacó brillo a la piedra. No
pudo clasificarla, pero lo llenó de concupiscencia.
–¿No me la vende? –preguntó Valerio al mendigo, con
la voz mal asegurada. En sus negocios nunca había tratado con gente tan decente.
–Tengo una casa de antigüedades. Esta pieza es valiosa
o podría pasar por valiosa. ¿No me la vende?
El mendigo lo miraba sin verlo.
–Además –prosiguió Valerio– no es para venderla que
la quiero; es para guardarla. ¿No me la vende?
Sin dejar de mirar un punto fijo donde seguramente miraba
algo que no estaba ahí, el mendigo respondió:
–Por nada del mundo.
–¿Para qué le sirve esta piedra? ¡Si fuera coleccionista!
–Es mía –respondió el mendigo.
–La propiedad es un robo –contestó Valerio–. ¿No lo
sabe?
–Todo lo que hay aquí es mío –dijo el mendigo, como
si no hubiera oído.
–¿Qué? –preguntó Valerio, examinando siempre la piedra.
–Mire –dijo el mendigo, señalando con el índice–. ¿Ve
todas esas cosas? –Valerio vio que el mendigo señalaba las paredes medianeras de
las casas. En el primer momento no comprendió de qué se trataba, pero luego vio
lo único que había en esas paredes: dibujos de peces, de perros, de casitas, de
sillas, de relojes.
–Usted se parece a todo el mundo: ¡no quiere desprenderse
de nada! –exclamó Valerio encogiéndose de hombros–. ¡Qué desilusión!
–A veces tengo que entrar en cuatro patas a mi casa.
–Es claro –dijo Valerio mirando el dibujo de una casilla
de perro.
–Otras veces tengo que subir, subir, subir por una escalera
larguísima para entrar en una casa demasiado grande para mí. Son casas para familias
numerosas. ¡Qué se le va a hacer! Una vez me asusté, pues sólo encontré palabras
escritas; por suerte, duraron pocos días, de otro modo hubiera muerto de hambre
y de frío. No puedo quejarme. Siempre encuentro pan, lechuguitas, fruta, leche,
carne, hasta pescado con vino. Pero esas cosas no valen tanto para mí como la piedra.
¡Todo lo demás lo regalaría, pero la piedra, no!
–Es una locura. Sea razonable. ¿Para qué la necesita?
–Es mi compañera. Tiene corazón. Acérquesela al oído:
lo oirá latir.
Valerio acercó la piedra a su oído.
–Le convendría venderla por eso mismo –insistió–. No
es bueno oír los latidos del corazón de nadie, ni del propio, que es ruidoso. Uno
termina por creerse enfermo. Además, usted podría ganar mucho dinero. Yo se la compraría.
¿No necesita plata? –inquirió Valerio.
–No. Todo me lo dan estas paredes. El pan, la leche,
el vino, los géneros con que estoy vestido, las sillas donde me siento.
–La piedra, en cambio, ¿para qué le sirve?
–No crea. Por ejemplo, el género en seguida se gasta.
El pan, la leche, el vino, en seguida desaparecen dentro de mi barriga. –Al reír,
el mendigo mostró sus dientes brillantes.
–Pero lo que hay en la piedra aunque quisiera no lo
podría gastar –prosiguió con un suspiro–. ¡Qué se le va a hacer!
–¿Usted dibuja? –preguntó Valerio.
–¿Yo? No estoy loco.
–¿Qué hace?
–Nada. En cuanto despierto de la siesta encuentro todo
listo. No sé qué me esperará hoy, pero todo me hace falta. Este bastoncito –señaló
un palote que estaba dibujado en la pared–, aquí lo tengo, para castigar a las hormigas
–dijo, empuñando un palo verdadero.
–Entonces, ¿no me vende la piedra?
–No.
“Quisiera tener esa piedra”, pensó Valerio, alejándose
del terreno baldío. “Total, el hombre está loco y será fácil quitársela con alguna
artimaña”.
Al día siguiente, a la hora de la siesta, Valerio pasó
por el terreno baldío. El mendigo dormía profundamente. Un grupo de colegiales hacía
dibujos en las paredes, con tiza y con carbonilla. Valerio se detuvo a mirar la
palmera que tenía en el nacimiento de sus hojas un enorme e inalcanzable racimo
de coquitos amarillos.
–¿No les gustan los coquitos? –preguntó a los colegiales,
que dejaron de dibujar–. A mí me gustaban con locura, cuando era chico.
–Che, busquemos un palo –dijo uno de los niños.
–No hay ninguno –dijo otro, buscando en el suelo, sin
ver el palo del mendigo–. ¿Con qué los bajamos?
–Con una piedra. Tampoco hay piedras.
–Trépate.
–¿Soy un mono? ¿O querés que me rompa el alma?
–Las dos cosas.
–Sos basura.
Valerio giró sus ojos, señalando, al más ávido de los
niños, la piedra del mendigo. El niño comprendió en el acto y la recogió. Ensayó
su puntería. De la palmera cayó una lluvia de coquitos, aplastados o verdes. Los
niños se abalanzaron a juntarlos. Valerio recogió la piedra furtivamente y siguió
su camino silbando. “¿Quién siente escrúpulos por robar una piedra?”, pensó. “No
tengo que ser idiota”.
Cuando llegó a su casa, lavó la piedra con agua y jabón,
la cepilló y la puso sobre la mesa. La piedra latía en cuanto la acercaba al oído:
tenía un corazón. Pero ésa no era la única virtud: sudaba, y una piedra que suda
es fétida, respiraba, y una piedra que respira da miedo. Una noche le vio una cara
con ojos parpadeantes. No pensó sino en devolver la piedra al mendigo.
A la mañana siguiente fue a buscar al mendigo. Llevaba
la piedra envuelta en papel de diario. No había nadie. Debajo de la cacerola puso
dinero, pensando que en caso de no poder devolverle la piedra, convendría pagársela
de algún modo.
Al otro día, cuando salió, pregunto a un vigilante que
merodeaba por ahí:
–¿No vio al mendigo?
El vigilante le preguntó:
–¿Le robó algo?
Con el pie empujó la cacerola. Valerio vio la plata
que había puesto el día anterior.
–No, no me robó nada –dijo Valerio asustado.
–Y ese dinero, ¿a quién se lo habrá robado?
–Será una limosna –respondió Valerio.
–Me parece sospechoso que la deje ahí tirada. ¿Y hoy
quién da limosna? Los teléfonos públicos cuando largan monedas.
–¿Por qué va a ser sospechoso? –dijo, pero no quiso
insistir y se alejó apesadumbrado, pensando que no volvería a encontrar al mendigo.
Al día siguiente salió muy temprano de su casa, pero
sin la piedra, y encontró al mendigo.
–Lo busqué todos estos días para devolverle la piedra
–dijo Valerio–. Un chico la robó.
El mendigo sonrió misteriosamente.
–Voy a buscarla –dijo Valerio aterrado.
–Espéreme –dijo el mendigo, poniéndose de pie, dispuesto
a seguirlo.
Valerio lo condujo de mala gana a su casa. Entraron.
Lo llevó junto a la mesa donde estaba la piedra. El mendigo miró la piedra y se
sentó en el suelo, tan a gusto, como si hubiera estado en el terreno baldío. Valerio,
en cambio, se halló incomodo como en el terreno baldío. Para distraerse, alcanzó
una taza de leche con pan al mendigo. Éste miro a su alrededor y dijo con voz adolescente:
–Aquí también.
–Aquí también ¿qué? –inquirió Valerio.
–Aquí también todo es mío.
Prosiguieron en un dialogo onomatopéyico. Unos minutos
después, Valerio salió de su casa y se dirigió al baldío. Se sentó en el suelo.
Recogió un coquito aplastado por el taco de algún zapato y se lo comió; después
comió otro más aplastado aún.
La luz del poniente iluminaba los dibujos que los colegiales
habían hecho al salir del colegio. Las hojas de los árboles, por donde se filtraban
los rayos de sol, proyectaban redondeles, óvalos, rombos, trapecios, líneas que
coloreaban los dibujos. Esas luces de colores le recordaban las luces que proyectaban
los caireles de las arañas, sobre los adornos de su casa, a la luz del sol. El recuerdo
era lejano.
Buscó los objetos más raros entre los dibujos: un cigüeñal,
un velocípedo, una grúa. ¿Para qué le servirían? “Manías de coleccionista”, pensó.
–¿Cómo será sufrir en carne propia una metamorfosis?
–suelen preguntarse las personas que, para bien o para mal, dejan de ser ellas mismas.
Mirra transformada en árbol, Acteón en cuervo, Áyax en jacinto, Lelaps en estatua,
los piratas tirrenos en delfines, el Zorro de Tebas en piedra, lo habrán sabido.
Si tuviera un espejo, objeto que los niños no dibujan,
Valerio vería que su barba ha crecido.
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