Álvaro Lozano Gutiérrez
La mañana abrió sus ojos a otro día de lucha. Recorrió la casa despacio deteniéndose
de manera inconsciente en cada objeto, en las imperfecciones de las paredes, en
las grietas abiertas por el tiempo, en cada retrato que evocaba el pasado, acariciando
todo con la mirada, acariciando la memoria.
–Mire que este café le hubiera gustado, es un poquito
amargo pero así le gustaba a usted ¿se acuerda?
Sus manos reconocieron las sábanas buscando esa silueta
perdida. Un ritual repetido mil veces para organizar la vida en torno a los recuerdos,
sin llanto, sin palabras, sólo precisando que el aliento de su hijo no se perdiera
para siempre.
–Ayer encontraron a su amigo Gonzalo en la fosa del
cementerio central, también lo mataron por la espalda. La comadre Diana tuvo problemas
con los militares, casi no se lo dejan sacar.
Cinco años atrás, cuando Antonio tomó su camino, en
su mente había más hambre que ilusión, era ese dolor que lo acompañaba desde niño:
la pesadez, el desaliento, eso que anima los sentidos acallando las ideas. La plaga
de los condenados de la tierra. Se fue a recoger café, buscando en esas lejanas
montañas un poco de dignidad. Ahora lo único que le quedaba a María era su sombra
atrapada en los objetos, restos de una vida cegada por una guerra que nunca decidió
pelear.
–Hoy me toca terminar más tarde, mire que llegaron unas
compañeras de lejos.
Ese día la plaza estaba llena, innumerables mujeres
sostenían retratos de sus hijos muertos. Parecían infinitos, pero no obstante cada
una de ellas tenía una cifra exacta: 3.796. Civiles inocentes, llevados bajo engaños
a zonas de combate, asesinados a sangre fría y presentados como bajas enemigas,
presentados como trofeos de guerra.
Todos eran pobres, a todos les habían prometido un trabajo,
todos ejecutados y declarados como guerrilleros. Ahora recorrían la plaza los jueves
en la tarde, sus imágenes recordaban al mundo que en una guerra sin sentido los
absurdos pueden multiplicarse en los cuerpos de aquellos que nunca sostuvieron un
fusil.
–A mi hijo me lo mataron hace cinco años, le dispararon
y le pusieron un arma en las manos. Después cobraron la recompensa.
María le hablaba a un grupo de mujeres recién llegadas,
sus rostros asustados mostraban la extrañeza ante una ciudad que no les pertenecía.
Ahora ella era fuerte, había aprendido a serlo gritando la verdad todos los días.
Las abrazó largamente con la ternura que viene del intenso
dolor. Todas eran una sola persona, las unía un pasado en común, la de ser las madres
de los falsos positivos.
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