Isaac Asimov
Elvis Blei se restregó sus regordetas manos y dijo:
–Autonomía es la palabra.
Sonrió intranquilo mientras le
daba fuego al terrícola Steven Lamorak. Había turbación en todo ese rostro liso
y de ojos pequeños y separados.
Lamorak soltó una bocanada de humo
y cruzó sus largas y delgadas piernas. Tenía el cabello entrecano y la mandíbula
grande y enérgica.
–¿De cosecha propia? –preguntó,
mirando críticamente el cigarrillo.
Trató de ocultar su propia inquietud
ante la tensión del otro.
–En efecto –asintió Blei.
–Me asombra que en este mundo tan
pequeño haya espacio para tales lujos.
(Lamorak recordó su primera vista
de Elsevere desde la pantalla de su nave. Se trataba de un asteroide sin aire, de
terreno escabroso y con unos cuantos cientos de kilómetros de diámetro; sólo una
roca de un color gris sucio, tosca y que devolvía débil y opaca la luz de su sol,
distante a más de trescientos millones de kilómetros. Era el único objeto de más
de un kilómetro de diámetro que giraba en torno a ese sol, y algunos hombres se
habían instalado en ese mundo en miniatura y habían formado una sociedad. Y él,
como sociólogo, iba a estudiar ese mundo para ver cómo se adaptaba la naturaleza
humana a un lugar tan extrañamente diferenciado).
La amable sonrisa estática de Blei
se ensanchó apenas.
–No es un mundo pequeño, doctor
Lamorak; usted nos juzga por pautas bidimensionales. La superficie de Elsevere equivale
a sólo las tres cuartas partes de la superficie del estado de Nueva York, pero eso
es irrelevante. Recuerde que si quisiéramos podríamos ocupar todo el interior de
Elsevere. Una esfera de ochenta kilómetros de diámetro tiene un volumen de más de
un millón de kilómetros cúbicos. Si todo Elsevere estuviera ocupado en niveles con,
pongamos, quince metros de separación entre uno y otro, la superficie total en el
interior del asteroide sumaría casi noventa millones de kilómetros cuadrados, y
eso equivale a la superficie terrestre total exterior de la Tierra. Y ninguno de
esos kilómetros cuadrados, doctor, sería improductivo.
–¡Santo Dios! –exclamó Lamorak
y, por un momento, se quedó desconectado–. Sí, desde luego, tiene usted razón. Es
raro que nunca lo haya pensado de ese modo. Pero Elsevere es el único asteroide
completamente aprovechado en toda la galaxia. Los demás no podemos dejar de pensar
en superficies bidimensionales, como usted ha señalado. Bien, me alegra sobremanera
que su Consejo haya tenido la amabilidad de darme vía libre para llevar a cabo mi
investigación.
Blei asintió con enérgicos movimientos
de cabeza.
Lamorak frunció el ceño. “Algo
anda mal, pues actúa como si lamentara que yo hubiese venido”, pensó.
–Como es lógico, verá usted que
actualmente somos mucho más pequeños de lo que podríamos ser –dijo Blei–. Sólo hemos
agujereado y ocupado pequeñas partes de Elsevere. Y tampoco es que estemos demasiado
ansiosos por expandirnos, excepto con mucha lentitud. En cierta medida nos vemos
limitados por la capacidad de nuestros motores de seudo-gravedad y por los conversores
de energía solar.
–Entiendo. Pero dígame, consejero
Blei; por razones de curiosidad personal, y no porque sea de primordial importancia
para mi proyecto, ¿podría ver primero alguno de los niveles de agricultura y pastoreo?
Me fascina la idea de ver trigales y ganado en el interior de un asteroide.
–El ganado le parecerá pequeño
para lo que está usted acostumbrado, doctor, y no tenemos mucho trigo. Cultivamos
mucha levadura. Pero también habrá algo de trigo para mostrarle. Y algodón y tabaco.
Incluso árboles frutales.
–Maravilloso. Como usted dice,
autonomía. Ustedes reciclan todo, me imagino.
Lamorak notó que esta observación
incomodaba a Blei. El elseveriano entrecerró los ojos para ocultar su expresión.
–Debemos reciclar, sí. Aire, agua,
alimentos, minerales; todo lo que se consume debe devolverse a su estado original;
los productos de desecho los reconvertimos en materia prima. Sólo se necesita energía,
y tenemos de sobra. No alcanzamos un ciento por ciento de eficiencia, desde luego,
y se produce un cierto desperdicio. Importamos anualmente una pequeña cantidad de
agua y, si crecen nuestras necesidades, quizá tengamos que importar carbón y oxígeno.
–¿Cuándo iniciaremos nuestra excursión,
consejero Blei?
La sonrisa de Blei perdió parte
de su escasa calidez.
–En cuanto podamos, doctor. Primero
debemos arreglar ciertos asuntos de rutina.
Lamorak asintió con la cabeza,
terminó el cigarrillo y lo apagó.
¿Asuntos de rutina? No hubo tanta
indecisión durante la correspondencia preliminar. Elsevere más bien parecía orgulloso
de que su singular existencia hubiera llamado la atención de la galaxia.
–Comprendo que yo sería una influencia
perturbadora en esta sociedad estrechamente entrelazada –comentó y vio con desagrado
que Blei no dejaba escapar esa explicación y la hacía suya.
–Sí, nos sentimos diferentes al
resto de la galaxia. Tenemos nuestras propias costumbres. Cada individuo elseveriano
encaja en un lugar adecuado. La presencia de un forastero sin casta fija resulta
inquietante.
–El sistema de castas supone una
falta de flexibilidad.
–En efecto –concedió Blei–, pero
también otorga cierta seguridad. Contamos con firmes reglas matrimoniales y una
estricta herencia de empleo. Cada hombre, mujer y niño conoce su lugar, lo acepta
y es aceptado en él; prácticamente no tenemos neurosis ni enfermedades mentales.
–¿Y no hay inadaptados?
Blei movió los labios como para
decir que no, pero los cerró, guardó silencio y arrugó la frente. Por fin dijo:
–Organizaré la visita, doctor.
Entre tanto, supongo que deseará refrescarse y dormir.
Se levantaron juntos y abandonaron
la habitación. Blei le cedió cortésmente el paso al terrícola.
Lamorak se sintió oprimido por
la vaga sensación de crisis que había impregnado su conversación con Blei.
El periódico reforzó esa sensación.
Lo leyó atentamente antes de acostarse, en un principio por simple interés analítico.
Era un tabloide con ocho páginas de papel sintético. Una cuarta parte del contenido
consistía en asuntos “personales”: nacimientos, bodas, defunciones, récords de producción,
volumen (¡no dos dimensiones, sino tres!) habitable en expansión. El resto incluía
ensayos eruditos, material educativo y ficción. No había prácticamente ninguna noticia
en el sentido en que Lamorak entendía la palabra.
Sólo una nota se podía considerar
noticia, y era estremecedora en su brevedad.
Bajo el titular, escrito en caracteres
pequeños, de “Las exigencias no han cambiado” se leía: “No hubo cambios en su actitud
de ayer. El consejero jefe, tras una segunda entrevista, anunció que sus exigencias
siguen siendo totalmente irracionales y no se pueden satisfacer por ningún concepto”.
Luego, entre paréntesis y con otra
tipografía, seguía la frase: “Los editores de este periódico están de acuerdo en
que Elsevere no puede ni debe bailar a su son; pase lo que pase”.
Lamorak lo releyó tres veces. “Su”
actitud. “Sus” exigencias. “Su” son. ¿De quién?
Esa noche durmió intranquilo.
No hubo tiempo para leer periódicos en los días siguientes,
pero el asunto no dejó de obsesionarlo.
Blei, que continuaba siendo su
guía y compañero durante la mayor parte del recorrido, parecía cada vez más reservado.
El tercer día (que seguía artificialmente
el esquema de veinticuatro horas de la Tierra), Blei se detuvo en un sitio y dijo:
–Este nivel está consagrado totalmente
a las industrias químicas. Esa sección no es importante…
Pero se desvió con demasiada prisa
y Lamorak lo agarró del brazo.
–¿Cuáles son los productos de esa
sección?
–Fertilizantes. Sustancias orgánicas
–contestó secamente Blei.
Lamorak lo retuvo, buscando aquello
que Blei parecía eludir. Recorrió con la vista los más cercanos horizontes, las
líneas de rocas y los edificios apiñados entre los niveles.
–¿No es aquello una residencia
privada? –Blei no miró hacia donde le señalaba–. Creo que es la mayor que he visto.
¿Por qué está aquí, en un nivel de fábricas? –Eso bastaba para destacarla. Ya había
observado que los niveles de Elsevere estaban divididos estrictamente en residenciales,
agrícolas e industriales–. ¡Consejero Blei!
El consejero se alejaba y Lamorak
corrió tras él.
–¿Hay algún problema?
–Sé que soy descortés –masculló
Blei–. Lo lamento. Tengo ciertas preocupaciones…
Apuró el paso.
–¿Referentes a sus exigencias?
Blei se paró en seco.
–¿Qué sabe usted de eso?
–No más de lo que he dicho. Es
lo que leí en el periódico.
Blei farfulló algo.
–¿Ragusnik? –repitió Lamorak–.
¿Qué es eso?
Blei suspiró profundamente.
–Supongo que debería contárselo.
Es humillante, profundamente embarazoso. El Consejo pensó que el asunto se arreglaría
pronto y no interferiría en la visita de usted, de modo que no era preciso que usted
supiera nada. Pero ya ha pasado casi una semana. No sé qué sucederá y, a pesar de
las apariencias, sería mejor que usted se marchara. No hay razones para que un forastero
se arriesgue a morir.
El terrícola sonrió, incrédulo.
–¿Morir? ¿En este pequeño mundo,
tan apacible y laborioso? No puedo creerlo.
–Se lo explicaré. Creo que será
mejor que lo haga. –Miró hacia otra parte–. Como ya le dije, en Elsevere todo se
debe reciclar. Supongo que lo entiende.
–Sí.
–Eso incluye los… excrementos humanos.
–Ya lo suponía.
–Se les extrae el agua mediante
destilación y absorción. Lo que queda lo convertimos en fertilizantes para levadura;
una parte se usa como fuente de sustancias orgánicas y otros subproductos. Estas
fábricas que usted ve se dedican a ese propósito.
–¿Y bien?
Lamorak había tenido cierta dificultad
para beber el agua de Elsevere al principio, porque era tan realista como para deducir
su origen; pero logró superar esa sensación. Incluso en la Tierra, el agua se saneaba
por procesos naturales a partir de toda clase de sustancias desagradables al paladar.
Blei continuó, con creciente dificultad:
–Igor Ragusnik es el encargado
de los procesos industriales relacionados con los desechos. Ese puesto le ha pertenecido
a su familia desde la colonización de Elsevere. Uno de los colonos originales fue
Mikhail Ragusnik y él… él…
–Se encargaba del saneamiento de
los desechos.
–Sí. Ese edificio que usted señaló
es la residencia de Ragusnik. Es la mejor y más modernizada de todo el asteroide.
Ragusnik consigue muchos privilegios que los demás no tenemos; pero, a fin de cuentas…
–la voz del consejero cobró una repentina intensidad–: No podemos hablar con él.
–¿Qué?
–Exige plena igualdad social. Pretende
que sus hijos se mezclen con los nuestros y que nuestras esposas visiten… ¡Oh!
Fue todo un gemido de absoluta
repulsión.
Lamorak pensó en la nota del periódico,
que ni siquiera mencionaba el nombre de Ragusnik ni decía nada específico sobre
sus exigencias.
–Supongo que es un paria a causa
de su trabajo.
–Naturalmente. Desechos humanos
y… –Blei no hallaba las palabras. Tras una pausa dijo en un tono de voz más bajo–:
Me imagino que usted, como terrícola, no lo entiende.
–Como sociólogo creo que sí. –Pensó
en los intocables de la antigua India, aquellos que manipulaban los cadáveres. Pensó
en la situación de los porquerizos en la nueva Judea–. Supongo que Elsevere no cederá
ante esas exigencias.
–Nunca –dijo Blei enérgicamente–.
Jamás.
–¿Entonces?
–Ragusnik ha amenazado con interrumpir
su actividad.
–En otras palabras, hacer huelga.
–Sí.
–¿Eso sería grave?
–Tenemos comida y agua suficientes
para un tiempo; el saneamiento no es esencial en ese sentido. Pero se acumularían
los desechos, contaminarían todo el asteroide. Después de varias generaciones de
cuidadoso control de las enfermedades, tenemos poca resistencia natural a los gérmenes.
Si estalla una epidemia, lo cual será inevitable, caeremos a centenares.
–¿Ragusnik lo sabe?
–Sí, por supuesto.
–¿Cree usted que, de todos modos,
cumplirá su amenaza?
–Está loco. Ya ha dejado de trabajar;
no ha habido saneamiento de desechos desde el día anterior a la llegada de usted.
La prominente nariz de Blei tembló
como si captara tufo de excrementos en el aire. En un acto reflejo, Lamorak olfateó
a su vez, pero no olió nada.
–Como ve usted, será mejor que
se vaya, por mucho que nos humille tener que sugerírselo.
–Espere, todavía no. ¡Santo Dios,
esto me interesa mucho profesionalmente! ¿Puedo hablar con Ragusnik?
–De ningún modo –rechazó Blei,
alarmado.
–Pero me gustaría comprender la
situación. Aquí las condiciones sociológicas son únicas y no se dan en ninguna otra
parte. En nombre de la ciencia…
–¿Cómo quiere hablar? ¿Bastaría
con recepción de imagen?
–Sí.
–Lo consultaré con el Consejo –murmuró
Blei.
Rodeaban a Lamorak con inquietud, y la ansiedad les
enturbiaba la expresión austera y majestuosa. Blei, sentado entre ellos, eludía
deliberadamente la mirada del terrícola.
El jefe del Consejo, canoso, de
rostro arrugado y cuello flaco, murmuró:
–Si usted, por propia convicción,
logra persuadirlo, se lo agradeceremos. Pero de ningún modo debe insinuar que nosotros
cederemos.
Una cortina como de seda cayó entre
el Consejo y Lamorak. Todavía podía distinguir a los consejeros individualmente,
pero se volvió de pronto hacia el receptor, que se encendió como un parpadeo.
Apareció una cabeza, en colores
naturales y con gran realismo; una cabeza fuerte y de tono oscuro, barbilla sólida,
barba crecida y labios carnosos y rojos formando una fina línea horizontal.
–¿Quién es usted? –preguntó la
imagen, con suspicacia.
–Me llamo Steven Lamorak y soy
terrícola.
–¿Un forastero?
–Así es. Estoy de visita en Elsevere.
Usted es Ragusnik.
–Igor Ragusnik, a su servicio –asintió
socarronamente la imagen–; sólo que no hay servicio ni lo habrá hasta que a mi familia
y a mí nos traten como a seres humanos.
–¿Se da cuenta del peligro en que
se encuentra Elsevere y la posibilidad de contraer enfermedades contagiosas?
–En veinticuatro horas se puede
volver a la normalidad con sólo reconocer que soy humano. Está en manos de ellos
corregir la situación.
–Usted parece ser un hombre culto,
Ragusnik.
–¿Y?
–Me han dicho que no le niegan
ninguna comodidad material; que dispone usted de la mejor vivienda, indumentaria
y alimentos que nadie en Elsevere, y que sus hijos reciben la mejor educación.
–Concedido. Pero todo por servomecanismos.
Y nos envían niñas huérfanas con el propósito que nos ocupemos de ellas hasta que
tengan edad para ser nuestras esposas. Y mueren jóvenes, de soledad. ¿Por qué? –Su
tono de voz adquirió de pronto más pasión–: ¿Por qué debemos vivir en el aislamiento
como si fuéramos monstruos a los que no se pueden aproximar los seres humanos? ¿No
somos seres humanos como los demás, con las mismas necesidades, los mismos deseos
y los mismos sentimientos? ¿No realizamos una función honorable y útil…?
Sonaron suspiros a espaldas de
Lamorak. Ragusnik los oyó y elevó la voz:
–Veo a los del Consejo ahí detrás.
Respóndanme. ¿No es una función honorable y útil? Transformamos sus desechos en
alimentos para ustedes. ¿Quien purifica la corrupción es peor que quien la produce?
Escuchen, consejeros, no cederé. Mi familia estará mejor muerta que viviendo como
ahora.
–Usted lleva viviendo de esa manera
desde que nació, ¿verdad? –interrumpió Lamorak.
–¿Y qué si es así?
–Pues que sin duda está acostumbrado.
–Jamás. Resignado, tal vez. Mi
padre estaba resignado y yo me he resignado durante un tiempo. Pero he visto a mi
hijo, a mi único hijo, sin otro niño con quien jugar. Mi hermano y yo nos teníamos
el uno al otro, pero mi hijo nunca tendrá a nadie, así que ya no me resigno. He
terminado con Elsevere y he terminado de hablar.
El receptor se apagó.
El jefe del Consejo se había puesto
amarillo. Sólo él y Blei quedaban con Lamorak.
–Ese hombre está desquiciado –comentó
el jefe del Consejo–. No sé cómo obligarlo.
Tenía una copa de vino; se la llevó
a los labios y derramó unas gotas que le mancharon de rojo los pantalones blancos.
–¿Tan poco razonables son sus exigencias?
–preguntó Lamorak–. ¿Por qué no se lo puede aceptar en la sociedad?
Los ojos de Blei destellaron de
furia un instante.
–¡Alguien que tiene que reciclar
los excrementos! –Se encogió de hombros–. Usted, claro, es de la Tierra.
Incongruentemente, Lamorak recordó
a otro inaceptable, una de las muchas creaciones clásicas del caricaturista medieval
Al Capp: el “hombre del trabajo sucio”.
–¿Ragusnik maneja realmente los
excrementos? Quiero decir si hay contacto físico. Sin duda todo se efectúa con maquinaria
automática.
–Por supuesto –confirmó el jefe
del Consejo.
–Entonces, ¿cuál es la función
de Ragusnik?
–Regula manualmente los controles
que garantizan el funcionamiento adecuado de la maquinaria. Cambia las unidades
cuando hay que repararlas, varía los índices de funcionamiento según la hora del
día y acomoda el producto final a la demanda. Si dispusiéramos de espacio para máquinas
diez veces más complejas, todo se podría realizar automáticamente, pero sería un
derroche innecesario.
–Aun así –insistió Lamorak–, Ragusnik
sólo realiza sus tareas pulsando botones, cortando contactos o con acciones similares.
–Sí.
–Entonces, su trabajo no es diferente
del de cualquier elseveriano.
Blei replicó en tono cortante:
–Ya veo que usted no lo entiende.
–¿Y van a poner en peligro la vida
de sus hijos por una cosa así?
–No tenemos opción –aseguró Blei.
La angustia de su voz evidenciaba
que la situación era un suplicio para él, pero que realmente no tenía otra opción.
Lamorak se encogió de hombros,
irritado.
–Entonces, rompan la huelga. ¡Oblíguenlo!
–¿Cómo? –se desesperó el jefe del
Consejo–. ¿Quién se atrevería a tocarlo o a acercarse a él? Y aunque lo matáramos
con una descarga a distancia, ¿nos serviría de algo?
–¿No saben manejar sus máquinas?
–preguntó Lamorak, pensativo.
El jefe del Consejo se puso de
pie y gritó:
–¿Yo?
–No me refería exactamente a usted.
Hablaba en general. ¿Podría alguien aprender a manejar las máquinas de Ragusnik?
El jefe del Consejo se calmó.
–Sin duda con los manuales… aunque
le aseguro que nunca he tenido interés en leerlos.
–O sea que alguien podría aprender
todo el procedimiento y sustituir así a Ragusnik hasta que él se rinda.
–¿Quién podría aceptar semejante
tarea? –replicó Blei–. Yo no, desde luego, de ninguna manera.
Lamorak recordó fugazmente alguno
de los tabúes terrícolas que eran igual de fuertes. Pensó en el canibalismo, en
el incesto, en la blasfemia de un hombre piadoso.
–Pero ustedes deben haber previsto
la posibilidad que el puesto quede vacante. ¿Y si Ragusnik muriera?
–Pues su hijo lo sucedería automáticamente,
o su pariente más cercano –respondió Blei.
–¿Y si no tuviera parientes adultos?
¿Y si toda su familia muriera de repente?
–Eso nunca ha ocurrido y nunca
ocurrirá.
–Si existiera ese peligro –añadió
el jefe del Consejo–, podríamos, supongo, entregar un niño a los Ragusnik para que
le enseñaran la profesión.
–Muy bien. ¿Y cómo se escogería
ese niño?
–Entre los hijos de las madres
que murieron al dar a luz, como escogemos a la futura prometida de un Ragusnik.
–Entonces, escojan un sustituto
ahora, por sorteo.
–¡No! –exclamó el jefe del Consejo–.
¡Imposible! ¿Cómo se atreve a sugerirlo? Si escogemos a un niño, el niño se adapta
a esa vida sin conocer otra cosa. Para este asunto habría que elegir a un adulto
y transformarlo en Ragusnik. No, doctor Lamorak, no somos monstruos ni bestias salvajes.
Lamorak pensó que era inútil; era
inútil a no ser que…
Todavía no era capaz de enfrentarse
a ese “a no ser que”.
Esa noche apenas durmió. Ragusnik sólo pedía un elemental
trato humanitario. Pero se le oponían treinta mil elseverianos que se enfrentaban
a la muerte. El bienestar de treinta mil personas por un lado; las justas exigencias
de una familia por el otro. ¿Se podía afirmar que treinta mil personas que respaldaban
tamaña injusticia merecían la muerte? Injusticia, ¿a ojos de quién? ¿De la Tierra?
¿De Elsevere? ¿Y quién era Lamorak para juzgar a nadie?
¿Y Ragusnik? Estaba dispuesto a
permitir la muerte de treinta mil personas, incluidos hombres y mujeres que simplemente
aceptaban una situación que les habían enseñado a aceptar y que no podían cambiar
aunque quisieran. Y niños que no tenían nada que ver con ello.
Treinta mil por un lado; una familia
por el otro.
Tomó su decisión en un estado rayano
en la desesperación y por la mañana llamó al jefe del Consejo.
–Señor –dijo Lamorak–, si usted
puede conseguir un sustituto, Ragusnik comprenderá que ha perdido toda posibilidad
de forzar una decisión en su favor y regresará al trabajo.
–No puede haber un sustituto –murmuró
el jefe del Consejo–. Ya se lo he explicado.
–No entre los elseverianos, pero
yo no lo soy. A mí no me importa. Seré yo el sustituto.
Estaban alterados, mucho más que
él mismo. Le preguntaron varias veces si
hablaba en serio.
Lamorak iba sin afeitar y se sentía
cansado.
–Claro que hablo en serio. Y cada
vez que Ragusnik actúe así siempre pueden importar un sustituto. Este tabú no existe
en ningún otro mundo, así que habrá abundancia de sustitutos provisionales si ustedes
pagan lo suficiente.
(Traicionaba a un hombre explotado
brutalmente y lo sabía. Pero se repetía desesperadamente: salvo por el ostracismo
recibe buen trato, muy buen trato).
Le dieron los manuales y pasó seis
horas leyendo y releyendo. Era inútil hacer preguntas, pues ningún elseveriano conocía
aquel trabajo, excepto lo que figuraba en el manual, y todos se incomodaban si les
mencionaban detalles.
–“Mantener lectura cero del galvanómetro
A-2 durante la señal roja del aullador Lunge” –leyó Lamorak–. ¿Qué es un aullador
Lunge?
–Debe ser una señal –murmuró Blei,
y los elseverianos se miraron con embarazo y agacharon la cabeza para estudiarse
la yema de los dedos.
Lo dejaron a solas mucho antes de llegar a los aposentos
donde generaciones de Ragusnik habían trabajado al servicio de su mundo. Tenía instrucciones
específicas para llegar al nivel indicado, pero ellos lo abandonaron y Lamorak continuó
solo.
Recorrió las habitaciones atentamente,
identificando instrumentos y controles y siguiendo los diagramas del manual.
Ahí está el aullador Lunge, pensó
con sombría satisfacción. Eso decía el letrero. La cara frontal era semicircular
y con orificios obviamente diseñados para brillar en diversos colores. ¿Por qué
“aullador” entonces?
No lo sabía.
En alguna parte, pensó Lamorak,
en alguna parte se acumulan los desechos, agolpándose contra los engranajes y las
salidas, contra las tuberías y los alambiques, a la espera de ser manipulados de
cien modos. Ahora, simplemente están acumulados.
Temblando un poco, activó el interruptor,
tal como indicaba el manual en las instrucciones de “iniciación”. Un suave murmullo
de vida hizo vibrar los suelos y las paredes. Lamorak movió un dial y se encendieron
las luces.
A cada paso consultaba el manual,
aunque se lo sabía de memoria, y a cada paso las habitaciones se iluminaban y los
cuadrantes se ponían en movimiento y zumbaban con creciente estruendo.
En algún lugar del interior de
las fábricas, los desechos acumulados se desplazaban hacia los cauces correspondientes.
Sonó una señal aguda y Lamorak
se sobresaltó y perdió la concentración. Se trataba del indicativo de comunicaciones,
así que activó el receptor.
Apareció el alarmado rostro de
Ragusnik que, poco a poco, cobró un aire de colérica incredulidad.
–Conque así están las cosas.
–No soy elseveriano, Ragusnik.
No me molesta hacer esto.
–¿Pero qué tiene que ver usted
en esto? ¿Por qué se entromete?
–Estoy de parte de usted, Ragusnik,
pero debo hacerlo.
–¿Por qué, si está de mi lado?
¿En su mundo tratan a la gente como me tratan a mí?
–Ya no. Pero aunque usted tenga
razón he de tener en cuenta a los otros treinta mil habitantes de Elsevere.
–Habrían cedido. Ha echado abajo
mi única posibilidad.
–No habrían cedido. Y en cierto
modo ha triunfado usted, pues ahora saben que está insatisfecho. Hasta ahora, ni
siquiera imaginaban que un Ragusnik pudiera ser infeliz, que pudiera causar problemas.
–¿Sirve de algo que lo sepan? Sólo
tienen que encontrar a un forastero en cada ocasión.
Lamorak sacudió la cabeza. Había
pensado en todo eso en las últimas y amargas horas.
–El hecho que ahora lo sepan significa
que los elseverianos comenzarán a pensar en usted, y algunos se preguntarán si es
correcto tratar así a un ser humano. Y si contratan forasteros ellos difundirán
lo que ocurre en Elsevere y toda la opinión pública galáctica se volcará en favor
de usted.
–¿Y?
–Las cosas mejorarán. En tiempos
de su hijo, las cosas estarán mucho mejor.
–En tiempos de mi hijo –rezongó
Ragusnik, y ahuecó las mejillas–. Preferiría que fuese ahora. Bien, he perdido.
Regresaré al trabajo.
Lamorak sintió un inmenso alivio.
–Si viene aquí ahora, señor, podrá
reanudar su trabajo y me honrará estrecharle la mano.
Ragusnik irguió la cabeza, henchido
de un orgullo huraño.
–Usted me llama señor y se ofrece
a estrecharme la mano. Lárguese, terrícola, y déjeme hacer mi trabajo, pues yo no
estrecharé la suya.
Lamorak regresó por donde había llegado, aliviado porque
había concluido la crisis, pero profundamente abatido.
Se detuvo sorprendido al toparse
con un tramo de corredor acordonado que le cerraba el paso. Buscó otro camino y
se sorprendió al oír una voz amplificada.
–Doctor Lamorak, ¿me oye? Habla
el consejero Blei.
Levantó la vista. La voz provenía
de un sistema de altavoces, pero no veía ninguna salida.
–¿Pasa algo malo? –preguntó–. ¿Me
oye usted?
–Lo oigo.
–¿Pasa algo malo? –repitió a gritos–.
Aquí hay un obstáculo. ¿Hay complicaciones con Ragusnik?
–Ragusnik ha ido a trabajar. La
crisis ha terminado y usted debe disponerse a partir.
–¿Disponerme a partir?
–Sí, a irse de Elsevere. Le estamos
preparando una nave.
–Pero aguarde un momento. –Lamorak
estaba confundido por aquel súbito vuelco de los acontecimientos–. Aún no he terminado
de recoger datos.
–Eso ya no es posible. Se le indicará
directamente el camino a la nave y sus pertenencias le serán enviadas por servomecanismos.
Confiamos… confiamos…
Lamorak comenzaba a comprender.
–¿Confían en qué?
–Confiamos en que no intentará
ver ni hablar en persona a ningún elseveriano. Y, desde luego, esperamos que nos
evite la embarazosa situación de intentar regresar a Elsevere en el futuro. Con
gusto recibiremos a cualquiera de sus colegas si necesita más datos sobre nosotros.
–Entiendo –aceptó, en un tono de
voz apagado. Evidentemente se había convertido en un Ragusnik. Había manejado los
controles que manipulaban los desechos y se le sometía al ostracismo. Era un manipulador
de cadáveres, un porquerizo, el hombre del trabajo sucio–. Adiós.
–Antes de despedirme, doctor Lamorak…
En nombre del Consejo de Elsevere, le doy las gracias por su ayuda en esta crisis.
–De nada –dijo amargamente Lamorak.
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