Silvina Ocampo
Era la persona más importante de la casa. Manejaba la cocina y las llaves
de las alacenas. Era necesario complacerla.
Para que fuera feliz, había que darle malas noticias:
esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu.
–Celestina, hoy, mientras daba a luz, murió de un ataque
al corazón la señora Celina Romero, aquella mujer simpática y bondadosa, a quien
convidó usted con carbonada y niños envueltos. Nadie se ocupará del hijo, que tiene
dos cabezas y una sola oreja.
–¿Y en todo lo demás el niño es normal?
–No. Tiene el talón del pie colocado adelante, los dedos
en el talón, además de las pestañas dentro de los párpados. Hablan de hacerle una
operación.
–¡Qué pavada operar a un recién nacido!
Celestina se incorporaba en la silla, como en el agua
una flor marchita, y revivía.
–Celestina, hay terremotos en Chile; maremotos también.
Ciudades enteras han desaparecido. Los ríos se transforman en montañas, las montañas
en ríos. Se desbordan, se vienen abajo. Predicen el fin del mundo.
Celestina sonreía misteriosamente. Ella que era tan
pálida, se sonrojaba un poco.
–¿Cuántos muertos? –preguntaba.
–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido.
–¿Podría mostrarme el diario?
Le mostrábamos el diario, con las fotografías de los
desastres. Las guardaba sobre su corazón.
–¡Qué broma! –respondía.
–Celestina, la criminalidad infantil aumenta. Ayer,
mientras el señor Ismael Rébora, que usted conoce, dormía, con la dosis habitual
de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que utilizaba
para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió varias heridas
mortales. El señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz para ver cómo le
asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del hecho, no sólo era un
niño, sino su nieto, amargura que para él duró la fracción de un segundo, pero no
para su familia, que ocultó el asesinato con éxito, y que tiene que convivir ahora
con un pequeño criminal que asesinará con el tiempo al resto de la familia.
–A lo mejor –respondía Celestina.
Durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi bonita;
tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo.
Celestina podía vivir en carne propia las malas noticias.
–Esta casa está incendiándose –le dijeron un día–. Los
bomberos ya están al pie del edificio, tratando de apagar el incendio. No, no es
una broma. De los grifos, en vez de agua, salen llamas. No podemos salvarnos, porque
la escalera que da al pasillo de la puerta de calle está ardiendo y la de servicio
está obstruida por los tirantes de madera que cayeron. De cada ventana se asoma
el fuego, con sus ojos de anguila eléctrica.
Celestina, reconfortada con la mala noticia, se salvó
del incendio sin una quemadura. Los otros inquilinos de la casa murieron o se salvaron
con quemaduras de tercer grado.
A veces, por increíble que parezca, no hay malas noticias
en los diarios. Es difícil, pero sucede. Entonces, hay que inventar crímenes, asaltos,
muertes sobrenaturales, pestes, movimientos sísmicos, naufragios, accidentes de
aviación o de tren, pero estas invenciones no satisfacen a Celestina. Mira con cara
incrédula a su interlocutor.
Y llegó un día en que tuvimos sólo buenas noticias,
y la imposibilidad de inventar malas noticias.
–¿Qué hacemos? –preguntaron Adela, Gertrudis y Ana.
–¿Buenas noticias? No hay que dárselas –dije, pues me
había encariñado con Celestina.
–Algunas poquitas no le harán daño –dijeron.
–Por pocas que sean, le harán daño –protesté–. Es capaz
de cualquier cosa.
Nos secreteábamos en las puertas. ¡Aquel último accidente,
horrible, que yo le había anunciado, la dejó tan contenta! Fui personalmente a ver
el tren descarrilado, a revisar los vagones en busca de un mechón de pelo, de un
brazo mutilado para describírselo.
Como si hubiera presentido que estábamos preparándole
una emboscada, nos llamó.
–¿Qué hacen? ¿Qué están complotando, niñas?
–Tenemos una buena noticia –dijo Adela, cruelmente.
Celestina palideció, pero creyó que se trataba de una
broma. El sillón de mimbre donde estaba sentada, crujió debajo de su falda oscura.
–No te creo –dijo–. Sólo hay malas noticias en este
mundo.
–Pues, no, Celestina. Los diarios están llenos de buenas
noticias –dijo Ana, con los ojos brillantes–. De acuerdo con las estadísticas, se
han podido combatir eficazmente las peores enfermedades.
–Son cuentos –musitó Celestina–. ¿Y tú, con esa carita
triste, qué noticia me traes? –me dijo débilmente, con una última esperanza.
–Los crímenes han disminuido notablemente –exclamó Adela.
–En cuanto a la leucemia, es una historia antigua –musitó
Gertrudis.
–Y yo gané a la lotería –dijo Ana diabólicamente, sacando
un billete del bolsillo.
Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no auguraban
nada bueno. Celestina cayó muerta.
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