Silvina Ocampo
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, era ya muy tarde. La lámpara de kerosene chistaba
a la noche, aquietándola como una madre a un hijo que no quiere dormirse, y Esperanza
se quedaba desvelada a las doce de la noche, después de haber pasado el día durmiéndose
en los rincones. Uno, dos, tres, cuatro, cinco habían sido los caballos negros atados
al coche fúnebre que llevaron a su marido cubierto de flores hasta la Chacarita,
y desde ese día abundaban las visitas en la casa. Sus amigas la habían querido llevar
a pasear un domingo porque estaba pálida. Uno, dos, tres, Esperanza se había hecho
rogar, y después por fin había salido hasta la plaza de Flores y allí se había sentado
en un banco con dos señoras vecinas, hermanas del almacenero. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, un hombre detrás de un árbol desabrochaba su pantalón y Esperanza miraba
el cielo a través de las ramas. “Esperanza, no podés seguir así. Esperanza, no podés
seguir así, te vas a enfermar. Hay que conformarse al destino”, le decían sus amigas.
Uno, dos, tres, alguien golpeaba la puerta de entrada.
Esperanza estaba en el punto liso de su tejido y dijo: “¿Quién es?” Florián entró
despacito con los ojos dormidos “¿Florián a estas horas?” Florián dormía en la cama
de su hermana, no hacía ni media hora, cuando la madre lo despertó sacándolo a tirones:
había visitas y no alcanzaban las camas.
Salvo los domingos y días de fiesta era siempre de noche
cuando llegaban las visitas: a esa hora la radio tocaba una música que las atraía,
sin duda.
Esperanza no conocía de esa casa más que a Florián.
Los chismes de las vecinas caían sobre las hermanas y las madres, que tenían todas
ondulaciones permanentes (¿croquiñol o permanente al aceite?; una seria discusión
se había establecido entre las hermanas del almacenero), tenían todas barniz en
las uñas y no pagaban al panadero. Florián se hacía la rabona y pedía limosna en
la calle, desviando un ojo. Pero, casi siempre, con su cara original de ángel, ganaba
más limosnas que con su ojo perdido. Esperanza no sabía ese tejemaneje, creía en
la virtud azul de los ojos de Florián, en sus diez años, en su timidez, en su voz
quejosa ejercitada en pedir limosnas. No hubiera admitido ni siquiera el sufrimiento
o el hambre de un chico que se hace la rabona pidiendo limosna con un ojo voluntariamente
tuerto. Hubiera visto a ese chico desmenuzarse debajo de un ómnibus, morirse de
hambre en una esquina, suicidarse con un cuchillo sucio de cocina: no hubiera dado
un paso por salvarlo. Sólo la virtud inocente de los ojos de Florián, igual a los
ojos de un Niño Jesús, le ganaba el corazón, hasta hacerlo sentar a veces sobre
sus escasas faldas a las doce de la noche cuando estaba sola. Entonces, creyendo
salvarlo de su familia, le enseñaba oraciones que venían escritas detrás de las
estampas, con veinte, cuarenta, cincuenta días de indulgencias.
El sueño ponía sus manos santas sobre los ojos de Florián,
mientras contaba todo lo que había trabajado en la casa aquel día. Había ayudado
a Leonor a barrer el cuarto. Leonor tenía que planchar un camisón nuevo, tenía que
arreglar las flores de papel en el florero de su cuarto sobre una carpeta de macramé.
Y él había tenido que limpiar el excusado, había tenido que pelar las papas, limpiar
todas las verduras para el almuerzo.
“¡Pobre angelito!” –suspiraba Esperanza–. Después había
llegado tarde al colegio por culpa de su hermana; la maestra le había pegado con
un látigo que tenía escondido en un cajón del pupitre. Le había dicho que no quería
recibir ningún vago en la escuela, ningún muerto de hambre, ningún hijo de puta.
Esperanza levantó sus anchos brazos sacudidos de espanto: “¿Es posible que la maestra
te haya dicho esas cosas?” Florián, mártir de su sueño, decía sí con la cabeza.
El día quedaba muy lejos detrás de la noche, y recordaba
que había recorrido las calles de más tráfico torturándose los ojos, sin conseguir
una limosna, y cuando volvía a su casa con su rostro cotidiano, sin hacer ningún
esfuerzo para conmover a nadie, una señorita le había dado un peso entero en monedas,
averiguándole su nombre. Había gastado el peso en cinematógrafo, masitas y tranvía;
no quería volver a su casa con un solo centavo en el bolsillo. Sus hermanas lo desvalijaban,
ellas que ganaban por lo menos cuatro pesos por día. Todo eso no se lo podía contar
a Esperanza; tampoco le podía contar que había hecho pis contra un automóvil nuevo
y que le había roto la blusa a su hermana. “Hijo de puta” –le había dicho el hijo
del frutero–. “Tu madre no me paga pero yo le pago a ella. Tendrá que pagarme el
vidrio de mi vidriera que me has roto, o bien los llevaré a todos a la comisaría”.
Pero al día siguiente, Valentini, el frutero, llegaría a la casa como siempre, repartiendo
sonrisas y bombones con versitos de almacén, y al entrar a la pieza de su hermana
le daría una palmadita en la cara, diciéndole: “Pícaro, pícaro”. Es que Valentini
se olvidaba de todo cuando estaba con sus hermanas; cuando llegaba a casa de Florián
no parecía ni siquiera un pariente lejano del frutero Valentini de delantal blanco,
ofreciendo sus mercaderías a través de las vidrieras. ¿Qué virtud tan extraordinaria
tenían sus hermanas?
Esperanza guardó el tejido en una canastita. Uno, dos,
tres, cuatro, cinco puntos faltaban para terminar la fila, y eso la iba a desvelar.
Volvió a tomar el tejido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco años faltaban para terminar
de pagar la casa por mensualidades. Mientras tanto vendería sus tejidos; era un
modo honrado de ganarse la vida, y no como estas malas mujeres, estas mujeres de
la calle.
Sin darse cuenta, hablaba en alta voz. Florián, sonámbulo
de sueño, se retiraba silenciosamente en dirección a la cama de su hermana, con
la esperanza de encontrar sitio para él.
“Mi hijito, es la hora de dormirse.” Esperanza se dio
vuelta y se encontró sola frente a la lámpara de kerosene. No se oía más que el
canto de la luz que le decía despacito que se callara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario