domingo, 19 de noviembre de 2023

La gallina de membrillo

Silvina Ocampo

 

Se llamaba Blanquita Simara, porque no parecía un macho, sino una hembra. Desde que Manuel Grasín se había instalado en la habitación del fondo de la casa, que era como estar en primera fila de platea, Blanquita había engordado mucho. Esto era inevitable porque Manuel Grasín, que trabajaba en la confitería El Obelisco, una vez por semana le traía en una bolsa las sobras: huesos, pasteles rotos, grasa rancia de jamón y pavo, sándwiches viejos. Grasín podía disponer de los alimentos para otros fines, cocinarlos para hacer pasteles, por ejemplo, o regalarlos a la prima Virginia, que preparaba con cualquier basurita albóndigas deliciosas, pero prefería dárselos a Blanquita Simara, porque lo esperaba con los ojos ardiendo de hambre, en el zaguán y, porque, además, Rosaura Pringles con otras atenciones agradecía su generosidad. Si él tenía que comprar camisas, calzoncillos o piyamas, Rosaura se los mandaba hacer en pocos días, a medida y en poplín italiano.

Rosaura Pringles, veinte años atrás, tuvo que soportar una injuria: a ella, que se había casado contra viento y marea, su marido la había abandonado; a ella, que había sido la niña mimada de la sociedad, a ella, pobrecita, que, después, por culpa de él tuvo que trabajar para ganarse la vida. Rómulo Pringles, intempestivamente, salió una mañana para no volver. La había dejado en una casa bonita, bien puesta, con un taller de camisas que daba mucha ganancia, rodeada de plantas que se llaman corazón de estudiante, lazo de amor, lluvia de fuego. Rosaura jamás pensó que el hombre volvería, y cuando la llamó veinte años después por teléfono (soy testigo), para preguntarle si vivía siempre en la misma casa, quedó tan asombrada que aceptó en el acto su proposición de vivir de nuevo juntos.

Rómulo Pringles llegó con un cargamento de valijas, con menos pelo, pero mayor mandíbula, lo que le confirió un aire feroz que no desagradaba a Rosaura, pero sí a Blanquita Simara, que descubrió en el hombre, así lo sospecho, pretensiones de animal.

Hubo que arreglar la casa, pedir a Manuel Grasín que se fuera, cosa que no era fácil. “Soy solo y amigo de la tranquilidad” decía Grasín. Fue entonces que Rosaura Pringles adquirió ese hábito que formó la parte más importante de su personalidad y de su encanto. Blanquita Simara empezó a hablar por su boca: no sólo expresaba lo que Blanquita hubiera dicho en tal y cual circunstancia, sino que remedaba la voz que le atribuía: una voz de acuerdo con su idiosincrasia, que era mezcla de niño mimado, de negro de las Antillas y de viejito provinciano tartamudo. ¿Qué mujer, cuando vale algo, no es juguetona? Ella misma decía “Soy Blanquita”.

Manuel Grasín la escuchó primeramente con impaciencia.

–¿Manuel Grasín, que es tan bueno, no nos dejará el cuarto, para que podamos alojar a papá? Por difícil que sea conseguir alojamiento, Manuel Grasín lo encontrará y vendrá a visitarnos y a traernos huesitos de la confitería, y alguna vez, para mamá una gallinita de membrillo.

La voz irresistible de Blanquita obró sobre el espíritu y la suerte de Manuel Grasín; consiguió una vivienda en otra casa, retiró su cama y su armario, para dejar la habitación, que sirvió otrora de escritorio lujoso a Rómulo Pringles.

Rosaura Pringles era hermosa y sabía manejar a sus ofícialas: lo único que no pudo inculcarles fue su amor a Blanquita Simara. Le sonreían, es verdad, la acariciaban, pero con visible repugnancia. Blanquita Simara dejaba vómitos en la alfombra, rompía los géneros que encontraba en el suelo (jamás comía los alfileres, cosa que hubiera agradado a las oficialas), orinaba en la puerta del taller, si hacía frío. Las oficialas aprovechaban cuando la señora salía para llamarlo puerco, darle un puntapié; una llegó a quemarle la oreja con un cigarrillo, acto inhumano, explicable, si se quiere, en mujeres cansadas o celosas de la dicha de un perro más querido que ellas. Pero desde que Rómulo Pringles había vuelto, las oficialas se burlaban de los dueños de casa y permitían a Blanquita Simara cualquier locura.

–La señora, que es tan seria, conversa mucho, y no de géneros, con el dueño de la sedería Sendra; y no de cuestiones jurídicas, con Ernesto Roque, buen mozo y atrevido que trabaja en la televisión y conquista a todas las mujeres –decían en coro esas lenguas de víbora.

Yo las oía con mi oído de tísico, cuando aparecía con mi bolsa con golosinas en aquel paraíso.

–Que una dama se perfume tanto no es nada bueno –decía la segunda oficiala.

–Usa pestañas falsas y peluca –decía la primera oficiala.

–Eso no quiere decir nada –decía la sirvienta, siempre asomada a la puerta.

–Los afeites desagradan a los hombres.

–Según a qué hombres. Conocí a uno que exigía que su mujer llevara, hasta en la cama, la peluca puesta. Ustedes no me creerán. Aquel pelo, requetebién muerto y postizo, que había sido de otra mujer, lo enardecía –opinaba gravemente la primera ofíciala.

–Todas las noches saca a Blanquita Simara a pasear. Le compró un collar de cuero verde, que vale más que un sombrero, y una cadenita que es un chiche ¿para qué? Si antes andaba conmigo por la calle sin collar, como un conejo, la Blanquita Simara. ¿Yo, qué más quiero? Me quedo a descansar. Pero el señor ¿qué pensará? –dijo la sirvienta.

Infamias, pensé, estirando la oreja.

–El señor merecido lo tiene –dijo la segunda ofíciala–. ¿No la plantó durante veinte años? Y ella esperándolo, como la santa imagen de la fidelidad.

–Eso es lo raro. Ahora que el señor ha vuelto, se divierte con otros –dijo la sirvienta.

–Así es la vida. Ahora está tranquila, puede divertirse –decía la primera oficiala.

–Tengo ganas de romperle la peluca; se hace la nena –protestó la segunda oficiala–. Los otros días dijo: “Esta oficialita que no traiga su negro hasta la puerta porque lo vamos a sacar corriendo de un mordiscón”.

Estaban enfurecidas, porque con el correr de los días Blanquita Simara adquirió, a mi juicio, una mala costumbre. Hay que ser justos, lo que está mal está mal. Intempestivamente la picarona se sentaba en medio del cuarto de costura, levantaba el hocico y aullaba: era anuncio de desgracia. Tardamos poco tiempo en descubrirlo. Las oficialas se ponían nerviosas. Sabían que ese aullido traería a alguna de ellas o a algún habitante de la casa malas noticias. Y así fue como Blanquita Simara anunció sucesivamente con su aullido la muerte de la tía Paquita, el accidente de la rusita Sonia, que no volvió al taller, y el asesinato del hermano de Rómulo Pringles. Los acontecimientos se presentaron de un modo trágico. Aquella noche, Rómulo Pringles, al oír el aullido de Blanquita, acudió al taller, empuñó un palo y golpeó el lomo de Blanquita. Rosaura tomó a su vez un hierro, para golpear a su marido, en defensa de Blanquita; en ese preciso momento el novio de una de las oficialas entraba en la casa para buscar a su novia, y con verdadera indignación recibió el golpe. Yo temía que la vida de Blanquita Simara estuviera en peligro y se lo dije a Rosaura, que respondió, con voz adorable:

–Tiene siete vidas. Tenemos un Dios aparte.

Al oír esto, Manuel Grasín se tranquilizó.

Yo la seguí aquel día. En la plaza, en la paz del anochecer, con la voz de Blanquita Simara, Rosaura Pringles hablaba a su enamorado:

–Vamos a dejarlo solo porque los enamorados molestan con sus atrevimientos. Este Ernesto Roque es un mentiroso. ¿Acaso le perdonaríamos que diga a otras mujeres lo que nos dice a nosotras?

Nada tan injusto. Ernesto Roque, subyugado por la voz de Blanquita Simara, era fiel ahora a una sola mujer: a Rosaura.

Sacó del bolsillo un revólver y le dijo:

–Rosaura: vienes a vivir conmigo o te mato aquí mismo y me pego un balazo. No olvides que soy un hombre y que no se juega con un hombre.

–¿Y cómo hacemos para decírselo a papá? –dijo Rosaura Pringles, con la voz de Blanquita Simara–. ¿Y para deshacer el taller, echar a las oficialas tan buenitas, que nos dan de comer? ¿Y cómo hacemos para sacar la ropa, los muebles, los chiches, la batería de cocina nueva? ¿No vamos a vivir como gitanos? ¿Dónde? ¿En una habitación sin cuarto de baño? ¿En un tugurio del centro, sin calefacción y sin agua caliente, comiendo fritangas frías y papas fritas en aceite de algodón, que es un veneno para los estómagos? No, señor. Somos románticas, pero nos gusta vivir con las comodidades modernas. Ya ve usted que tenemos en nuestra casita todas las máquinas, desde la licuadora hasta el televisor. Nos gusta vivir bien, entre adornos bonitos, perros de porcelana y ¿para qué ocultarlo?, somos gastadoras. Es raro que andemos por las calles del centro sin comprar algo. Las comidas más caras son las que nos gustan: langostinos, blanquito de pavita, pastel de almendras, faisán a la turca, dátiles y marrón glasé, caviar, que es difícil de conseguir.

¿De dónde conocía esos platos? Un furor seco oprimió la garganta de Ernesto Roque. Recordé con orgullo mi generosidad.

–Nos gusta pasear –siguió diciendo la voz de Blanquita Simara–, y tener automóvil. ¡Y los perfumes! Aceptamos sólo perfumes franceses, de los más finos. ¡Y jabones! Jabones ingleses de glicerina, para la sarna, que también son caros, como los cepillos.

Todas estas palabras dichas con voz de niña, conmovieron a Ernesto Roque.

–Estoy decidido –dijo subyugado el infeliz. Empuñó el revólver con una mano, y con la otra oprimió el brazo de Rosaura.

–Yo también estoy decidida –respondió Rosaura, aterrada, con su propia voz, por primera vez, para asustar al hombre–. Me iré contigo. ¡Qué me importan mi casa y sus comodidades! Tendría que ser frívola para rehusar tu proposición. Llevaré á Blanquita conmigo. No te opondrás a ello. Tu amor es lo más importante que hay en mi vida, lo único auténtico. Hasta ahora mi existencia no tenía significado; mecánicamente yo cumplía con mis obligaciones, sin alegría. El día era idéntico a la noche, y la noche al día; la diversión al tedio y el tedio a la diversión; el amor al odio y el odio al amor. Si usaba peluca, era para esconder mi cabellera, que es más hermosa; si usaba pestañas falsas, era para ocultar la curva irresistible de mis pestañas; si usaba senos postizos, era para proteger los míos de las manos que podrían acariciarlos. Ahora, porque puedo ser yo misma, frente al revólver, prueba irrefutable de tu amor, prometo abandonar todo para seguirte.

Rosaura Pringles, que miraba fijamente la luz de un farol mientras hablaba, bajó la vista y vio que el amenazante revólver y la mano amorosa que oprimía su brazo habían desaparecido. Ernesto Roque no estaba a su lado. Rosaura se alisó la peluca, se anudó la bufanda, con un leve temblor, y no sabiendo si estaba muerta o viva, musitó a Blanquita Simara:

–Si no vuelve tu mamá a casa le comerán toda la sopita y van a dejarla sin postre.

La voz divina de Blanquita Simara resonó en sus labios con la misma gracia de siempre; Rosaura se encaminó a su casa llevando consigo ese Sésamo ábrete de los corazones, que le permitiría gozar aún del amor. En la mesa del comedor estaba esperando la gallinita de membrillo, obsequio de Manuel Grasín.

 

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