Silvina Ocampo
Sabes que no es un sueño ni una invención, sabes que todo lo que yo escribía,
todo lo que se me ocurría, ya estaba escrito por alguien en alguna parte del mundo,
y que por ese motivo llegó un momento en que no pude publicar nada, pues los lectores
menos sagaces me hubieran acusado de plagio. Tú sólo sabes que jamás fui capaz de
plagiar a nadie, y que esta fatalidad que aqueja, yo lo sospecho, al mundo entero,
sin que el mundo la advierta, se hace en mí sólo evidente, tan evidente que me impide
seguir con mi oficio. Desde que existe la literatura se escriben las mismas obras;
sin embargo los otros escritores siguen escribiendo. Sufrí durante años este espantoso
horror que consiste en repetir involuntariamente el cuento, la novela, el poema
que otros habían escrito; en el momento en que llevaba estos engendros a un diario,
a una revista, a una editorial cualquiera, descubría por azar que ya habían sido
publicados por otro autor desconocido o conocido. De ese modo escribí algunos de
los libros más célebres, que quedaron guardados en mi cajón, sin esperanza de ser
reconocidos ni apreciados por nadie. Sufrí este tormento hasta que me regalaron
la famosa pluma. Creí que se trataba de una pluma común, pero pronto advertí que
bajo su apariencia modesta ocultaba un poder mágico que me llenó de esperanza.
Las primeras páginas que escribí con ella fueron realmente
notables, tan notables que en ningún diario, en ninguna revista, ni en ningún libro
encontré sus frases. Con éxito publiqué aquellas obras que me valieron una indiscutible
fama. La llevaba en mis paseos solitarios. Para no perder su fluido dormía con ella
metida en los bolsillos de mi pijama. De ese modo compuse infinidad de libros, uno
titulado La verdad es muda, otro La esperanza se infiltra, otro La
fuente del Asilo, otro Tinta. En un brusco rapto de confianza, cuando
te conocí, te revelé el secreto. Te elegí por confidente sin sospechar que todo
confidente se vuelve enemigo del que confía sus confidencias. Con candidez y lujo
de detalles te conté las vicisitudes de mi vida de escritor. Parecías comprender
tan bien lo que me sucedía, que a menudo pensaba que la carrera de escritor convendría
a tu sensibilidad. No rechazabas la idea y me escuchabas, como siempre lo hacías,
con admiración y asombro. Pensaba en ti en los momentos de ilusión, como en un posible
discípulo que el tiempo se encargaría de recompensar con los frutos de mi trabajo
y de mi experiencia. Llegué a hablarte casi como a mi conciencia. En mi trabajo
no había dificultad que no te comunicara, no había esperanza frustrada que no te
confesara. Te arrastré a la Biblioteca Nacional en busca de libros, que sólo podían
interesarme a mí, y los leías como si el interés mío fuera el tuyo. Abandonaste
la música y la pintura. Estabas en un periodo de evolución. No pensé que al revelarte
el secreto perderías la admiración y el respeto que tenías por mí. No pensé que
me traicionarías. Fue en un momento de descuido: sobre la mesa del cuarto dejé la
pluma; estabas a mi lado. Fui a la esquina a buscar cigarrillos. Cuando volví, la
pluma había desaparecido. Te pregunté si no la habías visto; me dijiste que no y
te mostraste asombrado de mis presunciones. Desde aquel momento cambiaste conmigo.
No me comunicaste en qué empleabas tu tiempo ni a qué se debía tu súbito cambio
de carácter. Simultáneamente aparecieron en diarios y revistas cuentos en que reconocía
el estilo inconfundible de mi pluma. Bajo las obras, la firma siempre era un seudónimo.
Pero la duda me acechaba. Por fin en el escaparate de una librería encontré, con
el término de mis dudas, un libro titulado: La Pluma Mágica.
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