José María Arguedas
Llegaban por bandadas las
torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio,
las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre
los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.
A
esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a
la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada,
el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia
la huerta de árboles frutales.
La
velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias
se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no
le atraían. Las calandrias cantaban cerca en los árboles próximos. A ratos, desde
el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese
canto invisible brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la
luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra.
Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos.
Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores
blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores
rosadas.
Estaba
mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar, en el callejón empedrado del
caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando con el rabo metido
entre las patas. Tenía “anteojos”; unas manchas redondas de color claro, arriba
de los ojos.
Se
detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había
echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba
el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar
y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados
de su vientre; resaltaban los huesos de las patas; sus orejas se recogieron hacia
atrás; eran oscuras, por las puntas.
Singu
buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.
–¡“Hijo
Solo”! –le dijo cariñosamente–. ¡Hijo Solo! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Niñito!
Como
no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió
hablándole en quechua con tono cada vez más familiar.
–¿Has
venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?
Se
bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos
también eran de color amarillo, el iris negro se contraía sin decidirse.
–Yo,
pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido,
yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?
Abrió
la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente, bastante,
en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso
el plato en el suelo. Hijo Solo se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras
lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia
arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro.
Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo
la respiración, tratando de no parecer ni siquiera un ser vivo. No huyó el perro,
cesó por un instante de lamer el plato. También él paralizó su aliento; pero se
decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas.
Jamás
había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. “¿No habrá
vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra vida?”, pensó. Pero viéndole la barriga
y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros
pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro
para caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se
abrazó al cuello de Hijo Solo. Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire;
y algunas calandrias, brillando.
Hacía
tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y
de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier
pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar
del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía
ser cierto que Hijo Solo fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños.
Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído, si le había
entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en
Lucas Huayk’o, la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato
Hijo Solo había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de
frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk’o?
–¡Gringo!
¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre –le dijo–. Comida hay, harto. Los patrones
pelean, matan sus animales; por eso dicen que Lucas Huayk’o es infierno. Pero tú
eres de Singuncha, “endio” sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela, torcacita!
¡Canta, tuyay; tuyacha! ¡Todo tranquilo!
Abrazó
al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste
de Hijo Solo se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado.
Sonriendo, Singuncha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente
e infundirle confianza.
Vio
que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía cómo era eso. El agua de
los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen
los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean
sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. Hijo
Solo movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó
la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver
más el Singuncha; no esperaba más del mundo.
Le
siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía,
junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta.
Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro.
Quizá los perros
conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. Hijo Solo comprendió cuál era la condición
de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los
dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte?
¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores
de Lucas Huayk’o?
–¿Viven
aún los dos? –se preguntaban en las aldeas–. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los
cercos, las tomas de agua, los andenes?
–Dicen
que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano.
Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado.
Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales
finos.
–¡Anticristos!
–¡Y
su padre vive!
–¡Se
emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
–¿De
dónde, de quién vendrá la maldición?
No
criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían
ser objetos de venganza, fáciles.
–Lucas
Huayk’o arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente?
Los viajeros pasan corriendo el puente.
Sin
embargo, Hijo Solo conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron
con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero
los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los
que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.
Los
primeros ladridos de Hijo Solo fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto
del corredor, Hijo Solo ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al
puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.
–¿Es
tuyo? ¿Desde cuándo?
–Desde
la otra vida, señor –contestó apresuradamente el sirviente.
–¿Qué?
–Juntos,
pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el
callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va a hacer
caso. De “endio” es, no es de werak’ocha. Tranquilo va a cuidar la hacienda.
–¿Contra
quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que don Adalberto come sangre?
–Perro
de mí es, pues, señor. Tranquilo va ladrar. No contra don Adalberto.
Hijo
Solo los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina
luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha,
junto a la puerta falsa de la casa grande.
–Es
simpático; chusco. Lo matarán sin duda –dijo don Ángel–. Se desprecia a los perros.
Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te
separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale
que no ladre fuerte. Le beberá la sangre, siempre, ese Caín. ¿Cómo se llama? Su
ladrar ha traído recuerdos a la quebrada.
–Hijo
Solo, patrón.
Movió
el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la
luz, no del crepúsculo sino del sol declinante que se posaba sobre las cumbres ya
sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles
de la huerta.
“Más
fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él.
Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido”.
El
dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja.
No
se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la
banda izquierda que pertenecía a don Ángel. No escandalizaba. Jugaba en el campo
con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa floreada; corría a saltos, levantaba
la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato,
resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
–¡Hijos
de Dios en medio de la maldición! –decía de ellos la cocinera.
El
perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los bosques de retama de
los pequeños abismos. El chihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de
que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos,
cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias.
El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro,
a la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en Lucas Huayk’o.
Singu
era becerrero, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de
los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde
que encontró a su perro Hijo Solo, fue aún más diligente. Había trabajado siempre.
Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.
Lo
alimentaron bien, con suero, leche, desperdicios de la comida, huesos, papas y cuajada.
El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo,
de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban
al campo, le llenaban una bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando.
Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El
otro, don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas
de la hacienda, y las minas. Don Ángel, los alfalfares, la huerta, el ganado, el
trapiche.
Singu
no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de animales, los incendios de los campos
de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes;
traían los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón
con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía
caliente. La cocinera lloraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban
mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el
agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos
en quechua de los jinetes, su huida por el camino angosto; todo le confirmaba que
en Lucas Huayk’o, de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir
el viento, desde las cumbres.
Hubo un periodo
de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de Hijo Solo.
–Este
perro puede ser más de lo que parece –comentó don Ángel semanas después.
Pero
sorprendieron a Hijo Solo, en medio del puente, al mediodía.
Singuncha
gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.
Oyó
que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que
golpeara con su desigual cuerpo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un
costal sucio amarrado al cuello.
Mientras
se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de don Adalberto. Los
pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.
Nadie
había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba; tenía espumas en el centro,
donde se percibía la corriente.
Singu
miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella,
sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos
que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a Hijo Solo. Iba a lanzarse
al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de
ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio don Adalberto; bajó al remanso. Era
profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más ligero que las
cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía
sorber el río.
¡Era
cierto! Hijo Solo luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en
la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo
de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido,
boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo,
tras el que aparecían los molinos de don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de
las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla,
arrastrando al perro.
Se
tendieron en la arena. Hijo Solo boqueaba, vomitaba agua como un odre.
Singuncha
empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a don Adalberto,
en quechua: “Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como
a las velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en
la cima de Aukimana; Hijo Solo comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia,
como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!”.
Se
calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo
sus “anteojos”, lo miraba. Entonces lloró Singu.
–¡Papacito!
¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!
Le
tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus “anteojos”.
–¡Vamos
a matar a don Adalberto! ¡Dice Dios quiere! –le dijo.
Sabía
que en los bosques de retama y lambras de los molinos cantaban las torcazas más
hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler
su trigo a Lucas Huayk’o, porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor,
sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y don Adalberto tenía peones de
sobra. Se reía de su hermano.
–¡Para
mí cantan, por orden del cielo, estas palomas! –decía–. Me traen gente de cinco
provincias.
Escondido, Singuncha
rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaban en el
bosque, a tomar sombra.
Al
anochecer se encaminó hacia los molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose
tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía don Adalberto;
pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto.
Cortó
un retazo de su camisa y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas,
formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.
Había
escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte
aun a plena luz del sol.
Más
tarde vendrían “concertados” a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas.
Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo
gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes,
que adornaban sus ojos y la cabeza.
–¡Adiós,
niñitas! –les dijo en voz alta.
Sabía
que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al Hijo Solo para
que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la
tierra.
Tupidas
matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban,
porque vivían allí las torcazas.
Llegaron
palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.
Singuncha
escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k’opayso y retama.
No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha.
Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó;
de rodillas, mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló la llama
que se formaba. Después, a pocos, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron
las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.
–¡Señorcito
Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida! –gritó alejándose,
y volvió a arrodillarse sobre la arena.
Se
quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.
Volvió
hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. Hijo Solo
aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de don Ángel,
volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.
Pero
Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia
los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia;
o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón Santiago.
Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría
al cielo, cantando a dúo con el Hijo Solo.
–¡Amarillito!
¡Jilguero! –iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa,
a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.
En
la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque don
Adalberto no murió en el incendio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario